martes, 4 de septiembre de 2012

Relatos de un joven descapullado



NO HABRÁ FLORES EN LA TUMBA DEL PASADO



“La vida es una cárcel con las puertas abiertas, Verónica escribió en la pared con la tripa revuelta”, y mientras Paula versionaba a Calamaro en ese concierto que dio en un nuevo pub moderno, yo imaginaba una Paula pequeñita, muy susceptible a la maldad humana; entonces cuando dejó la guitarra a un lado, me acerqué a ella y le dije:

-Oye Paula, has estado excepcional, ven, deja que te invite a un trago.

-Está bien, Carlos. Muchas gracias.

Y tras brindar por la música y por una trayectoria musical que acababa de comenzar, dimos un largo trago al vodka con Seven Up que agarrábamos con tanta ansia.

-Lo haces muy bien, tienes una voz fantástica. Yo de música no sé nada, pero también pienso que la vida es una cárcel con las puertas abiertas.

Paula esbozó una ligera sonrisa y descansó sus labios de cantante en mis labios de escritor. Clavó sus uñas en mi nuca y tras levantar la cabeza con sigilo, suspiró dejando morir su aliento suave y fresco en mi nariz.

-¿Y tú por qué no vuelas?-me preguntó-¿También tienes las alas rotas?

-¿Por qué estás tan segura de que yo tengo alas? – dije antes de pedir dos vodkas más.

-Porque me juego la voz a que cualquier noche escribirás sobre este momento.

Se acercó la camarera con las copas. Vestía tirantes y minifalda. Si no hubiera estado detrás de una barra jamás pensaría que era camarera.

-Oiga, ¿y a usted qué le ha parecido el concierto? – le pregunté a la camarera mientras le entregaba un billete de diez.

-Tiene un estilo genial, es la nueva estrella de la canción. Su música va a sonar en todas las discotecas.

- ¡Qué les jodan a las discotecas! ¡Prefiero que mi música suene en todas las almas! –exclamó Paula.

Volvimos a brindar. Esta vez por los libros y por una trayectoria literaria que jamás hice realidad.

-Por tus canciones Paula, porque casi son tan bonitas como tus ojos.

Y volvimos a fundirnos en el arte de besar antes de abandonar el pub moderno con sus clientes gordos y borrachos. Las luces de la playa iluminaban una noche de verano aterciopelada por la sombra de dos artistas frustrados que se balanceaban de acera en acera rumbo al refugio de la soledad.

No va a saber qué hacer cuando  no sople más viento,  no sabe distinguir  el amor de cualquier sentimiento! –comencé a cantar.

-Haz el favor de bajar la voz, vas a despertar a todo el vecindario.

Pero al vecindario solo le interesaban los realities, sus móviles de alta tecnología y la prensa rosa.

-Paula, eres tan delgada, ¿cómo alguien tan pequeña como tú puede hacerme sentir tan grande?

-El mundo es una gran contradicción, querido. Algunos se matan con las balas y otros se matan con los besos. Así que acércate a estos labios que te piden la muerte más dulce que conocen.

Y empezamos a matarnos hasta el amanecer en el desgastado colchón de un apartahotel cercano a la playa.

Resucitamos en plena madrugada, cuando los jóvenes vejestorios salían de las discotecas como Platón de la caverna y se vomitaban los unos a los otros. Paula sacó la guitarra de la funda y empezó a afinarla.

-Dime Carlos, dime qué quieres que te cante.

-Media Verónica, y vuélveme a enamorar como anoche lo conseguiste.

-¿Otra vez esa maldita canción?

-Me recuerda tanto a ti, sin muchos años pero ya con tanto daño, con poca maldad pero cansada de esperar. Sabes Paula, ¡NO HABRÁ FLORES EN LA TUMBA DEL PASADO! Por eso quiero que la cantes, amor, para que el presente empiece a florecer.

