En
la ventana hay una nota:
el
pájaro no vuela
tiene
las alas rotas.
“La vida
es una cárcel con las puertas abiertas, Verónica escribió en la
pared con la tripa revuelta”, y mientras Paula versionaba a
Calamaro en ese concierto que dio en un nuevo pub moderno, yo
imaginaba una Paula pequeñita, muy susceptible a la maldad humana;
entonces cuando dejó la guitarra a un lado, me acerqué a ella y le
dije:
_ Oye Paula,
has estado excepcional, ven, deja que te invite a un trago.
_ Está
bien, Martín. Muchas gracias.
Y tras
brindar por la música y por una trayectoria musical que acababa de
comenzar, dimos un largo trago al vodka con Seven Up que agarrábamos
con tanta ansia.
_ Lo haces
muy bien, tienes una voz fantástica. Yo de música no sé nada, pero
también pienso que la vida es una cárcel con las puertas abiertas.
Paula esbozó
una ligera sonrisa y descansó sus labios de cantante en mis labios
de escritor. Clavó sus uñas en mi nuca y tras levantar la cabeza
con sigilo, suspiró dejando morir su aliento suave y fresco en mi
nariz.
_¿Y tú por
qué no vuelas? _me preguntó -¿También tienes las alas rotas?
_ ¿Por qué
estás tan segura de que yo tengo alas? – dije antes de pedir dos
vodkas más.
_ Porque me
juego la voz a que cualquier noche escribirás sobre este momento.
Se acercó
la camarera con las copas. Vestía tirantes y minifalda. Si no
hubiera estado detrás de una barra jamás pensaría que era
camarera.
_ Oiga, ¿y
a usted qué le ha parecido el concierto? – le pregunté a la
camarera mientras le entregaba un billete de diez.
_ Tiene un
estilo genial, es la nueva estrella de la canción. Su música va a
sonar en todas las discotecas.
_ ¡Que les
jodan a las discotecas! ¡Prefiero que mi música suene en todas las
almas cálidas! –exclamó Paula.
Volvimos a
brindar. Esta vez por los libros y por una trayectoria literaria que
jamás hice realidad.
_ Por tus
canciones Paula, porque casi son tan bonitas como tus ojos.
Y volvimos a
fundirnos en el arte de besar antes de abandonar el pub moderno con
sus clientes gordos y borrachos. Las luces de la playa iluminaban una
noche de verano aterciopelada por la sombra de dos artistas
frustrados que se balanceaban de acera en acera rumbo al refugio de
la soledad.
_ ¡No
va a saber qué hacer cuando no
sople más viento,
no sabe distinguir el amor
de cualquier sentimiento! –comencé a cantar.
_
Haz el favor de bajar la voz, vas a despertar a todo el vecindario.
Pero
al vecindario solo le interesaban los realities, sus móviles de alta
tecnología y la prensa rosa.
_
Paula, eres tan delgada, ¿cómo alguien tan pequeña como tú puede
hacerme sentir tan grande?
_
El mundo es una gran contradicción, querido. Algunos se matan con
las balas y otros se matan con los besos. Así que acércate a estos
labios que te piden la muerte más dulce que conocen.
Y
empezamos a matarnos hasta el amanecer en el desgastado colchón de
un apartahotel cercano a la playa. Resucitamos
en plena madrugada, cuando los jóvenes vejestorios salían de las
discotecas como Platón de la caverna y se vomitaban los unos a los
otros. Paula sacó la guitarra de la funda y empezó a afinarla.
_
Dime Martín, dime qué quieres que te cante.
_
Media Verónica, y vuélveme a enamorar como lo hiciste anoche.
_
¿Otra vez esa maldita canción?
_
Me recuerda tanto a ti, sin muchos años pero ya con tanto daño, con
poca maldad pero cansada de esperar. Sabes Paula, ¡NO HABRÁ FLORES
EN LA TUMBA DEL PASADO! Por eso quiero que la cantes, amor, para que
el presente empiece a florecer.
Aquella
mañana desayunamos mermelada de fresa y varias copas de vino tinto.
