domingo, 19 de abril de 2015

A LA MEMORIA DE MI MADRE

A LA MEMORIA DE MI MADRE


Si vienes y me preguntas te contestaré que no.
Que no sé lo que es el amor, ni la amistad,
ni tengo constancia de qué es el término familia.
Si muestro pasividad ante estos temas no me trates como a un monstruo,
no trates de correr, no te alejes de mí.
Vendrás y me darás un beso, de eso estoy seguro, tratarás de comprenderme y
me albergarás entre tu pecho.
Me pondré triste, solo durante unos segundos,
luego cantarás una canción que resonará en mis oídos y
me quedaré dormido,
como el niño que fui, como el niño que todavía soy.

Y empezaré a imaginarte en sueños preguntándome:

¿Hacia dónde se viaja cuando no se va a ninguna parte?
¿Hacia dónde zarpa la nave de la invisibilidad cuando trato de encontrarte?
¿A dónde van a morir las olas si ya no eres tú quien las mira?
¿Hacia dónde se fugó la risa que consiguió enamorarme?

Hacia la noche oscura, hacia el más íntimo silencio,
hacia la eterna inmortalidad de tus bromas y andares,
hacia el sollozo de un padre que a escondidas te habla entre señales.
Dime, ¿hacia dónde hay que guiarse en tu viaje?

Con un cuaderno de notas y una mochila al hombro
me va a tocar librarme de tu olvido
y volver a recordarte bajo puntos fatídicos.
En la bitácora, las frases para labrarme un buen camino,
dentro de mi bolsa las instrucciones para continuar vivo.

¿Hacia dónde vuelan las gaviotas si ya no eres tú quien las cuida?
¿Dónde aparecerás la noche que vengas de visita?
¿Hacia dónde navegan los veleros si ya no eres tú quien los pinta?
¿Hacia dónde echaron a correr las fuerzas con las que aguantaste?
¿Hacia dónde los ríos y ciudades?
¿Los árboles, los animales?
¿Dónde ha quedado el otoño ahora que ni siquiera existe un Dios
en quien creer por encima de todo?


Dime dónde conseguir los credenciales para aprender a vivir de nuevo
para no sentirme mal cuando todo va bien,
cuando empiezo a reír hasta el punto de llorar sin motivo alguno.
Noto el polvo en el aire, también el fino manto de la prosa
absorbiendo a los que por ti lloran desconsolados,
abrazándose los unos a los otros,
hechos ceniza por culpa de la pena.

Dime por dónde vuelan ahora las gaviotas
dónde cantan los gallos al amanecer.
Dime, dime ahora donde habita el olvido
para disparar contra las ventanas de la desesperación
y fraguar un plan maquiavélico para volar hasta las nubes
resquebrajándome el alma y rescatar el último recuerdo
de un segundo en tu memoria.

Si vienes y me preguntas te contestaré que no.
Que no sé que es el amor, ni la amistad,
ni tengo constancia de qué es el término familia.
Si te sigue interesando te diré que vendí mi alma al diablo
por un par de relatos malos, que nunca lloré
porque no sé en qué parte de mi cuerpo escondo el dolor.
Me acercaré y te daré un beso, me engancharé a tus brazos
y seré yo quien meza tu cabeza sobre mi pecho.
Tus ojos serán presos del sueño eterno
y la marcha fúnebre será tu canción de despedida.
Seré tan insignificante como una mota de polvo
y me agarraré fuerte a ti, como el hijo que soy,
como el hijo que siempre fui.









martes, 14 de abril de 2015

NO HABRÁ FLORES EN LA TUMBA DEL PASADO

"En la ventana hay una nota:
el pájaro no vuela
tiene las alas rotas."
Andrés Calamaro

NO HABRÁ FLORES EN LA TUMBA DEL PASADO



“La vida es una cárcel con las puertas abiertas, Verónica escribió en la pared con la tripa revuelta”, y mientras Andrea versionaba a Calamaro en ese concierto que dio en un nuevo pub moderno, yo imaginaba una Andrea pequeñita, muy susceptible a la maldad humana; entonces cuando dejó la guitarra a un lado, me acerqué a ella y le dije:

_ Oye Andrea, has estado excepcional, ven, deja que te invite a un trago.

