miércoles, 18 de abril de 2012

LYDIA


Lydia


Llamaron a la puerta del despacho, piso 8 puerta 16, me subí pantalón y calzoncillo y, caminando hacia la entrada, pregunté quién era:

- Martín, soy Lydia. Haz el favor de abrirme, anda.
- ¿Lydia? No conozco a ninguna Lydia. ¡Lárgate!
- Vamos Martín, abre. No me encuentro bien.

Le abrí la puerta sin mostrar preocupación alguna por ella. Me encontré con una Lydia escuálida de hombros caídos.

- Vamos Martín. No puedes tratarme así, después de todo lo que hemos vivido juntos.
- Cinco jodidos años. Basura y más basura. ¿Qué coño vienes buscando ahora?
- Tú ya lo sabes, nene. Ya sabes lo que necesito.
- ¿Qué ha sido del tío aquel con el que te fugaste?
- ¿Reno? Joder Martín, eso es agua pasada. El tío está sin blanca y tiene miles de asuntos pendientes con la pasma. No le necesito, pero a ti sí.
- Martín, yo te quiero.
- Vamos nene, dame eso que necesito.

El cuerpo de Lydia se apoyaba tambaleante sobre la estantería del despacho. Me acerqué al minibar y serví dos Macallan con hielo.

- Joder Martín, te has vuelto un puto sibarita. 
 - Cierra el pico, bebe un trago y métete esta mierda.

Saqué lo que ella necesitaba de la trampilla de debajo de la alfombra.
 
- ¿No me acompañas con otro chute, Martín?
- No quiero ni ver eso.

Luces de colores. Rojo, azul, amarillo. Destello. Gris, blanco, negro. Pupilas parpadean. Noche, día. Sudor frío, calor vaginal, vientos fúnebres. Destello. Gris, azul, blanco. Transparencia. 

- Gracias Martín, de verdad. No tengo dinero para darte, pero puedo hacerte tan feliz como tú me acabas de hacer a mí.

Se acercó a mis labios y los mordió. Metió su mano por debajo de mi húmedo pantalón.

- ¡Aparta tu cuerpo de yonki del mío, vieja arpía!

Caminó zigzagueando hasta el ventanal abierto. Respiró profundamente y me miró:

- No hay ni un maldito coche circulando por las calles, querido. Ven, acércate y míralo. Deben de estar todos en sus casas metiéndose tristes picos entre vena y vena. Joder Martín, eres el único que me comprende. Yo también te quiero, lo sabes. Pero ahora, cuando salte por la ventana y veas mi cuerpo desfigurado en el suelo, quiero que te sientes en el colchón y duermas tranquilo… ¡Bendita paz la que me espera!

Tras acabar de hablar, saltó al vacío. Al acercarme a la ventana contemplé, al contrario de como me había dicho ella, una calle abarrotada de coches que envestían, sin inmutarse, el cuerpo muerto de Lydia. Eran las nueve de la tarde y el mundo entero llegaba tarde a casa.

Aquella noche soñé con Reno, aquel desgraciado que deambulaba por cada esquina con su chaqueta negra y su pantalón Adidas. Al despertar, me pregunté si el cuerpo de Lydia seguiría todavía en la calle. Entonces encendí el televisor, los Celtics perdían de dos contra los Knicks.

lunes, 16 de abril de 2012

Cuentos antes de dormir (I)


EL SEMÁFORO DE YONGE STREET



Una vez salí a dar una vuelta sin rumbo fijo, desquiciado por los sentimientos que acechaban mi cabeza de bohemio idealista y atormentado por el rechazo de todo aquel que pensaba de mí que yo era simplemente uno de los rehenes del autismo. Una vez salí a dar una vuelta y aparecí ante un semáforo en pleno centro de Toronto, amontonado entre la gente que se acumulaba lo más cerca de la calzada, pero sin rebasarla. La inquietud de las personas acabó por contagiárseme, e impacientes empujábamos a los de delante, como si esa acción llevara al hombrecillo rojo del semáforo a desaparecer más deprisa.