Había sido la primera noche que pasábamos juntos y lejos quedaba ya
aquella vez que la vi actuar en un viejo antro de la ciudad, con
todos esos viejos chiflados desnudándola con la mirada y ella a mí
desnudándome con la voz. Acariciaba su guitarra con la yema de los
dedos, desgarrando cada nota con deseo y furia, con valentía y
decisión, con ternura y sencillez. Entonces versionó a Calamaro con
la única compañía de esas seis cuerdas. “Media verónica” era
el vacío que cubría nuestras entrañas, ese péndulo entre nuestras
dos mitades: una desaparecida por haber sucumbido a las garras de la
muerte y otra que se tambaleaba entre latigazos y temblores. Paula y
yo, en el cobijo de una caverna particular, como Platón y los
jóvenes vejestorios, viviendo a medias como Verónica, con el
cántaro roto en mil pedazos y la fuente seca, encerrada en esa
libertad claustrofóbica que también Paula sentía al cantar. Una
cárcel con las puertas abiertas, y allá afuera, donde yacía la
maldita libertad, la posibilidad de ser felices en la sinrazón de
un mundo condenado a la derrota.
_
¡Mira, mira a todos esos inhumanos que, acostumbrados a tanta
oscuridad, frotan fuerte sus ojos tras ver de nuevo el sol! -dijo
Paula desde la terraza señalando a los jóvenes que salían a esas
horas de las discotecas.
_
¡Cristo, sí! Míralos Paula, míralos. Fíjate en cómo sus ojos
arden tras salir de la caverna. ¡Pobres diablos! ¡Pobres criaturas!
Paula
echó hacia atrás el pelo rizado que le cubría la cara, retomó de
nuevo la guitarra y compuso una maravillosa melodía. Se fusionó
entonces el sabor del vino con la elegancia de su canción. Alcé mi
copa y le dije de brindar una vez más.
_
¿Y ahora por qué quieres brindar? –me preguntó.
_
Por ti y por mí, nena. Porque antes de conocernos nos faltaba una
mitad y la acabamos encontrando en la mitad del otro. Brindo por ello
y por ese beso que me estoy ganando.
Y
de nuevo comenzamos a matarnos. Esta vez en el sofá que, lejos de
estar gastado, acabamos empapando de puntual felicidad.
La
mañana continuaba allá afuera, a escasos metros de aquella pensión
de mala muerte. La mañana con los amigos y familias, con los amantes
y parejas, con los modernos y sus camisas a cuadros, disfrutando de
un domingo tan radiante como el pelo de esa chica que tenía en ese
momento entre las piernas. Tan radiante tu pelo entre mis piernas,
Paula.
Tras
ser vencido por el clímax, levanté la cabeza y me asomé al
ventanal. Desde allí podía observar la Plaza de las Luces y a
innumerables músicos que cantaban con una fuerza tan intensa que
para nada importaba la indiferencia de la gente que pasaba por
delante. Vi que un niño se acercaba a un guitarrista ciego que
tocaba el “Stand by me” y echó tres caramelos en la funda de su
guitarra. Jamás vi una limosna tan dulce.
Stand
by me, nena, o lo que es lo mismo,
“quédate conmigo”, es lo que pensaba mientras Paula se ajustaba
bien la falda. Pero ella quiso vivir una vida diferente cada día y,
por eso, cuando se fue de mi lado, comencé a sentarme cada tarde
delante del pobre ciego que con tantas ansias cantaba esa canción,
allí, cerca de la playa, en el Parque de las Luces, mientras desde
el Paseo Marítimo se acercaban veloces los electrónicos con sus
músicas pinchadas. El futuro nos ahoga, querido viejo, se empeñan
todos en matarnos con sus balas. Será mejor rezar, amigo. Pero Dios
simplemente se encogió de hombros. No nos importó. Abrimos una
nueva garrafa de vino y le dije de brindar. Luego le enseñé esa
canción de las mitades que un día me enamoró. Los electrónicos
nos ganaban la batalla y las cuerdas de un viejo guitarrista no duran
para siempre. Te lo dije Paula, no habrá flores en la tumba del
pasado. Y volví a brindar por ella.