_ Está bien, Martín. Muchas gracias.

Y tras brindar por la música y por una trayectoria musical que acababa de comenzar, dimos un largo trago al vodka con Seven Up que agarrábamos con tanta ansia.

_ Lo haces muy bien, tienes una voz fantástica. Yo de música no sé nada, pero también pienso que la vida es una cárcel con las puertas abiertas.

Andrea esbozó una ligera sonrisa y descansó sus labios de cantante en mis labios de escritor. Clavó sus uñas en mi nuca y tras levantar la cabeza con sigilo, suspiró dejando morir su aliento suave y fresco en mi nariz.

_ ¿Y tú por qué no vuelas?-me preguntó-¿También tienes las alas rotas?

_ ¿Por qué estás tan segura de que yo tengo alas? – dije antes de pedir dos vodkas más.

_ Porque me juego la voz a que cualquier noche escribirás sobre este momento.

Se acercó la camarera con las copas. Vestía tirantes y minifalda. Si no hubiera estado detrás de una barra jamás pensaría que era camarera.

_ Oiga, ¿y a usted qué le ha parecido el concierto? – le pregunté a la camarera mientras le entregaba un billete de diez.

_ Tiene un estilo genial, es la nueva estrella de la canción. Su música va a sonar en todas las discotecas.

_ ¡Que les jodan a las discotecas! ¡Prefiero que mi música suene en todas las almas! –exclamó Andrea.

Volvimos a brindar. Esta vez por los libros y por una trayectoria literaria que jamás hice realidad.

_ Por tus canciones Andrea, porque casi son tan bonitas como tus ojos.

Y volvimos a fundirnos en el arte de besar antes de abandonar el pub moderno con sus clientes gordos y borrachos. Las luces de la playa iluminaban una noche de verano aterciopelada por la sombra de dos artistas frustrados que se balanceaban de acera en acera rumbo al refugio de la soledad.

_ ¡No va a saber qué hacer cuando  no sople más viento,  no sabe distinguir  el amor de cualquier sentimiento! –comencé a cantar.

_ Haz el favor de bajar la voz, vas a despertar a todo el vecindario.

Pero al vecindario solo le interesaban los realities, sus móviles de alta tecnología y la prensa rosa.

_ Andrea, eres tan delgada, ¿cómo alguien tan pequeña como tú puede hacerme sentir tan grande?

_ El mundo es una gran contradicción, querido. Algunos se matan con las balas y otros se matan con los besos. Así que acércate a estos labios que te piden la muerte más dulce que conocen.

Y empezamos a matarnos hasta el amanecer en el desgastado colchón de un apartahotel cercano a la playa.

Resucitamos en plena madrugada, cuando los jóvenes vejestorios salían de las discotecas como Platón de la caverna y se vomitaban los unos a los otros. Andrea sacó la guitarra de la funda y empezó a afinarla.

_ Dime Martín, dime qué quieres que te cante.

_ "Media Verónica", y vuélveme a enamorar como anoche lo conseguiste.

_ ¿Otra vez esa maldita canción?

_ Me recuerda tanto a ti, sin muchos años pero ya con tanto daño, con poca maldad pero cansada de esperar. Sabes Andrea, ¡NO HABRÁ FLORES EN LA TUMBA DEL PASADO! Por eso quiero que la cantes, para que el presente empiece a florecer.

