domingo, 9 de diciembre de 2012

Síndrome


Síndrome Stendhal
También es conocido como la "enfermedad de la belleza" y la mejor definición sería una sensibilidad suprema y un aumento de la emoción.
Es una molestia psicosomática que conlleva un aumento del ritmo cardiaco, vértigo e incluso posibles alucinaciones en el momento que una persona está expuesta a una sobredosis de belleza artística, pinturas y obras maestras de arte.

SÍNDROME



Bien, entonces el Barón Munchausen le ordenó traer a la criada otra botella de chivas de la despensa y Carla Stendhal, que así era cómo se llamaba ella, recorrió de un lado a otro el palacete, cogió el whisky y, tras atravesar la cocina y uno de los comedores principales, volvió al salón, abrió la botella y le sirvió una copa al Barón.

 -Está bien, puede retirarse – sugirió el señor Munchausen.

-Como usted mande, señor –y fue directa a la cocina, donde se sentó junto al mayordomo.

El Barón Munchausen primero olisqueó, luego removió y a continuación separó la copa de su lado y bebió directamente de la botella. Y, por qué no, el Barón decidió acompañar el buen rato que pasaba con alguno de sus vinilos favoritos.

-¡Koro, Korito, amigo mío, venga aquí, corra!

Apareció lo más rápido posible el mayordomo en el salón, exhausto y preocupado.

-¿Le sucede algo al señor? –preguntó Koro.

-Claro que sucede algo. ¿Ve el tercer estante a la derecha del reproductor de música? Pues diríjase hacia él, y entre el machete, las jeringuillas y los libros de Poe, encontrará el disco que quiero escuchar.

Koro obedeció las órdenes del Barón y, tras pinchar la aguja del reproductor en el vinilo, se inquietó al oír la música.

-Señor, ¿seguro que era esta la música que deseaba escuchar?

-¿A qué se debe esa pregunta, Korito? No soy hombre de dudas, amigo.

-Ya señor, solo me sorprendió que quisiera realmente escuchar a Mozart, quiero decir...El Lacrimosa de Mozart – titubeó el mayordomo.

-¿Tiene usted algún problema con el Oh Gran Wolfang?

-No, oh Dios para nada, pero parece música compuesta para difuntos, señor.

-Amable y leal mayordomo, ¿sabe por qué quise llamarle con el nombre de “Koro”? Porque es una enfermedad mental, un síndrome psicológico donde el enfermo cree que su pene se va reduciendo progresivamente hasta introducirse en el abdomen y causar la muerte. ¿Sabía usted eso?

-Lo sé señor, nunca pierde la oportunidad de recordármelo.

-¡Oh Gran Wolfang, ha llegado el momento! ¡Venga Koro, haga el favor de llamar a la señorita Carla! ¡Les quiero a los dos presentes! ¡Ha llegado el maravilloso momento!

Sí, entonces Carla llegó con otra botella de chivas en la mano y realizo el mismo itinerario que con las otras anteriores. El Barón volvió a apartar su vaso y, amarrando la botella con recelo, dio un asombroso trago y empezó a recitar El Lacrimosa.

DÍA DE TRISTEZA AQUEL
EN QUE RESURGIRÁ DE CENIZAS
EL CULPABLE DEL JUICIO
ASÍ QUE TEN PIEDAD, OH DIOS, CON ÉL
COMPASIVO SEÑOR JESÚS
OTÓRGALE DESCANSO!

Los dos criados observaban al Barón con tranquilidad y respeto. Carla volvió a servirle una copa, y el señor Munchausen, derramando parte del líquido en la mesa, la apartó y la dejó junto a las demás.

-Acérquese Carla, acérquese a mis brazos. – ordenó el Barón.

Y Carla, extrañada tras la desconocida actitud de su señor, no tuvo más remedio que acercarse. El Barón agarró con ansia a la criada, clavando sus uñas en la nuca  hasta provocar la sangre. Entonces (sí, solo entonces), en el momento en que la sangre se derramaba lentamente hasta llegar a la espalda de Carla, solo entonces la besó.

-Oh Gran Wolfang, cómo adoro el perfume de esta mujer, cómo adoro su silueta, sus curvas tan sensibles a mi tacto. Oh Gran Wolfang, ¿por qué prefiere al santo mayordomo antes que a su amo? Yo, su amo, que la escribo y la dibujo, que la empotro salvajemente contra la pared en cada misa de difuntos mientras el mundo llora, ¡y solo yo, yo su fiel y gentil amo, la torturo con alevosía hasta el gran estallido final!

De repente el Barón empujó a Carla y se acercó al mayordomo, al que propinó una paliza.

