jueves, 1 de diciembre de 2016

HISTORIAS DE UN SUPERHÉROE RETIRADO (II)


ME ACUESTO CON UNA CHICA PROMETIDA
Amanece nublado, casi no se ve el sol. Me levanto, me visto y observo el cuerpo desnudo de Teresa durmiendo todavía. Su habitación es pequeña, pero bonita. Tiene las típicas frases optimistas escritas en inglés decorando las paredes y está impoluta. Solo su ropa interior lanzada anoche sin miramientos afea la estampa de un dormitorio idílico. Pero no solo por la belleza de su cuarto me quedo siempre a dormir aquí, hay algo más allá de la voluminosidad de su físico que me atrae, que me enamora. Deben de ser esas paredes rosas, esa mesita de noche con un libro de Nietzsche, el incienso de la estantería. Veo mi infancia reflejada en cada rincón y ella, que conoce mis secretos, nunca pone pegas por pasar las noches juntos.
_ Veo que ya te has vestido – dice Teresa al despertar – Lo siento, pero no podrás quedarte por mucho tiempo. Mi novio vendrá esta mañana a verme. - y me besa.
_ Tranquila, solo necesitaré que me dejes dinero para el autobús.
Cambio las sábanas mientras ella se ducha. Es el mismo ritual que seguimos desde que hace seis meses coincidiéramos en una firma de discos y posteriormente ella me invitara a dos cervezas. Nunca llevo dinero encima y a ella no le importa. Sabe que soy un perdedor. Sé que es una ganadora. Y por eso sale con ese magnífico estudiante de derecho con el que se acuesta desde hace cinco años. Creo que hasta tienen planes de boda. Pero yo no la juzgo. Él siempre va vestido de traje. Yo nunca encuentro calzoncillos limpios.
_ Deberías irte ya, Martín. No me gustaría meterme en problemas.
_ Oye, Teresa, ¿tú por qué sigues con tu novio?
_ ¿Y tú, Martín? ¿Tú por qué no sigues con nadie?
Me da dos euros para el autobús y me empuja hasta la puerta. Afuera la atmósfera sigue gris, sé que lloverá en cualquier momento. Me guardo los dos euros en el bolsillo y me vuelvo andando a casa. Cuando el agua me acecha empiezo a correr. Miro hacia atrás y veo todo el tramo recorrido.
Otra vez con prisas, Martín, me digo. Como siempre.
Empiezo a ser consciente de que me paso la vida huyendo.

MI DIÁLOGO CON JESUCRISTO
Es septiembre. Carlos me llama por teléfono. Su padre ha tenido un accidente. Ha muerto, dice. El entierro será mañana. Que no hace falta que vaya de negro. Que se venga mi madre, también. Que compre litronas para luego. Y todo esto sin llorar, sin quebrar la voz, tan firme en sus palabras como siempre, y me cuelga, y nos vemos al día siguiente, aunque mi madre sí que viste de luto, y se sienta en las primeras filas de la iglesia, yo primero dos cervezas en el bar, un poema rápido escrito en una servilleta, y al entrar la gente llora y yo lloro y Jesucristo me mira, crucificado, también llorando, cabrón, me dice, esta cruz debería ser la tuya. Y ya no me dice nada más.
Oigo murmullos en la sala. Nadie atiende al párroco. Al parecer, el padre de Carlos iba borracho, se estrelló contra un árbol y los pájaros que anidaban en él, murieron calcinados.
_ Pobrecitos, eran demasiado pequeños para saber volar – las viejas murmullan.
Mi madre toma la comunión, reza, se confiesa. Me mira desafiante desde la primera fila. Me arrodillo y levanto la vista hacia Jesús en la cruz. Yo me acuesto con una chica que se va a casar, robo bolis en la oficina, odio a los animales, me gustan los borrachos, ni siquiera me importa que el padre de Carlos haya muerto, en cierto modo siento envidia, pero aquí estoy, confesando mis horrores, que no errores, y al acabar la misa las chicas abrazan a Carlos, eres un valiente, le dicen, él se encoge de hombros y vacila, bien, tranquilas, dice, y es él quien las consuela.
Mi madre se acerca y me besa. Pobre de tu amigo Carlos, dice, y de ti, los jóvenes, ¡ay!, qué perdidos estáis. Yo me quedo un rato en silencio, el cuerpo del padre de mi amigo se mantiene rígido, a mí me tiemblan las rodillas, los vivos sentimos más tristeza que los muertos, aun así es preferible seguir con vida. Mierda, pienso, las cervezas están calentándose en el coche. Salgo corriendo de la iglesia. ¡Eh!, alguien me llama, me giro, otra vez Jesucristo, se ríe, cabrón, me dice, esta cruz debería ser la tuya. Abro la puerta, la vuelvo a cerrar. El vello de punta, los ojos vidriosos. Yo ya arrastro demasiadas cruces, le contesto.