Maldije la lluvia que, volviéndome pasivo, empañaba los cristales de mis pupilas y sentí un frío aterrador penetrando con violencia por mi nuca. El viento soplaba amenazante, un viento de esos que te acompaña durante el exilio emocional y te devora. Se trataba de  unos vientos procedentes del norte, uno de esos que había estado arrasando la costa pacífica de Alaska y amenazaba con plantar cara durante todo el invierno a las calles canadienses. Supongo que debido a aquellas dichosas condiciones meteorológicas, los nervios de todos aquellos que desesperábamos por la presencia del hombrecillo rojo, allí, en la calle Yonge Street, parecían cafeína diluida en estado puro.

Yo creo que, solo por hacernos enfurecer a todos, ese hombrecillo del semáforo que nos prohibía el paso estuvo más tiempo de lo normal, ganándose la fama de importante y haciendo vivir a sus siervos en la más profunda impotencia. Hasta que por fin apareció el hombrecillo verde para darnos paso de una acera a otra al menos durante quince segundos escasos. Fue entonces cuando todos, desquiciados, caminamos a contrarreloj hasta la otra acera, sin importarnos para nada el tropezarnos con los que venían de frente. Y si alguno caía, era poco probable que sobreviviera. Recuerdo que yo le planté cara a aquel semáforo de tal manera que al cruzar aún me sobraron nueve segundos.

Eché la vista atrás y comprendí que ojalá hubiera contado siempre con esos nueve segundos demás para hablar, nueve segundos más para besar a todas aquellas chicas que habían formado parte de mi alma, nueve segundos más para despedirme de Patricia aquella última noche en la clínica de Madrid. Nueve segundos más que fueran capaces de hacer reflexionar a los mismos opresores culpables de que nuestras vidas fueran tan solo cárceles con las puertas abiertas. Pero la puerta siempre había estado abierta, y desde que fuimos conscientes de la facilidad para salir por ella, no volvimos a entrar.

Cuando el hombrecillo verde volvió de nuevo a intercambiarse por el rojo, aquella calle torontoniana llamada Yonge Street y conocida por ser la calle más larga del mundo, volvió a ser sinónimo de hecatombe.  De nuevo, más gente se apresuraba por poder ser la primera en acercarse al bordillo de la calzada, mientras que los que se habían quedado entre ambas aceras  por falta de tiempo, luchaban por esquivar a los “Velociraptors” (o así llamaba yo a los coches que no entendían de frenos) los cuales evitaban la llegada a terreno franco de aquellos que solo defendían su derecho a ser libres. Pero la libertad, por aquellos tiempos, se había vuelto escasa y relativa.

Yo, ya a salvo como he comentado antes, observaba la nueva situación camino de Eglinton Park, dispuesto a echar unos tiros con el nuevo bate de Roberto. El sol comenzó a brillar tanto que iluminaba hasta las almas más oscuras. Fui consciente entonces de la suerte de haber llegado a donde estaba, de haber llegado a ver el sol. Fui consciente de la suerte que había tenido siempre, como cuando tiraba las judías a la basura y al día siguiente me daban hamburguesa. Al menos Roberto me había hecho olvidar a Patricia, pese a que llevaban siempre la misma bata blanca, aquella maldita bata blanca que siempre me atormentaba.