-¡No vuelva a preguntarme por qué pongo El Lacrimosa, no vuelva a preguntarme nada más!
Koro cayó al suelo, justo al lado de la estantería. El Barón cogió el machete que había en ella y lo clavó con furia en el pecho del mayordomo.

-Koro, fiel y amable mayordomo, pecó y blasfemó al OH GRAN WOLFANG. Compasivo señor Jesús, otórgale descanso.

Bien, ocurrió más deprisa de lo esperado. Acto seguido Carla agarró una de las botellas vacías de la mesa y mientras el miedo se apoderaba de su alma, estampó el cristal contra la cabeza del Barón. Este se derrumbó contra la estantería haciéndola caer encima de él. Carla empezó a llorar y le tendió la mano para ayudarle, pero el señor Munchausen estaba atrapado.

-Carla Stendhal, arte puro, tuya es mi mente, me atormenta la sensibilidad de mi mirada en tu mirada. Dime Carla, ¿tú quieres saber por qué te bauticé con ese nombre?

Al instante los ojos del Barón Munchausen se cerraron para el resto de sus días. Carla fue directa a besar a Koro, que yacía sin vida en el suelo. Luego recogió los cristales del suelo, se sentó y observó las copas llenas que el Barón había apartado a un lado de la mesa. Las contó. Había veintiuna. Pensó Carla que eso era lo único que quedaba del Barón, unas viejas copas y una melodía que todavía sonaba en el salón. El olor a muerto no tardó en llegar.

martes, 4 de septiembre de 2012

Relatos de un joven descapullado



NO HABRÁ FLORES EN LA TUMBA DEL PASADO



“La vida es una cárcel con las puertas abiertas, Verónica escribió en la pared con la tripa revuelta”, y mientras Paula versionaba a Calamaro en ese concierto que dio en un nuevo pub moderno, yo imaginaba una Paula pequeñita, muy susceptible a la maldad humana; entonces cuando dejó la guitarra a un lado, me acerqué a ella y le dije:

-Oye Paula, has estado excepcional, ven, deja que te invite a un trago.

-Está bien, Carlos. Muchas gracias.

Y tras brindar por la música y por una trayectoria musical que acababa de comenzar, dimos un largo trago al vodka con Seven Up que agarrábamos con tanta ansia.

-Lo haces muy bien, tienes una voz fantástica. Yo de música no sé nada, pero también pienso que la vida es una cárcel con las puertas abiertas.

Paula esbozó una ligera sonrisa y descansó sus labios de cantante en mis labios de escritor. Clavó sus uñas en mi nuca y tras levantar la cabeza con sigilo, suspiró dejando morir su aliento suave y fresco en mi nariz.

-¿Y tú por qué no vuelas?-me preguntó-¿También tienes las alas rotas?

-¿Por qué estás tan segura de que yo tengo alas? – dije antes de pedir dos vodkas más.

-Porque me juego la voz a que cualquier noche escribirás sobre este momento.

Se acercó la camarera con las copas. Vestía tirantes y minifalda. Si no hubiera estado detrás de una barra jamás pensaría que era camarera.

-Oiga, ¿y a usted qué le ha parecido el concierto? – le pregunté a la camarera mientras le entregaba un billete de diez.

-Tiene un estilo genial, es la nueva estrella de la canción. Su música va a sonar en todas las discotecas.

- ¡Qué les jodan a las discotecas! ¡Prefiero que mi música suene en todas las almas! –exclamó Paula.

Volvimos a brindar. Esta vez por los libros y por una trayectoria literaria que jamás hice realidad.

-Por tus canciones Paula, porque casi son tan bonitas como tus ojos.

Y volvimos a fundirnos en el arte de besar antes de abandonar el pub moderno con sus clientes gordos y borrachos. Las luces de la playa iluminaban una noche de verano aterciopelada por la sombra de dos artistas frustrados que se balanceaban de acera en acera rumbo al refugio de la soledad.

No va a saber qué hacer cuando  no sople más viento,  no sabe distinguir  el amor de cualquier sentimiento! –comencé a cantar.

-Haz el favor de bajar la voz, vas a despertar a todo el vecindario.

Pero al vecindario solo le interesaban los realities, sus móviles de alta tecnología y la prensa rosa.

-Paula, eres tan delgada, ¿cómo alguien tan pequeña como tú puede hacerme sentir tan grande?

-El mundo es una gran contradicción, querido. Algunos se matan con las balas y otros se matan con los besos. Así que acércate a estos labios que te piden la muerte más dulce que conocen.

