miércoles, 19 de noviembre de 2014

NO HABRÁ FLORES EN LA TUMBA DEL PASADO

En la ventana hay una nota:

el pájaro no vuela

tiene las alas rotas.




“La vida es una cárcel con las puertas abiertas, Verónica escribió en la pared con la tripa revuelta”, y mientras Paula versionaba a Calamaro en ese concierto que dio en un nuevo pub moderno, yo imaginaba una Paula pequeñita, muy susceptible a la maldad humana; entonces cuando dejó la guitarra a un lado, me acerqué a ella y le dije:

_ Oye Paula, has estado excepcional, ven, deja que te invite a un trago.

_ Está bien, Martín. Muchas gracias.

Y tras brindar por la música y por una trayectoria musical que acababa de comenzar, dimos un largo trago al vodka con Seven Up que agarrábamos con tanta ansia.

_ Lo haces muy bien, tienes una voz fantástica. Yo de música no sé nada, pero también pienso que la vida es una cárcel con las puertas abiertas.

Paula esbozó una ligera sonrisa y descansó sus labios de cantante en mis labios de escritor. Clavó sus uñas en mi nuca y tras levantar la cabeza con sigilo, suspiró dejando morir su aliento suave y fresco en mi nariz.

_¿Y tú por qué no vuelas? _me preguntó -¿También tienes las alas rotas?

_ ¿Por qué estás tan segura de que yo tengo alas? – dije antes de pedir dos vodkas más.

_ Porque me juego la voz a que cualquier noche escribirás sobre este momento.

Se acercó la camarera con las copas. Vestía tirantes y minifalda. Si no hubiera estado detrás de una barra jamás pensaría que era camarera.

_ Oiga, ¿y a usted qué le ha parecido el concierto? – le pregunté a la camarera mientras le entregaba un billete de diez.

_ Tiene un estilo genial, es la nueva estrella de la canción. Su música va a sonar en todas las discotecas.

_ ¡Que les jodan a las discotecas! ¡Prefiero que mi música suene en todas las almas cálidas! –exclamó Paula.

Volvimos a brindar. Esta vez por los libros y por una trayectoria literaria que jamás hice realidad.

_ Por tus canciones Paula, porque casi son tan bonitas como tus ojos.

Y volvimos a fundirnos en el arte de besar antes de abandonar el pub moderno con sus clientes gordos y borrachos. Las luces de la playa iluminaban una noche de verano aterciopelada por la sombra de dos artistas frustrados que se balanceaban de acera en acera rumbo al refugio de la soledad.

_ ¡No va a saber qué hacer cuando no sople más viento, no sabe distinguir el amor de cualquier sentimiento! –comencé a cantar.

_ Haz el favor de bajar la voz, vas a despertar a todo el vecindario.

Pero al vecindario solo le interesaban los realities, sus móviles de alta tecnología y la prensa rosa.

_ Paula, eres tan delgada, ¿cómo alguien tan pequeña como tú puede hacerme sentir tan grande?

_ El mundo es una gran contradicción, querido. Algunos se matan con las balas y otros se matan con los besos. Así que acércate a estos labios que te piden la muerte más dulce que conocen.

Y empezamos a matarnos hasta el amanecer en el desgastado colchón de un apartahotel cercano a la playa. Resucitamos en plena madrugada, cuando los jóvenes vejestorios salían de las discotecas como Platón de la caverna y se vomitaban los unos a los otros. Paula sacó la guitarra de la funda y empezó a afinarla.

_ Dime Martín, dime qué quieres que te cante.

_ Media Verónica, y vuélveme a enamorar como lo hiciste anoche.

_ ¿Otra vez esa maldita canción?

_ Me recuerda tanto a ti, sin muchos años pero ya con tanto daño, con poca maldad pero cansada de esperar. Sabes Paula, ¡NO HABRÁ FLORES EN LA TUMBA DEL PASADO! Por eso quiero que la cantes, amor, para que el presente empiece a florecer.

Aquella mañana desayunamos mermelada de fresa y varias copas de vino tinto. Había sido la primera noche que pasábamos juntos y lejos quedaba ya aquella vez que la vi actuar en un viejo antro de la ciudad, con todos esos viejos chiflados desnudándola con la mirada y ella a mí desnudándome con la voz. Acariciaba su guitarra con la yema de los dedos, desgarrando cada nota con deseo y furia, con valentía y decisión, con ternura y sencillez. Entonces versionó a Calamaro con la única compañía de esas seis cuerdas. “Media verónica” era el vacío que cubría nuestras entrañas, ese péndulo entre nuestras dos mitades: una desaparecida por haber sucumbido a las garras de la muerte y otra que se tambaleaba entre latigazos y temblores. Paula y yo, en el cobijo de una caverna particular, como Platón y los jóvenes vejestorios, viviendo a medias como Verónica, con el cántaro roto en mil pedazos y la fuente seca, encerrada en esa libertad claustrofóbica que también Paula sentía al cantar. Una cárcel con las puertas abiertas, y allá afuera, donde yacía la maldita libertad, la posibilidad de ser felices en la sinrazón de un mundo condenado a la derrota.