Quizás dejaba aquella calle pasada para siempre, Yonge Street hacia el norte desde Montgomery Avenue. Allí a lo lejos seguían estando los indefensos en medio de la calzada, y otros paralizados por el hombrecillo rojo, esclavizados en una acera que se les quedaba pequeña, dominados por la desesperación, esperando al hombrecillo verde como quien espera a la vida en cualquier clínica olvidada. Mientras, allí en Eglinton Park, Roberto bateó tan alto que la pelota se perdió entre la inmensidad del cielo, al menos,  durante nueve segundos escasos.

miércoles, 11 de abril de 2012

Efemérides efemérides

Oh amigo, oh hermano


Oh amigo. Oh hermano. Qué lindos tus ojos
y qué linda tu tristeza
Qué lindo este día que iluminas
cuando me saludas o te escabulles de la mayoría.
Qué lindos, amigo, son tus días, y mis días si son también los tuyos.
Oh hermano, qué alegría si estás vivo por las noches
y me escribes desde lejos, más allá del norte.
Qué buena, compañero, es tu casa
pues es hogar lindo como tus ojos tristes en los días vivos.
Qué alegre tu sonrisa que contamina
los recuerdos del futuro, ¡qué lindos son!
cómo alegran si es futuro fabricando enormes minorías.

Oh amigo, eres hermano que perdonas
y no debes,
pero ¡oh qué digo!
si el mundo es para ciegos y tú no ves los nubarrones.
Oh amigo, oh drugo insaciable,
que de mis labios no oirás nada
mas escribirte estos versos de madrugada
donde más vives tus noches, yo compongo
con pensamiento en ojos tristes
un lindo cancionero para tus días no tan vivos.

Qué lindo es el abril, qué alegres sus días
y si no te digo nada
en el eterno silencio sobran las palabras
donde escribo en tinta azul,
como tu sangre real, republicana a santa escala.
Y si el perdón de Dios no te es concedido,
¡oh amigo, oh hermano querido!,
yo prometo ser aquel
que te absuelva del pecado mortal
que supone ser amigo mío.

Oh hermano señor, caminante de ilusión,
oh corazón donde los haya,
amigo de las noches, ojos tristes,
qué alegría tu mirada los fines de semana.
Oh amigo, oh hermano, todo pasa y solo quedan
poemas gratuitos que cargamos en la espalda.
Oh amigo jura que si llega el día,
Dios no quiera,
se pierda  nuestra esencia,
mas sea magia y todos crean
que con la muerte,
tal vez, hayamos hecho historia.

domingo, 8 de abril de 2012

TESTIMONIOS DE UN AMOR SIN CONCLUSIÓN (V)


Sube la temperatura



Sube la temperatura. Tengo las retinas a punto del estallido final. Dicen que me río tanto que gano simpatía. Dicen tantas cosas que no saben dónde guardo el alma, y que se me desgarra por cada paso en falso que doy. 

Sube la temperatura. Tengo los labios inertes por el frío. Dicen que me alimento tan poco que pierdo presencia. Dicen tantas cosas que no saben que tengo comprimido el vientre, y que guardo una mariposa muerta dentro.

Sube la temperatura. Tengo las manos mutiladas de dolor. Dicen que vivo tan feliz que causo sonrisas envidiables. Dicen tantas cosas que no saben que tiemblo en la oscuridad, que me han cosido a  latigazos  el corazón y todavía sigue latiendo.

Sube la temperatura. Tengo los oídos sordos para todo aquél que me acribilla. Dicen que no me muerda las uñas, que no queda bien. Dicen tantas cosas que no saben que me han mutilado con palabras, han quebrantado mi tráquea y sea quien sea quien me ha volado los sesos, se ha llevado mis recuerdos.

Sube la temperatura. Dicen que soy alegre, pero no saben que los corazones tiemblan, que las palabras duelen, que los hechos matan. No saben que pierdo la inocencia cada noche, no saben que he llorado ante el espejo, no saben que estoy enamorado. No saben nada.

 No saben que te quiero, que tú no y que no me importa. No saben de nuestra historia y ahora nos la están robando. No saben que estoy enfermo, no saben que hoy es tu cumpleaños. No saben que estamos vivos. No saben que el sexo no es tabú, pero tampoco vicio. No saben que estoy colgado, que me gustan pequeñas y matonas, que pasen desapercibidas para todos y solo mis ojos las perciban. 