Y empezamos a matarnos hasta el amanecer en el desgastado colchón de un apartahotel cercano a la playa.

Resucitamos en plena madrugada, cuando los jóvenes vejestorios salían de las discotecas como Platón de la caverna y se vomitaban los unos a los otros. Paula sacó la guitarra de la funda y empezó a afinarla.

-Dime Carlos, dime qué quieres que te cante.

-Media Verónica, y vuélveme a enamorar como anoche lo conseguiste.

-¿Otra vez esa maldita canción?

-Me recuerda tanto a ti, sin muchos años pero ya con tanto daño, con poca maldad pero cansada de esperar. Sabes Paula, ¡NO HABRÁ FLORES EN LA TUMBA DEL PASADO! Por eso quiero que la cantes, amor, para que el presente empiece a florecer.

Aquella mañana desayunamos mermelada de fresa y varias copas de vino tinto. Había sido la primera noche que pasábamos juntos y lejos quedaba ya aquella vez que la vi actuar en un viejo antro de la ciudad, con todos esos viejos chiflados desnudándola con la mirada y ella a mí desnudándome con la voz. Acariciaba su guitarra con la yema de los dedos, desgarrando cada nota con deseo y furia, con valentía y decisión, con ternura y sencillez. Entonces versionó a Calamaro con la única compañía de esas seis cuerdas que la acompañaban. “Media verónica” era el vacío que cubría nuestras entrañas, ese péndulo entre nuestras dos mitades: una desaparecida por haber sucumbido a las garras de la muerte y otra que se tambaleaba entre latigazos y temblores. Paula y yo, en el cobijo de una caverna particular, como Platón y los jóvenes vejestorios, viviendo a medias como Verónica, con el cántaro roto en mil pedazos y la fuente seca, encerrada en esa libertad claustrofóbica que también Paula sentía al cantar. Una cárcel con las puertas abiertas, y allá afuera, donde yacía la maldita libertad, la posibilidad  de ser felices en la sinrazón de un mundo condenado a la derrota.

-Mira, mira a todos esos inhumanos que, acostumbrados a tanta oscuridad, frotan fuerte sus ojos tras ver de nuevo el sol -dijo Paula desde la terraza señalando a los jóvenes que salían a esas horas de las discotecas.

-¡Cristo, sí! Míralos Paula, míralos. Fíjate en cómo sus ojos arden tras salir de la caverna. ¡Pobres diablos, pobres criaturas!

Paula echó hacia atrás el pelo rizado que le cubría la cara, retomó de nuevo la guitarra y compuso una maravillosa melodía. Se fusionó entonces el sabor del vino con la elegancia de su canción. Alcé mi copa y le dije de brindar una vez más.

-¿Y ahora por qué quieres brindar? –me preguntó.

-Por ti y por mí, nena. Porque antes de conocernos nos faltaba una mitad y la acabamos encontrando en la mitad del otro. Brindo por ello y por ese beso que me estoy ganando.

-Besito, besito…

Y de nuevo comenzamos a matarnos. Esta vez en el sofá que, lejos de estar gastado, acabamos empapando de puntual felicidad.

La mañana continuaba allá afuera, a escasos metros de aquella pensión de mala muerte. La mañana con los amigos y familias, con los amantes y parejas, con los modernos y sus camisas a cuadros, disfrutando de un domingo tan radiante como el pelo de esa chica que tenía  en ese momento entre las piernas. Tan radiante tu pelo entre mis piernas, Paula.

Tras ser vencido por el clímax, levanté la cabeza y me asomé al ventanal. Desde allí podía observar la Plaza de las Luces y a innumerables músicos que cantaban con una fuerza tan intensa que para nada importaba la indiferencia de la gente que pasaba por delante. Vi que un niño se acercaba a un guitarrista ciego que tocaba el “Stand by me” y echó tres caramelos en la funda de su guitarra. Jamás he visto una limosna tan dulce, pensé.

Stand by me, nena, o lo que es lo mismo, quédate conmigo, es lo que pensaba mientras Paula se ajustaba bien la falda. Pero ella quiso vivir una vida diferente cada día y, por eso, cuando se fue de mi lado, comencé a sentarme cada tarde delante del pobre ciego que con tantas ansias cantaba esa canción, allí, cerca de la playa, en el Parque de las Luces, mientras desde el Paseo Marítimo se acercaban veloces los electrónicos con sus músicas pinchadas. El futuro nos ahoga, querido viejo, se empeñan todos en matarnos con sus balas. Será mejor rezar, amigo. Pero Dios simplemente se encogió de hombros. No nos importó. Abrimos una nueva garrafa de vino y le dije de brindar. Luego le enseñé esa canción de las mitades que un día me enamoró. Los electrónicos nos ganaban la batalla y las cuerdas de un viejo guitarrista no duran para siempre. Te lo dije Paula, no habrá flores en la tumba del pasado. Y volví a brindar por ella.






lunes, 16 de julio de 2012

Microrrelatos para Micropersonas (XI)

Cucurucho de vainilla


Los dos callamos y aceptábamos de antemano la situación. Tú pensabas en ella al escribir y me ofrecías siempre un cucurucho de vainilla para que evitara preguntar. Bebías escocés con agua y a mí me caía el helado encima.