_ ¡Mira, mira a todos esos inhumanos que, acostumbrados a tanta oscuridad, frotan fuerte sus ojos tras ver de nuevo el sol! -dijo Paula desde la terraza señalando a los jóvenes que salían a esas horas de las discotecas.

_ ¡Cristo, sí! Míralos Paula, míralos. Fíjate en cómo sus ojos arden tras salir de la caverna. ¡Pobres diablos! ¡Pobres criaturas!

Paula echó hacia atrás el pelo rizado que le cubría la cara, retomó de nuevo la guitarra y compuso una maravillosa melodía. Se fusionó entonces el sabor del vino con la elegancia de su canción. Alcé mi copa y le dije de brindar una vez más.

_ ¿Y ahora por qué quieres brindar? –me preguntó.

_ Por ti y por mí, nena. Porque antes de conocernos nos faltaba una mitad y la acabamos encontrando en la mitad del otro. Brindo por ello y por ese beso que me estoy ganando.

Y de nuevo comenzamos a matarnos. Esta vez en el sofá que, lejos de estar gastado, acabamos empapando de puntual felicidad.

La mañana continuaba allá afuera, a escasos metros de aquella pensión de mala muerte. La mañana con los amigos y familias, con los amantes y parejas, con los modernos y sus camisas a cuadros, disfrutando de un domingo tan radiante como el pelo de esa chica que tenía en ese momento entre las piernas. Tan radiante tu pelo entre mis piernas, Paula.

Tras ser vencido por el clímax, levanté la cabeza y me asomé al ventanal. Desde allí podía observar la Plaza de las Luces y a innumerables músicos que cantaban con una fuerza tan intensa que para nada importaba la indiferencia de la gente que pasaba por delante. Vi que un niño se acercaba a un guitarrista ciego que tocaba el “Stand by me” y echó tres caramelos en la funda de su guitarra. Jamás vi una limosna tan dulce.

Stand by me, nena, o lo que es lo mismo, “quédate conmigo”, es lo que pensaba mientras Paula se ajustaba bien la falda. Pero ella quiso vivir una vida diferente cada día y, por eso, cuando se fue de mi lado, comencé a sentarme cada tarde delante del pobre ciego que con tantas ansias cantaba esa canción, allí, cerca de la playa, en el Parque de las Luces, mientras desde el Paseo Marítimo se acercaban veloces los electrónicos con sus músicas pinchadas. El futuro nos ahoga, querido viejo, se empeñan todos en matarnos con sus balas. Será mejor rezar, amigo. Pero Dios simplemente se encogió de hombros. No nos importó. Abrimos una nueva garrafa de vino y le dije de brindar. Luego le enseñé esa canción de las mitades que un día me enamoró. Los electrónicos nos ganaban la batalla y las cuerdas de un viejo guitarrista no duran para siempre. Te lo dije Paula, no habrá flores en la tumba del pasado. Y volví a brindar por ella.



lunes, 17 de noviembre de 2014

EL GUARRO FRÍO DEL INVIERNO


Cuando pienso en los días fríos, pienso en el noviembre que ya ha llegado, en la nueva temporada de abrigos que los chicos ya lucen en la facultad. Cuando les pregunto a ellos me dicen que sí, que se les congelan las manos a primera hora de la mañana y que  eso es lo que entienden por frío. Yo hago como que la meteorología no me afecta, la manga corta es cobijo suficiente y sigo sentándome frente al ordenador con la ventana abierta, alargando un verano que ya no existe pero que hoy todavía recuerdo.

No es entonces de extrañar que me miren sorprendidos los muchachos por las calles. Me señalan. Señalan mis brazos desnudos, mi cuello descubierto, la ausencia de guantes en mis pequeñas manos. Yo sigo mi curso como si nada, venciendo el viento polar de las montañas que me lava la cara, que amplifica mis pulmones, que calma mi sed de venganza. Las tardes se desploman cada vez más temprano y las noches que me aguardan son de escritorio, ordenador y nostalgia.

Lo que entiendo yo por frío no es otra prenda de vestir más, temblar después de la ducha, la manta hasta las orejas y doble par de calcetín. Ni siquiera uso edredón a la hora de acostarme. Me basta con una ligera sábana que cubra mi enjuto torso, la luz apagada, la música compuesta por el chirriante silbido del viento.

