lunes, 4 de enero de 2016

ROSITA Y EL VUELO DE LAS GAVIOTAS ESPECIALES





Cuando acaba el verano las playas se vacían por completo. Las primeras tormentas de septiembre se dejan entrever y el mar empieza a revolverse con maldad. Ya ni siquiera hay pescadores en el puerto, ni coches en las calles, ni ambiente por las noches. Quedan apenas las familias que dan vida al pueblo durante el invierno, los viejos dando tumbos de bar en bar mientras observan volar a las gaviotas y los pocos niños que hay juegan y corren detrás de un balón. Todos menos Mario, que no le gusta el fútbol y ha vuelto a sentarse como cada tarde junto a las rocas a pintar en su cuaderno el paisaje que le asola.

_ ¿Así que otra vez por aquí, eh, chico?

Es Alfredo. El que fuera el mejor amigo del abuelo de Mario baja las escaleras del bar, cruza la pasarela y se sienta en las rocas junto al joven. Como es costumbre, lleva consigo una copa de coñac y fuma un buen puro cubano. Observa desde su posición el rápido curso de las nubes y antes de tomar la palabra vuelve a dar una calada.

_ Será mejor que hoy no te demores mucho dibujando, chico. Ten por seguro que en un par de horas caerá una buena.

_ Oye Alfredo, ¿por qué las gaviotas siempre vuelan en círculos?

_ No siempre, hijo. Las gaviotas no son tan distintas a nosotros como piensas. Es normal que giren alrededor de algo que acechan, quién sabe si se trata de un banco de peces o un barco pesquero. No se trata de volar, Mario, ellas tienden a planear y dejarse llevar. Si te fijas ahora solo intentan escapar, son conscientes de que se aproxima una tormenta. ¿Quién sería tan estúpido de correr en círculos sabiendo que se va a mojar?

_ ¿Quién sería tan estúpido para no querer mojarse?

Mario piensa y no piensa en Rosita. Eso significa que piensa en ella aunque lo niegue. A septiembre le pasa lo mismo que a él. Septiembre piensa que ya no es verano aunque lo siga siendo, y por eso yace triste y nublado. Por otra parte es el mes del cumpleaños de Rosita y consecuentemente es inevitable acordarse de ella.

_ ¿Ya has pensado el regalo que le harás este año, chico? _ pregunta Alfredo dejando a un lado su copa.

_ No sé si debería. ¿Sabes? Rosita se enamoró este verano de un chico de Madrid. Y debieron de dormir juntos en más de una ocasión porque yo había noches en las que no podía pegar ojo. Es por esa razón, estoy seguro. Ahora Rosita pasa las tardes enganchada a sus recuerdos.

Aunque la diferencia de edad entre Alfredo y Mario es muy significativa, el chico encuentra en el viejo al único amigo que necesita. Este ve en el joven un espejo de su propia infancia, incluso Rosita sería su amada Manuela, de la que enviudó hace 15 años, casualmente la edad que tiene Mario ahora mismo.

_ Pero no sé, todavía faltan diez días para que ella cumpla los 16. He pensado el regalo y no he pensado el regalo.

Llueve. Llueve tanto que Mario recoge su lienzo y los pinceles lo más rápido posible y se cobija en el porche del bar junto al viejo Alfredo. Su padre debe de ser alguno de los hombres que se ven en los pesqueros allá a lo lejos. Pero al chico no le gusta el trabajo en el mar, solo le gusta contemplarlo y plasmarlo sobre su cuaderno.

_Vamos, chico -dice Alfredo. – Tengo la furgoneta al principio de las rocas. Venga, te llevaré a casa.

Mario conoce a Rosita prácticamente desde que tiene memoria. Él piensa que ya nació queriéndola, pero Alfredo siempre le recuerda que todavía es demasiado pequeño para conocer el amor.

_ Chico, a ti lo que te pasa es que vives en un estado de enamoramiento permanente.

Aunque el joven no entienda muy bien esa explicación, la da por válida y se pregunta si Rosita también vivirá en ese estado. Quizás ella sea tan tímida como él y lleve años ocultando que se muere por besarle. Será eso, la timidez. Y con ese pensamiento el joven muchacho se va quedando dormido poco a poco hasta que la luz del alba le da la bienvenida al nuevo día.