Aquella mañana desayunamos mermelada de fresa y varias copas de vino tinto. Había sido la primera noche que pasábamos juntos y lejos quedaba ya aquella vez que la vi actuar en un viejo antro de la ciudad, con todos esos viejos chiflados desnudándola con la mirada y ella a mí desnudándome con la voz. Acariciaba su guitarra con la yema de los dedos, desgarrando cada nota con deseo y furia, con valentía y decisión, con ternura y sencillez. Entonces versionó a Calamaro con la única compañía de esas seis cuerdas que la acompañaban. “Media verónica” era el vacío que cubría nuestras entrañas, ese péndulo entre nuestras dos mitades: una desaparecida por haber sucumbido a las garras de la muerte y otra que se tambaleaba entre latigazos y temblores. Paula y yo, en el cobijo de una caverna particular, como Platón y los jóvenes vejestorios, viviendo a medias como Verónica, con el cántaro roto en mil pedazos y la fuente seca, encerrada en esa libertad claustrofóbica que también Paula sentía al cantar. Una cárcel con las puertas abiertas, y allá afuera, donde yacía la maldita libertad, la posibilidad  de ser felices en la sinrazón de un mundo condenado a la derrota.

-Mira, mira a todos esos inhumanos que, acostumbrados a tanta oscuridad, frotan fuerte sus ojos tras ver de nuevo el sol -dijo Paula desde la terraza señalando a los jóvenes que salían a esas horas de las discotecas.

-¡Cristo, sí! Míralos Paula, míralos. Fíjate en cómo sus ojos arden tras salir de la caverna. ¡Pobres diablos, pobres criaturas!

Paula echó hacia atrás el pelo rizado que le cubría la cara, retomó de nuevo la guitarra y compuso una maravillosa melodía. Se fusionó entonces el sabor del vino con la elegancia de su canción. Alcé mi copa y le dije de brindar una vez más.

-¿Y ahora por qué quieres brindar? –me preguntó.

-Por ti y por mí, nena. Porque antes de conocernos nos faltaba una mitad y la acabamos encontrando en la mitad del otro. Brindo por ello y por ese beso que me estoy ganando.

-Besito, besito…

Y de nuevo comenzamos a matarnos. Esta vez en el sofá que, lejos de estar gastado, acabamos empapando de puntual felicidad.

La mañana continuaba allá afuera, a escasos metros de aquella pensión de mala muerte. La mañana con los amigos y familias, con los amantes y parejas, con los modernos y sus camisas a cuadros, disfrutando de un domingo tan radiante como el pelo de esa chica que tenía  en ese momento entre las piernas. Tan radiante tu pelo entre mis piernas, Paula.

Tras ser vencido por el clímax, levanté la cabeza y me asomé al ventanal. Desde allí podía observar la Plaza de las Luces y a innumerables músicos que cantaban con una fuerza tan intensa que para nada importaba la indiferencia de la gente que pasaba por delante. Vi que un niño se acercaba a un guitarrista ciego que tocaba el “Stand by me” y echó tres caramelos en la funda de su guitarra. Jamás he visto una limosna tan dulce, pensé.

Stand by me, nena, o lo que es lo mismo, quédate conmigo, es lo que pensaba mientras Paula se ajustaba bien la falda. Pero ella quiso vivir una vida diferente cada día y, por eso, cuando se fue de mi lado, comencé a sentarme cada tarde delante del pobre ciego que con tantas ansias cantaba esa canción, allí, cerca de la playa, en el Parque de las Luces, mientras desde el Paseo Marítimo se acercaban veloces los electrónicos con sus músicas pinchadas. El futuro nos ahoga, querido viejo, se empeñan todos en matarnos con sus balas. Será mejor rezar, amigo. Pero Dios simplemente se encogió de hombros. No nos importó. Abrimos una nueva garrafa de vino y le dije de brindar. Luego le enseñé esa canción de las mitades que un día me enamoró. Los electrónicos nos ganaban la batalla y las cuerdas de un viejo guitarrista no duran para siempre. Te lo dije Paula, no habrá flores en la tumba del pasado. Y volví a brindar por ella.