La mujer que se acuesta a mi lado se pega junto a mí con un ligero tembleque en las piernas que no me deja descansar. Me abraza buscando en mi cuello el edredón que tanto echa en falta, me ahoga con sus manos y finalmente se duerme con su cara tan próxima a la mía que en plena madrugada ya siento su aliento matutino en mi pituitaria. Mientras, yo contemplo la calle oscura y solitaria, señores tristes durmiendo en los cajeros, abrigados con cartones, discutiendo en sueños la pesadilla del malvivir diario. Pienso entonces en el frío, en el largo noviembre que dura varios meses, con sus cortos días y sus interminables noches. Y pienso también en la mujer que tengo enfrente, la miro, tan extremadamente delgada que me da miedo tocarla, tan insignificante, su aliento no cesa, ahí está, durmiendo como si la vida no fuera con ella.

La lluvia hace acto de presencia en la mayoría de amaneceres de este largo noviembre. Los muchachos cubren sus voluminosas cabezas con horrendos paraguas de diseño. El agua intermitente moja mi cara, resbalan las gotas por mis ojos y salpican en el suelo con auténtica indiferencia. Contemplo el tímido alba de estos días de invierno como una gota de lluvia más. De los cajeros ya despertaron temprano los fantasmas que soñaron vivir en otro mundo, que es el mundo que me juzga. La mujer que me acompaña a la facultad los mira aterrorizada y ellos a ella con ligera sonrisa endeble que se desvanece en la distancia.  Son entonces estos los momentos más fríos del mes, de penetrantes miradas que desnudan las almas golpeadas por la fuerte lluvia, el frío de los nuevos días que son una y otra vez el mismo, los sentimientos insulsos de una sociedad muerta en la apatía.

La mujer que me abraza me pregunta lo que me pasa. Acostumbrada ya, no recibe respuesta. Se viste en mis brazos rebosando latente nerviosismo. Se siente observada por cientos de ojos enfermos. Lanza el paraguas al aire y llora la tristeza de la rutina vivida. El mundo que la aflora dice no ser ya el suyo. Pero no cambia nada, todo fluye en la mentira constante y es en la distancia entre estos dos mundos donde se halla toda la verdad. La mujer que me coge la mano con fuerza busca en mi cuerpo el calor del ausente verano. Ya empieza a sentir el frío como yo lo siento, un noviembre que engaña, un noviembre que desviste. 

Y en las calles nos sentamos desnudos a observar en silencio el ruido de los andares de alicaídos muchachos que besan labios vendidos.

sábado, 1 de noviembre de 2014

TODAS LAS CHICAS ESTÁN ENAMORADAS


Volví. Volví como vuelven los viejos rockeros a esos escenarios que tanto les echaron en falta. El mismo hedor repugnante que ya se respiraba incluso antes de abrir la puerta de tela metálica del viejo bar. La misma cerveza de importación servida por la misma camarera de siempre que  llamaba la atención de todos. Volví, volví porque es probable que nunca me hubiera ido del todo.

_ ¿Martín Herrainz? ¡Cristo, qué de tiempo sin verte! ¿Se puede saber qué te trae de nuevo por aquí?

_ Lo que a todos, Paula: la vida. En fin, ¿cómo va todo por el bar?

_Seguimos en las mismas, Martín. Ya nunca viene nadie. Por allí andan Cortés y Boby intentando colar a alguien esa porquería que escriben.

_ Lo hacen lo mejor que pueden, Paula. No seas así.

_ ¿Y tú, Martín? Veo que sigues escribiendo, ¿no? –dijo señalando la libreta que llevaba debajo del brazo.

_ Así es. Estoy trabajando en un poema sobre la chica que me gusta.

_ Joder, Martín. Al final resultará que debajo de esa coraza hay un tío sentimental.

_ Bueno, sí. Lo he titulado “A la puta que acabará conmigo”.

_ Venga, chico. No creo de veras que sea una puta.

_  Ni mucho menos que acabe conmigo. Venga, llévame una cerveza a la mesa, quiero hablar con los chumachos.

No había nadie más en aquel viejo antro salvo Cortés y Boby. Parece ser que se alegraron de verme, se levantaron y me abrazaron como si se me hubiera muerto el gato. Entonces me preguntaron por mi vida durante aquellos últimos meses.

_ Ya veis, chicos. Estuve viviendo algún tipo de aventura de la que pronto escribiré.

_ Eh, Martín, eh, tío, puedes contar con nosotros para lo que sea. Aquí siempre estaremos tus amigos.

_ No creo en la amistad, Boby. No me vengas con esas.

Boby tenía nombre de perro. Boby era un gilipollas.

Paula se acercó y me sirvió un tercio bien frío. Le pregunté sobre las chicas que antes pasaban las tardes en el bar. Le pregunté por María, Cristina y Teresa. Le pregunté por las mellizas del padre pirata. Le pregunté por las chicas de veinticuatro. También lo hice por las de dieciséis.