Otra vez Mario ha vuelto a pasar la tarde dibujando junto a las rocas. En esta ocasión sí que divisa a Rosita a lo lejos jugando a la pelota con sus compañeros. Mario se alegra y no se alegra por verla. Está contento porque la chica a la que ama ya no se encierra en su cuarto a llorar por el chico madrileño, pero se siente triste al verla tan distante a él.

_ Deja de mirar al otro lado de la pasarela y céntrate en tus pinturas, muchacho.

Cazado. Mario estaba tan absorto mirando a Rosita correr detrás de la pelota que no se ha dado cuenta de que Alfredo venía a saludarle por la pasarela contigua. De nuevo el viejo porta consigo una copa de coñac y uno de sus puros kilométricos. Da un trago a su bebida, tose y dice con la voz tomada:

_ Chico, tendrías que ir con ellos y darle patadas tú también a ese maldito balón.

_ No me gusta el fútbol. ¿Qué gracia tiene pegarle patadas a un balón hasta que alguien mete gol o se cae de cabeza contra la arena?

_ Tienes que aprender, hijo, que la diversión no está en lo que hagas, sino en con quién lo hagas. Y allí está, no le quitas el ojo de encima. Además, no te preocupes, a ella no parece que se le de muy bien. No para de dar vueltas en busca del balón.

Al final Mario atiende a razones y se acerca a los otros jóvenes que ya le reciben con los brazos abiertos. El chico intenta pegarle patadas a la pelota pero cada vez que esta se le aproxima cierra los ojos como acto reflejo. Si hay alguien más torpe que él esa es Rosita, que entre sus cortas piernas y su ataque de risa no atina a golpear casi nunca. A Mario le agrada tanto verla sonreír que la mira estupefacto y no reacciona cuando una pelota despejada va a pararle a la cabeza. El chico se desvanece sobre la arena y todos se acercan a él para preocuparse por su estado.

_ Oye, ¿te has hecho daño? ¿Estás bien? - le pregunta Rosita.

Mario está bien y no está bien. Está bien porque ha sido Rosita quien le ha preguntado y no está bien porque le duele mucho la cabeza. Cuando se levanta, es justamente ella quien se le ofrece para acompañarle a beber algo de agua, así que los dos caminan acompasados y se sientan junto a la fuente de la arena.

_ Por cierto, Mario. Ya sabes que el próximo viernes es mi cumpleaños. Hago una fiesta en casa con todos los chicos. Cuento contigo, ¿verdad?

_ Sí... verás... No sé si este año podré ir. Supongo que mi padre querrá que le ayude con el barco. No está siendo un buen año, ¿sabes?

_ Venga, Mario, tu padre sabe de sobra que odias navegar. ¡Te espero el viernes a las diez sin falta!

Y ambos vuelven corriendo con los otros chicos y siguen jugando hasta que el sol se esconde totalmente detrás de las montañas.

Mario pasa los próximos diez días pensando en el regalo que le hará a Rosita. Consulta con Alfredo y los dos están de acuerdo en que tiene que tratarse de algo muy especial. El viejo se sienta junto al chico en la terraza del bar del pueblo y le invita a merendar. Él continúa fiel a su coñac y a su buena amiga la nicotina. Hace años que el médico le prohibió fumar pero Alfredo no tiene ningún reparo en continuar haciéndolo. Su única preocupación es que el humo de su puro salga disparado lo suficientemente lejos de los pulmones del chico.

Alrededor de la extraña pareja vuelan inquietas decenas de gaviotas sin rumbo fijo. Mario observa revolotear sus alas de un modo tan peculiar que no duda en preguntarle a Alfredo sobre el significado de esos movimientos:

_ Solo se están divirtiendo, amigo mío. El continuo graznido de una gaviota no es más que un síntoma de la libertad que sienten. Ahora mismo parece que estén pasando un buen rato, ¿no crees, chico?

