Me llamó Cortés aquella misma tarde.
_ Eh, Martín, eh. Mira, haremos una revista, ¿está bien? Nos reunimos,
hablamos de nuestras cosas y empezaremos a escribir. Y no acepto un “no” por
respuesta.
_ ¿Entonces qué es lo que aceptas?
_ Acepto una cerveza a las siete en la plaza. ¡Vamos a ser ricos,
Martín, ricos!
Yo andaba desnudo por la casa. Eran las seis y media y el sol se
reflejaba en el espejo. Miré a mi alrededor. Decenas de relatos invadían mi
cuarto. El aliento me sabía a sangre. Entonces me vestí, cogí alguno de los
escritos y acudí al lugar donde Cortés me había citado. Al llegar, él ya bebía
orujo.
_ ¡Martín, amigo! ¡Qué alegría verte! Estás hecho un pincel, muchacho.
Ven, siéntate, estoy esperando al editor. Nos garantiza que la revista será
todo un éxito.
Me senté. Pedí una cerveza con tequila y contemplé el deplorable estado
en el que se encontraba mi amigo. Él también portaba consigo unos cuantos
poemas que había escrito. Yo le presté los míos. Los leyó encantado. Luego
levantó la mirada y me echó un vistazo.
_ ¡Jodido Martín! ¡Tus relatos son la leche! Incluiremos este en la
primera edición –dijo señalando mi “Mujeres en la Madriguera”- Sí, sí, y luego
este en la segunda. ¡Cristo, qué bueno eres!
En eso entró por la puerta del bar un hombre rudo que Cortés al momento
distinguió como el editor. Ambos se unieron en un cálido abrazo y luego me lo
presentó. Su nombre era Rayo y su cuerpo era dos veces el mío y, por tanto,
cuatro veces el de Cortés.
_ ¿Así que tú eres el famoso Martín, no es así?
_ Soy Martín, a secas, sin el “famoso” delante. Encantado.
_ ¡Oh, sí! Cortés, es tal y cómo me lo describiste. Alto, atractivo, y
bastante modesto por lo que parece. Muchachos, esta revista va a ser todo un
éxito. ¡Uffa, uffa!
Para esas alturas de la conversación, yo todavía no tenía ni idea de qué
iba a tratar la revista. Y por lo que pude llegar a saber luego, ellos
tampoco.
Cuando Rayo se sentó, empezó a mascar tabaco de liar e invitó a una
ronda de orujos de hierba.
_ Kafka, amigos. Kafka es nuestro hombre. Pero, ¿qué digo hombre? ¡Dios!
Kafka es nuestro Dios y vamos a tener que venerarlo, ¿estamos? Vuestros
escritos no están nada mal, muchachos, pero vuestro Dios podría limpiarse el
culo con los relatos que escribís. ¿Entendéis lo que quiero decir?
Cortés y yo nos miramos atónitos y pensamos que ese no era el primer
orujo que se había tomado Rayo en aquella tarde.
_ Mirad, esta revista va a ser vuestra salvación. Vais a poder vivir de
esa basura que escribís. ¡Vuestra maldita basura se reciclará en dinero!
Tras una breve pausa, me dirigí al baño y vomité. Luego volví y vi cómo
el editor cogía a Cortés por el cuello y comenzaba a besarlo.
_ Sí, sí, ese muchacho que me has traído da el perfil que estamos
buscando. Él y tú. Tú y él. ¡Celebremos esta felicidad que me invade con otro
orujo! ¡Uffa, uffa!
Entonces vino la camarera y apoyó nuestros vasos sobre la mesa. Rayo la
violó con la mirada y luego dijo de brindar por ese nuevo proyecto que empezaba
a coger forma aquella misma tarde. También brindó por nuestro nuevo Dios.
_ ¡Y BRINDEMOS POR KAFKA, POR ESTE MUNDO SURREALISTA QUE NOS ACOGE A
NOSOTROS, SÚBDITOS DE NUESTRO MISERICORDIOSO PADRE! ¡BIRNDEMOS POR EL AMOR
KAFKIANO QUE NOS UNE EN ESTE BAR, DONDE ÉL Y SOLO ÉL ESTÁ EN TODAS PARTES!