VISITA A LA PSICÓLOGA
Esta debe ser la séptima vez, tal vez la octava, que visito a la Doctora Patricia Cantos. En las sesiones anteriores hemos hablado sobre mi infancia, me ha preguntado por mis padres y amigos, por mis estudios y deseos, y lo único que me ha dicho después de tanta charla ha sido: “Está bien, Martín, nos vemos la semana que viene”.
_ Hoy quiero que cierres los ojos y pienses en el Martín de cuarenta años. Que me hables de él, de cómo sería, a qué dedicará el tiempo. Necesito que me cuentes la vida que te espera, muchacho.
_ Cada vez me quedan menos cosas. Mis amigos tienen trabajo y pelo y me envían tarjetones de bodas a las que no pienso asistir. Bueno, aún de vez en cuando escribo cuentos y los publico. Creo que me acuesto con alguna editora, ahora no lo recuerdo. Pero ya no es lo mismo, la vida es un tren con cientos de vagones y yo prefiero dejarlos pasar. La velocidad siempre me ha producido vértigo.
_ Sigue Martín. Háblame de ese tren. ¿Quién va en él? ¿Por qué no subes? ¿Qué te espera al final del trayecto?
_ En un vagón está mi madre, sola, como siempre, llorando, y luego mi padre, ahí lo veo, besándose con otras. Más atrás observo a Teresa, mírala qué guapa, ahí está, con su vestido de novia. En los vagones centrales hay chicas, reconozco a Elena, una antingua novia, ni siquiera me saluda, creo que todas me odian. Por último veo la vida en la ciudad, hay ofertas de trabajo, mis amigos me animan a subir con ellos, dinero fácil, supongo, pero yo prefiero verles pasar, sentado en el andén, hasta que el humo del tren me ciega y mira, me he quedado solo en la estación.
_ Todavía no me has contestado, Martín. De haber cogido ese tren ¿qué te esperaría al final del trayecto?
_ Lo que a todos.
Le pago a la psicóloga y me marcho. Cojo un taxi. ¿A dónde le llevo, amigo?, dice el taxista. A mi casa, le contesto. Tendrá que darme una dirección, pues. Yo le voy guiando. Y luego, ya hemos llegado. Tome el dinero y muchas gracias. ¿Seguro que es aquí su casa?, me pregunta. Se lo prometo, le digo. Y me siento en un banco y observo los trenes partir. Agito la mano en el aire y me despido de los pasajeros. Yo no les conozco, ellos a mí tampoco, pero los que devuelven el saludo siempre son los mejores.
Esta es mi casa, me digo, y desde la megafonía anuncian el último tren con destino a la vida. ¿Subirás?, alguien me pregunta. No, le digo, yo estoy bien en la estación.

LA VIOLACIÓN
Es media noche. Salgo a dar una vuelta por la calle. Me pierdo por un parque y escucho los quejidos de una joven. Me acerco y la veo medio desnuda, con las manos de dos imbéciles toqueteando su cuerpo. Uno se desabrocha la bragueta y apunta. Un grito sordo les deja en evidencia. ¡Os voy a matar!, les digo. Me abalanzo sobre uno de ellos y la joven aprovecha para escapar. En esas los chicos se levantan y vienen a por mí. Yo empiezo a correr en contradirección a la chica. Ellos me persiguen. Y así me paso el resto del tiempo, corriendo hacia ninguna parte, sin ser capaz de detener a otros animales que cometen delitos sexuales, el otoño a la espalda y los malhechores no me atrapan. Sé que jamás lo harán, que llevo demasiado tiempo huyendo, y que yo no soy como los demás, que si Teresa quiere ser feliz en su mundo de mentiras yo prefiero ser un desdichado en mi mundo de verdades, y que ojalá le hubiera dicho lo que sentía, pero es que no sentía nada, y que hasta aquí hemos llegado, que ya es hora de plantar cara a todo lo que me amarga, así que me voy a girar, que me maten si quieren, ¿desde cuándo estamos todos tan enfermos?, y eso es lo que hago, me giro, y cuidado que vienen, pero al darme la vuelta, al detenerme en seco, ya no hay nadie detrás, estoy solo en la noche, las estrellas me delatan con su luz.
Hacía rato que no me seguían. Esos gilipollas se habían escondido. Siempre lo hacen. Tan valientes que se creen, a veces. ¿De quién huías entonces, Martín? ¿Y por qué aún sientes ganas de echar a correr? Me siento en la acera y suspiro. De pequeño quería ser un superhéroe, por eso estudié medicina, para salvarle la vida a la gente. Y ahora estoy aquí, sin ser capaz de salvarme a mí mismo.
Así que no sigas corriendo, Martín. Nadie puede huir de sí mismo.