_ Vaya, nunca me había dado cuenta. Y, dime, Afredo, ¿tú crees que alguna de ellas vivirá en estado de enamoramiento?

El viejo se ríe tanto con la pregunta del crío que empieza a toser sin parar. Luego da un trago a su copa y contesta:

_ Quién sabe, hijo. Es posible. Por ejemplo, ¿ves aquellas dos? - dice señalando un par de gaviotas. _ Esas quizás vivan en ese estado. Fíjate, parece que se han separado de las demás para volar juntas. Un día te lo dije, muchacho, las gaviotas no son tan diferentes a nosotros.

Esa misma noche, Mario se duerme y no se duerme con facilidad. Concilia el sueño enseguida porque ya ha pensado qué regalarle a Rosita y se mantiene insomne de la emoción de su regalo.

Pasadas unas horas de la fiesta de cumpleaños de Rosita, Mario la coge de la mano y la guía hasta el garaje. Una vez allí, saca una bolsa del maletero de la madre de ella y le entrega una bolsa con un regalo dentro.

_ ¿Y esto? - pregunta la chica, sorprendida.

_ Felices dieciséis, Rosita.

_ Pero Mario, no tenías que haberte molestado. A ver, ¿qué será?

La chica desenvuelve el regalo con impaciencia y se encuentra con un cuadro dibujado a mano.

_ Dios mío, Mario. ¡Es precioso!

Durante los últimos diez días de septiembre, Mario ha estado en las rocas observando, como cada tarde, el paisaje que le asola. En el cuadro aparece una bandada de gaviotas que revolotea sus alas impacientemente intentando huir de la lluvia que moja la playa desierta que se ve a lo lejos. Parece como si las aves volaran buscando salirse del cuadro. Todas menos dos, que situadas en el centro, no paran de moverse en círculos disfrutando de la compañía y completamente ajenas a la tormenta.

_ ¿Por qué estas dos de aquí no vuelan junto a la demás? - pregunta Rosita.

_ Porque a esas les da igual mojarse. Ellas son especiales. Solo tratan de pasarlo lo mejor posible.

_ Hacen bien. ¿Quién sería tan estúpido para no querer mojarse?

Rosita sonríe y le da un beso en la mejilla.

_ Gracias por el cuadro, Mario. Es el regalo más bonito que me han hecho jamás.- Y la alegría del joven muchacho aflora hasta en sus mejillas, que se enrojecen.

La tarde pasa entre canciones del verano. Todos los chicos bailan y ríen y por fin Mario se siente completamente bien y no duda ni por un momento de que su estado de enamoramiento es lo más maravilloso del universo.

Al acabar la fiesta, los padres de los jóvenes los recogen y marchan todos de regreso a sus casas. Mario se sube a la vieja y descuidada furgoneta de su padre y lo observa serio y cansado. Ni siquiera le pregunta qué tal se lo ha pasado, y el pobre muchacho se siente fuera de lugar. Es entonces cuando se da cuenta de que su padre ha tomado el desvío equivocado hacia su casa y que se dirigen a las afueras de la pequeña ciudad.

_ Papá _ pregunta el chaval preocupado. -¿A dónde estamos yendo?

_ Al tanatorio, Mario. Verás...

_ ¿Qué? ¿Qué ha pasado, papá?

_ Lo siento, cariño, Alfredo nos ha dejado esta misma tarde.


Septiembre llega hasta la orilla y se deja morir sobre granos de arena. La última tarde del mes es la de un domingo frío cerca de las rocas. Mario y Rosita se sientan en las dunas y, sin apenas hablar, juegan a pasarse una pelota. Llevan ya horas sin moverse. A lo lejos se divisan los pesqueros más valientes que han salido a navegar. Las gaviotas vuelan descontroladas y buscan cobijarse en cualquier sitio. Todo apunta a que esta tarde lloverá. Hasta el bar del puerto ha bajado su persiana porque hoy nadie andaba para mucha fiesta.

_ Va a llover – dice Rosita.

_ Ojalá. - contesta Mario.


Mientras tanto una ligera brisa marina amenaza con desolar este paisaje plagado de gaviotas.




MARIO MIRET