-¡Haz el favor de tener cuidado, Carlos! -y no volvías a dirigirme la palabra hasta la cena.

Existía un pacto no escrito entre nosotros. Ambos habíamos firmado un contrato inexistente de máximo respeto al más allá. Pero para nada nos importaban los silencios. Quedábamos tú y yo, y al menos, en ese momento,  nos parecía suficiente. Nos bastaba con mirarnos y continuar con aquella nueva rutina: tú intentabas escribir, yo intentaba tener cuidado.

Engañaría si dijera que no lloraba por dentro. Tú también engañarías. No oía tu pluma deslizarse sobre el lienzo. Sé que sentías la torpeza de la muerte ajena, el miedo de la tinta azul relatando la pesadumbre de seguir viviendo.

Me lo explicaste una tarde que, como de costumbre, tus folios continuaban intactos:

-A veces no puedo dormir. Así que pienso sobre cómo era. Incluso la enfermedad la mantuvo bonita, Carlos. A tu madre nunca nadie fue capaz de borrarle la sonrisa.

Luego te abracé y el cucurucho de vainilla se deshizo sobre la moqueta. Pero, para entonces, ese era el menor de los problemas.

domingo, 17 de junio de 2012

MALDITA ACTUALIDAD 2 (R)


Gracia, de la Grecia desgraciada

 "Sentirme mudo es como estar desnudo, sentirme mudo me hizo reaccionar" La Raíz

Cuando Gracia nació el mundo se paralizó, y para su padre fue un momento clave porque la bolsa no paraba de subir. En los primeros días de vida del pequeño bebé se firmaron 28 pactos de tregua, uno por cada guerra activa que había en aquel momento. El día de su primer cumpleaños se acordó concederle al país fiesta nacional todos los  15 de junio, en homenaje a un nacimiento que eclipsó hasta el paraíso.
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Gracia fue haciéndose mayor y adquiriendo mayor influencia sobre todo aquel que la idolatraba. Era como una bendición para el Estado, tanta que el gobierno de turno se dio cuenta de ello e instauró un Paseo con su nombre en cada ciudad. Ello avivó a todo vecino a querer comprar una vivienda lo más cerca posible de un Paseo de Gracia en el cual ya se habían instaurado los mejores comercios a nivel internacional. Fue entonces cuando los especuladores emergieron de debajo de las piedras y encarecieron los hogares jugando con las ilusiones de una gente engraciada por la figura de una niña.

Aún recuerdo cuando al padre de Gracia le dio un infarto que a punto estuvo de acabar con él. Resulta que su pobre hija de 18 años había roto con el novio, un alemán aburguesado que vivía la política muy de cerca; y como consecuencia, el desplome de la bolsa fue tan descomunal que hasta aquel día nunca se había vivido otro parecido. “La crisis de la edad del pavo”, se comentaba por ahí, “De esta no salimos, la niña lo está pasando muy mal”, pensaban otros.

Y aquí fue cuando el Gobierno, en un afán de recuperar la economía y las esperanzas de todo ciudadano, optó por cambiar el nombre del país por uno semejante a “Gracia”, pero cambiando alguna letra, para que tampoco recayera todo el peso de la sostenibilidad de un Estado en una sola persona. Fue así como nació Grecia. “Esto es obra de la ‘gracia’ de Dios”, se autoconvencían los más místicos. “Esto no supone ningún cambio, estamos condenados a la desgracia”, criticaban por otra parte los escépticos.

Pero la sociedad había cambiado, la gente consumía más porque radiaba de felicidad y el endeudarse hasta las cejas parecía un mal menor. La bolsa no paraba de subir y el padre de Gracia se había injertado pelo. Pese a ello, a la chica se le veía poco por las calles y no se le había vuelto a emparejar con ningún otro mozo. 

Pasaban los años para todos, y para Gracia no iba a ser menos. No se había casado y carecía de descendencia. Eso sí, había practicado mucho sexo, sobre todo con portugueses e irlandeses,  a veces incluso con las dos nacionalidades a la vez. Pero la edad le pesaba tanto que cuando cayó enferma no hubo manera de volver a hacerle el amor. Entonces, más pronto que tarde, Gracia murió a los 34 años de edad.