Nadie sabe nada, y aquí no deja de subir la temperatura. Estoy ardiendo, pero voy tirando.


lunes, 2 de abril de 2012

El espejo ajeno (XI)


El poder de la silla de un muerto
 Tumbarse, de "tumba"


Los tres lo sabemos, pero ninguno se atreve a pronunciarlo. Y ahí estamos, sentados cada uno en su silla observando la que ha quedado vacía. “Pero, ¿qué os pasa?” me pregunto yo. “¿Por qué no tienen el valor de hablar?”

Pasan las horas, suenan las tres en el salón. Entre campanada y campanada cae el primer trueno sobre la mesa, el mar entra en rebeldía y la calefacción ha dejado de funcionar. Estoy empezando a sentir frío.

Instantes después me levanto para abrir la puerta, oí que llamaban. Son “Los diminutos”, a los que acompañamos a la habitación del fondo, donde reside el cadáver. ¿Qué está pasando aquí? Empiezan todos a llorar desconsolados, abrazándose los unos a los otros, hechos ceniza por culpa de la pena. Al momento todo se evapora, se disuelven por la humedad que producimos, se apaga la imagen pero se escuchan las desesperadas voces de los demás.

Volvemos los tres a las sillas. Seguimos contemplando la que ha quedado vacía, clavando la mirada en ella como si se tratara de un imán que nos atrapa sin dejarnos parpadear. De nuevo empieza a tronar sin parar. La puerta vuelve a sonar. Más “diminutos” entran rápido, corriendo hacia la habitación del fondo. A todos les da por temblar, sobre todo a una viejecita que sin pensarlo va directo a abrazarme. “Al menos hay alguien más arrugado que yo”, pienso para distraerme.  Pero la viejecita se derrite entre mis brazos, y cada persona que toco se deshace como rocas de arena.

El silencio vuelve a reinar en nuestras mentes. Pero la angustia que controla mis entrañas me devuelve a la habitación del fondo. Harto de tanta gente, consigo desaparecer de allí sin dar explicación, expulsando un aroma débil y decaído, pero con la mirada firme y un escudo de hierro que voy arrastrando por el suelo. ¡Puta mierda de escudo protector!

En la cocina me proponen tomar una pastilla para calmar el dolor. “Si no me la metes por el culo no me va a hacer efecto”, contesto con tono infantil. Pero la cojo rápido, no vayan a pensarse que hablaba en serio. Entonces mis ojos empiezan a parpadear intermitentemente y las imágenes de la desgracia se plasman en la pared: lugares muertos, un horno gigante de pizzas, las cenizas de un cigarro, la fría piel del cadáver, aquella viejecita apoyada frente a la pared mirando a través de un cristal, y al otro lado del cristal alguien que nunca más la mirará.

El reloj sigue volando, vuelvo en mí, y, sin saber por qué, las dos personas que me acompañan  sentadas en las sillas se levantan al unísono y, cada una por un lado, vienen a abrazarme. Yo, sin embargo, sigo observando esa silla que ha quedado vacía. “No tenían bastante con no hablar que ahora les da por abrazarme”. Pero de repente lo entiendo todo. Un último trueno acaba por demoler toda resistencia que yo oponía, llevando mi escudo protector a la máxima ruina, y transformando el recuerdo de la muerte en la inundación de todos mis pensamientos. “Deja ya de recordar aquello, ¿quieres?", me aconseja una de las personas. “No soy yo, lo juro, es esa silla, esa maldita silla”, contesto produciendo un enorme riachuelo por mi rostro.

“La fortaleza convertida en debilidad, la frialdad hecha trizas, la enfermedad de mis sentidos, la crueldad de la justicia. El final del baile. La muerte de una vida, la muerte de mi vida”. Pero solo yo escucho esas palabras, porque soy el único capaz de hablar con los muertos.