Yo no vi a Kafka por ninguna parte pero igual brindé por él. Cortés
tiraba hacia atrás el largo pelo que le cubría la cara y suspiraba. Rayo pegaba
puñetazos a la mesa y se jactaba de nosotros comparándonos con Kafka.
_ Y dime, Martín, ¿tienes presa?
_ No, no tengo novia Señor Rayo.
_ Yo tampoco tengo –dijo Cortés.
_ ¡Por el amor de Kafka! ¡A ti ni siquiera te he preguntado! Está bien,
muchachos, a finales de septiembre estaremos por las calles. No hagáis asco a
las presas, pero tampoco las retengáis. Recordad que sois solitarios y que
nunca debéis ser retenidos.
Otro orujo invadió la mesa. La misma camarera que minutos antes había
sido violada por la mirada de Rayo captó de nuevo la atención del editor y
este, tras dar un intenso sorbo a su bebida, se levantó y la agarró metiéndole
mano en el culo.
_ ¡Que la envidia os corroa, pequeños secuaces! Aquí dentro está el gran
Kafka, puedo notarlo con mis manos y saborearlo con mi lengua. ¡Uffa! ¡Uffa! –y
empezó a lamer el cuello de la camarera, que acto seguido se giró y en vez de
estamparle la cara contra la pared como bien esperábamos Cortés y yo, le sonrió
y besó la mejilla sudada del editor.
_ El amor kafkiano, amigo Martín, el amor Kafkiano –me dijo Cortés al
ver mi incredulidad por lo sucedido.
Mi amigo y yo salimos del bar tropezando con el aire y fuimos a parar a
un banco de la plaza. Rayo salió detrás de nosotros subiéndose la bragueta del
pantalón y se detuvo delante de donde estábamos:
_ ¡Deteneos, montón de basura andante! No podéis iros así. Todavía
tenéis que firmar los contratos que os llevarán a la fama.
Entonces Rayo sacó de su bolsillo varios papeles arrugados y, sin tiempo
para leerlos, firmamos sin más y nos fundimos en un resignado abrazo que acabó
con los labios del editor en las mejillas de ambos.
_ ¡Y como no nos cabe más orujo en el cuerpo, cerraremos este negocio
comiendo y bebiendo de las presas! ¡Uffa! ¡Uffa!
Al momento salió del bar la camarera de antes con otras dos chicas que
la acompañaban. El editor dijo que todos deberíamos ir a mi casa y yo cedí
porque Rayo era un buen jefe y él llevaba a las mujeres. Una vez en mi piso,
serví cerveza para los seis y la más guapa de las chicas se sentó a mi lado.
Cuando el asunto se puso duro, ella y yo nos excusamos y en mi cuarto bailamos
un buen swing.
_ Por cierto, ¿cómo te llamas, bonita? –le pregunté luego.
_ Me llamo Paula, guapo, y me gustaría que escribieras sobre mí.
No me sorprendió. Todas las chicas quieren que alguien escriba sobre
ellas.
Besé a Paula en la frente y fui directo al baño. En las dos habitaciones
restantes se hallaban Cortés y Rayo siendo presos de sus presas. Yo me senté en
el váter y tras un pequeño esfuerzo sentí cómo salía la kafka por mi culo. Me limpié y pude contemplar el mundo kafkiano
desapareciendo por el retrete. Después de toda una tarde las cosas estaban en
su sitio. Íbamos a hacer una revista y yo era el hombre que se necesitaba. Tiré
de la cadena. Ya no había quien me hiciera sombra. Volví a la habitación y
Paula tuvo ganas de más swing. Esa chica era lo mejor. Escribiría sobre ella
tantas veces como quisiera.
Luego amaneció. El sol, como siempre, volvió a posarse sobre el espejo.
Me miré por encima del hombro y sonreí. A partir de ese momento y con Kafka fuera
de mi alcance, empecé a notar que yo era realmente el verdadero Dios.