Aquella mañana desayunamos mermelada de fresa y varias copas de vino tinto. Había sido la primera noche que pasábamos juntos y lejos quedaba ya aquella vez que la vi actuar en un viejo antro de la ciudad, con todos esos viejos chiflados desnudándola con la mirada y ella a mí desnudándome con la voz. Acariciaba su guitarra con la yema de los dedos, desgarrando cada nota con deseo y furia, con valentía y decisión, con ternura y sencillez. Entonces versionó a Calamaro con la única compañía de esas seis cuerdas que la acompañaban. “Media verónica” era el vacío que cubría nuestras entrañas, ese péndulo entre nuestras dos mitades: una desaparecida por haber sucumbido a las garras de la muerte y otra que se tambaleaba entre latigazos y temblores. Andrea y yo, en el cobijo de una caverna particular, como Platón y los jóvenes vejestorios, viviendo a medias como Verónica, con el cántaro roto en mil pedazos y la fuente seca, encerrada en esa libertad claustrofóbica que también Andrea sentía al cantar. Una cárcel con las puertas abiertas, y allá afuera, donde yacía la maldita libertad, la posibilidad  de ser felices en la sinrazón de un mundo condenado a la derrota.

_ Mira, mira a todos esos inhumanos que, acostumbrados a tanta oscuridad, frotan fuerte sus ojos tras ver de nuevo el sol -dijo Andrea desde la terraza señalando a los jóvenes que salían a esas horas de las discotecas.

_ ¡Cristo, sí! Míralos Andrea, míralos. Fíjate en cómo sus ojos arden tras salir de la caverna. ¡Pobres diablos, pobres criaturas!

Andrea echó hacia atrás el pelo rizado que le cubría la cara, retomó de nuevo la guitarra y compuso una maravillosa melodía. Se fusionó entonces el sabor del vino con la elegancia de su canción. Alcé mi copa y le dije de brindar una vez más.

_ ¿Y ahora por qué quieres brindar? –me preguntó.

_ Por ti y por mí. Porque antes de conocernos nos faltaba una mitad y la acabamos encontrando en la mitad del otro. Brindo por ello y por ese beso que me estoy ganando.

Y de nuevo comenzamos a matarnos. Esta vez en el sofá que, lejos de estar gastado, acabamos empapando de puntual felicidad.

La mañana continuaba allá afuera, a escasos metros de aquella pensión de mala muerte. La mañana con los amigos y familias, con los amantes y parejas, con los modernos y sus camisas a cuadros, disfrutando de un domingo tan radiante como el pelo de esa chica que tenía  en ese momento entre las piernas. Tan radiante tu pelo entre mis piernas, Andrea.

Tras ser vencido por el clímax, levanté la cabeza y me asomé al ventanal. Desde allí podía observar la Plaza de las Luces y a innumerables músicos que cantaban con una fuerza tan intensa que para nada importaba la indiferencia de la gente que pasaba por delante. Vi que un niño se acercaba a un guitarrista ciego que tocaba el “Stand by me” y echó tres caramelos en la funda de su guitarra. Jamás he visto una limosna tan dulce, pensé.

Stand by me, nena, o lo que es lo mismo, quédate conmigo, es lo que pensaba mientras Andrea se ajustaba bien la falda. Pero ella quiso vivir una vida diferente cada día y, por eso, cuando se fue de mi lado, comencé a sentarme cada tarde delante del pobre ciego que con tantas ansias cantaba esa canción, allí, cerca de la playa, en el Parque de las Luces, mientras desde el Paseo Marítimo se acercaban veloces los electrónicos con sus músicas pinchadas. El futuro nos ahoga, querido viejo, se empeñan todos en matarnos con sus balas. Será mejor rezar, amigo. Pero Dios simplemente se encogió de hombros. No nos importó. Abrimos una nueva garrafa de vino y le dije de brindar. Luego le enseñé esa canción de las mitades que un día me enamoró. Los electrónicos nos ganaban la batalla y las cuerdas de un viejo guitarrista no duran para siempre. Te lo dije Andrea, no habrá flores en la tumba del pasado. 

Y volví a brindar por ella.