_ Nada, Martín. Pasan las tardes en la playa o la montaña. Llaman a sus novios y van al río a tirar piedras y comer sándwiches envasados.

_ ¿Y qué fue de Lorena, aquella gordita de gafas tan simpática que siempre estuvo colada por mí? -pregunté por curiosidad.

_ Sale con un licenciado en aeronáutica. Se ha ido a pasar el verano a París.

_ Está bien, Paula. Llévame otra cerveza a la terraza. Esta ya empieza a calentarse.

Salí fuera del bar. Desde allí contemplé toda la cordillera mediterránea. Las olas chocaban contra las rocas y el agua salpicaba a los enamorados que se besaban en el puerto. Era genial. Entonces vi que Cortés y Boby salían detrás de mí. Se sentaron a mi lado. Eran buenos chicos. Idiotas, pero buenos chicos. Sin duda, aquello era  mejor que estar en París. Lorena no tenía ni idea de hacer viajes. Lorena no sabía lo que realmente era un sitio bonito.

_ Esta noche salimos, Martín. Tenemos que celebrar que estás de vuelta –dijo Boby.

_ Parece ser un buen plan.

_ ¡Claro que lo es! Conocí a nuevas chicas, ¿sabes? Deben de estar al caer. Tienen pensado venir en un rato. Puedo presentarte  a todas las que quieras. Cortés también estaba aquel día. Puede decírtelo él. Eran de lo mejorcito ¿eh, amigo?

Pero Cortés casi nunca hablaba. Solo hacía que beber. Bebía más que nadie. Escribir también se le daba bien, solo que lo que mejor se le daba sin duda era empinar el codo. En esas, salió Paula a servirnos más cerveza.

_ ¡Eh, Paula, eh, escucha! Hoy tenemos pensado salir para celebrar que Martín vuelve a estar con nosotros. ¿Te vienes, tía? ¡Va a ser la hostia! –dijo Boby.

_ ¡Y tanto que me gustaría, chicos! Pero hoy me toca cerrar a mí y luego… bueno luego tengo planes.

_ ¿Planes? –la interrumpí exaltado. -¿Cómo qué planes? ¿Qué tipo de planes tienes tú?

_ Bueno verás, Martín. Luego he quedado con un chico. No es nada, ¿sabes? Quiero decir, solo nos estamos conociendo.

_ No, no, pero no puede ser. Tú nunca has sido de esas. A ti no te gusta conocer a la gente. Eres como yo. Siempre lo has sido. ¿Qué narices te pasa ahora?

Paula comenzó a ponerse nerviosa.

_ ¿Que qué narices me pasa a mí? No, Martín, no. Aquí al que le pasa algo es a ti. Vuelves por aquí sin dar ningún tipo de explicación y encima te mosqueas si te digo que he quedado con un chico. Déjame hacer lo que me dé la gana y no te metas donde no te llaman, anda.

Entonces dio media vuelta y entró en el bar golpeando con fuerza la puerta de tela metálica.

_ Paula tiene razón, Martín. Cuéntanos, chumacho, ¿dónde demonios te has metido durante los últimos cuatro meses? _ preguntó el idiota de Boby.

Atardecía en la ciudad bajo el prisma veraniego del mediterráneo. Di un sorbo al tercio y seguí un rato más con la mirada perdida en el horizonte. Entonces pensé. Saqué la cartera del bolsillo trasero de mi pantalón. La abrí y cogí la foto de carné de Clara. La miré como se miran las horas pasar en el reloj y la rompí por la mitad.

_ ¿Que dónde demonios me he metido, Boby? Verás… Yo también me fui a hacer turismo por París. –y dejé que el aire echara a volar los dos trozos de foto rota que se perdieron entre la enormidad de la playa.

Entonces Paula salió otra vez del bar y nos avisó de que entráramos.

_ ¡Eh, rápido, chicos, entrad! Echan el baloncesto por la tele.

Entramos inmediatamente y nos juntamos los cuatro en la misma mesa. Era el europeo. Jugaba la selección. España perdía de dos. Yo perdía la cabeza. Clara, ¿dónde diablos estás?

_Mira, Martín, por ahí entran las nuevas chicas –dijo Boby señalando la puerta.

Tres mujeres rubias de piernas largas se nos acercaban. Acerqué unas sillas a la mesa.

_ Venid, podéis sentaros a mi lado –dije.

_ ¡Qué amable, chico! Jiji, jiji.

Yo di un largo trago a mi cerveza. De nuevo sonreí. La luna, todavía prematura, esperaba expectante. Yo también esperaba. Yo era aquel tipo de meses atrás. Yo era Martín Herrainz. Yo acababa de volver.