domingo, 17 de julio de 2011

RUTINAS ASCENDENTES


 Los ojos

 Mira más allá de tu propia luz para no sentir la sucia oscuridad
 
- ¿Dónde estaba usted? ¿Dónde coño se había metido? Sigo sin verle, pero le respiro. Contésteme, sé que está ahí.

- Tranquilo, coja aire por favor. No me he movido de aquí. El caso es que usted no puede ver, ¿o me equivoco?

- Soy capaz de observar mis propios miedos, los sentimientos que me acompañan y hasta puedo contemplar cada pensamiento que me vuela por la mente. 

- ¿Y no puede ver más allá de usted mismo?

- ¿Qué me está queriendo decir? 

- Dígame, ¿de qué color son mis ojos?

- Vaya pregunta tan estúpida. Si no sufriera esta curiosa ceguera le respondería de inmediato.

- ¿Pero no es capaz de recordarlo?

- No, no lo recuerdo.  ¿No le he dicho ya que no tengo visión más allá de lo que soy?

- Pero en cambio sí que se ve dentro de usted. ¿Y qué queda de los demás? Si ni siquiera sabe el color de los ojos de  las personas, ¿cómo va a ser capaz de mirarles en el interior?

- A veces incluso olvido el color de mis propios ojos.

- Sin ese color, ¿cómo va a llegar a las mentes más humanas y brillantes de aquellos que están a su lado?

- Si le digo la verdad, ahora mismo no sé quién está a mi lado.

- Es normal que no lo sepa. Tiene que ir mirando más allá de su propia luz para que no vuelva a sentir esa sucia oscuridad.

- ¿Se trata simplemente de un color?

- De un color y de una mirada. Hay que abrir todas las puertas para encontrar el mejor hogar posible. Cada ojo espera su complementario ajeno. Haga el favor de  ayudar a sus ojos para ayudarse a sí mismo.

- Gracias y buenas noches, un placer poder volver a ver sus ojos negros.

- Buenas noches. Sueñe con ojos que, sin importar su tamaño, sean tan grandes que sea imposible describirlos.

viernes, 8 de julio de 2011

Historias de diminutos y gigantes (IV)

 Un nuevo ombligo para un nuevo pantalón


  "El viaje más largo comienza con un solo paso"

 Como la vida misma, ya veréis. Yo nunca había tocado el cielo tan plácidamente como aquella noche. Sobre todo cuando le dio por vomitar en mis pantalones. “Qué bien”, pensé, “ya tengo excusa para poder quitármelos”. 

A ver, cómo explicarlo. Llevaba demasiado tiempo esperando aquel momento, por eso entended que me pusiera tan nervioso cuando perdí la orientación de mis dedos sobre su cuerpo y fui a parar a su ombligo, aunque no fuera la salida (o más bien la entrada) que yo más deseaba. Ahí decidí acampar, y en eso que sonríe y se me escapa un te quiero. ¡Ale, ya la hemos liado! Si es que no aprendo…

Pero es que iba guapa, ¿eh? Con los ojos corridos (por el rímel, no adelantemos acontecimientos todavía), el vestido roto y los tacones perdidos por alguna carretera. Yo que sé, llamadme gilipollas si queréis, pero esa chica tenía tanta luz que podía iluminar toda una ciudad. Y encima yo tenía la bombilla que aquello parecía un enorme fuego artificial. Para no quererla…

Acabó todo que ella volvió con su novio y yo… yo volví a mi casa. En bicicleta, eso sí. Lo extraño de todo esto es que sucedió tantas veces que me quedé sin pantalones. De ahí el cabreo de mi madre, que no entendía como su hijo podía ser tan idiota.

Menos mal que el tiempo pasó de tal manera que ahora lo que hacía con los ombligos era morderlos. Eso debe ser la madurez, pensé. Claro, entonces ya no se me escapaban “te quieros”, sino palabras de curiosos y gigantes (de papis y mamis quizás). Ni que estuviera nuevamente enamorado, fíjate tú.

Total, que fue una época de pereza inaudita. “Va campeón, que hasta el viaje más largo comienza con un solo paso”. Pero es que otra vez empezar a palpitar sin frenos… ¡corría el riesgo de estrellarme! Luego comprendí que no es lo mismo un reto que un sueño (si es que el dormir doce horas diarias no es siempre por gusto). Además, estaba más cursi que de costumbre; no es que si ella me faltara yo fuera a morirme, ¡qué coño!, si yo me tenía que morir prefería que fuera con ella. 

Ahora ya ha cambiado todo, hasta la talla de mi ropa interior. En silencio escucho un palpitar y no hay quién lo controle. Será culpa de su ombligo. “¿Me lo enseñas chica tristeliz?” Te juro que ya no soy tan idiota, que mi madre ya me ha comprado pantalones nuevos.

domingo, 3 de julio de 2011

AMISTADES PELIGROSAS

Leila (Estrella estrellita)



Yo nunca había necesitado una amistad como la de Leila, y hoy día creo que sigo sin necesitarla. “Quedas excluida como persona grata de poder compartirme en tus secretos”.  Aunque la verdad es que la quería toda para mí, porque si compartir es vivir yo prefiero suicidarme.

Cuando me envió un mensaje telepático me desperté sobresaltado. Está en peligro, no le dejan ser libre, pensé. Le contesté inmediatamente de nuevo a través de esa unión que compartíamos los dos: “Toma mis manos, cierra los puños muy fuerte y grita a la de tres”.

Meses después sentí yo la adicción de estar respirando el único consuelo que me quedaba. “Me amputan parte del corazón”, le dije mientras lloraba graciosamente. Estábamos en un parque a las afueras y una mamá llevaba a su hijo en un carrito. El niño también lloraba, y mucho más fuerte que yo. Fue en ese preciso instante cuando me morí por un carrito.

Comprendí entonces que éramos iguales pero con distinto envoltorio. Dos personajes extraídos de su película favorita. Éramos una complementación impecable, la partida perfecta de un “tetris” hecho realidad. 

Pero no todo fueron buenos tiempos amigablemente hablando. A Leila la secuestraron los fantasmas y yo encontré otros colchones en los que pegar cabezazos a altas horas de la madrugada. ¿Qué iba a creer yo en la amistad? En todo caso debería creer en los fantasmas.  ¿Me escuchas Leila? ¿Estás ahí? Joder, ¿con quién jugaré ahora a ganarle la partida a la filofobia?

Eran cosas de la edad, pero si volviera le diría que hice nuevos amigos y que me enamoré de todos ellos. Aunque me han cortado las alas y no me dejan llegar a las estrellas.  Es decir, resulta que nadie cree en lo que tengo dentro. Y quien lo cree no le importa demasiado. Estrella, estrellita ¿sabes qué pasa?  Que las cosas que más me gustan siempre me hacen llorar.  

Lo último que supe de Leila es que volvió al viejo banco de los consuelos tontos. Se había escapado de su casa con lo puesto y poco más. Ojos de hielo, alrededor de lo que alcanza su vista sabe que no existe nada más. Seguía sin poder ser libre y se comunicó conmigo. “Toma mis manos, tómalas”.

Yo lo único que necesitaba era una amistad como la de Leila, y hoy día creo que sigo necesitándola. “Nunca más vuelves a quedar excluida de compartirme en tus secretos”. Sigo con el corazón amputado: Estrella, estrellita, ¿volverás?  No me canso de repetirlo: Toma mis manos, tómalas.