Tras su fallecimiento el pueblo entero salió a la calle reivindicando el nacimiento de otra Gracia mucho más fuerte. Su padre se olvidó de la bolsa y vendió sus injertos. Aquel alemancito ex novio de la niña se casó con la Canciller del país germano; y la deuda comenzó a tener importancia. Para entonces Gracia ya había recibido sepultura y todos hablaban sin parar de aquella niña de la Grecia desgraciada.

jueves, 14 de junio de 2012

Historias de diminutos y gigantes II (R)

 Las líneas blancas de la calle

"Para que algo sea imprescindible debe de estar muerto, para que sea impredecible debe de resucitar"


 Estaba yo recordando a la chica de anoche y cómo me besaba haciendome una limpieza dental con su lengua, mientras yo con la mía intentaba tocarme la puntita de la nariz, para matar el tiempo más que nada. Luego intenté tocarme el culo con el codo, pero resultó imposible. Recuerdo que me decía cosas como: “Hazme tuya”. Yo dejé de hacer el tonto con mi trasero y recapacité. ¿Cómo que la hiciera mía? ¿Tendría yo poderes? ¿Podría practicar la compra-venta con su cuerpo y su cabeza? Aunque de la cabeza poco sacaríamos, fíjate tú.

No le presté más importancia y me propuse comerme las uñas mientras ella proseguía con la limpieza de mis encías. Pero la alegría duró poco porque, sin ton ni son, volvió a hablarme: “Te voy a dejar loco”. Pues menudo mérito, pensé.

Nada me sorprendía ya, las mismas personas con sus mismas frases, y yo aquí jugando a no pisar las líneas blancas de la calle para querernos para siempre. ¡Ya lo tengo! Mientras nuestras lenguas revolotean anárquicamente, podríamos chillar. Ser libres, curiosos y gigantes. Y ahí fue cuando mi compañera de lenguaje me piropeó de tal manera que se ganó el cielo: “La verdad es que eres un tanto rarito”. Se sacó un cigarro y escupió extrañada una uña que se habría traspasado de mi boca a la suya. 

Después de que la temperatura corporal del ambiente se redujera al no encontrar ella donde no había, me apetecía un abrazo de algún amigo de los pocos que me quedaban. La traición había estado presente últimamente: nunca te fíes de quien no cree en la amistad. En fin, que me quedé solo y comencé a soñar. Allí estaba yo, luchando contra todos los que algún día se rieron de la esencia de mis amigos. Al final acabo salvándolos, pero muero en manos del malvado. Y por muchos homenajes que me hicieran todos aquellos a los que salvé, el sueño se había convertido en pesadilla.

¿Siempre consigues lo que te propones? Y si no, me vuelvo idiota. Que se lo digan a la chica “tristeliz” a ver qué opina. Y cuando sonrío acaba de amanecer en el planeta. Y cuando lloro os estoy tomando el pelo. Tantos libros que escribir y las musas me parecen ciegas. Alguien me obligó a pensar que para que algo sea imprescindible debe de estar muerto, y para que sea impredecible debe de resucitar.

Nos hemos quedado igual: vacíos y sumergidos en las mentiras de la felicidad. Dejemos de fingir y hagamos el amor. Voy a la playa y me desnudo, aquí te espero con la bandera a media asta. No tengas prisa, no me pienso ir hasta que se estropee el amanecer de mi rostro. No tengas prisa chica “tristeliz”, no vaya a ser que acabes pisando las líneas blancas de la calle.

miércoles, 23 de mayo de 2012

Cuentos antes de dormir (II)


WHY SPAIN IS DIFFERENT?




  Aparecí en aquella fiesta por compromiso.”¡Marcial, ven, lo pasarás en grande!”, alguien me había comentado. Y cuando llegué sobre no más de las diez de la noche, iban ya todos bebidos.” Marcial, mira, estos son mis amigos Pepo y Matías”. Yo ni siquiera conocía al que nos presentó.
  
  -Un placer, espero que lo estén pasando de lo lindo –dije mientras otro desconocido posaba en mi mano lo que según me comentaron era un Bourbon de Texas.

  -¿Eres argentino? – dijo Pepo –Me encanta Argentina, hermano. Una vez fui y me trataron como a un millonario; allí, los pobres, alabándome a cada paso que daba –Pepo dio un trago a su escocés con agua y se ajustó una y otra vez la corbata manchada de whisky que lucía orgulloso.

  Parecían (y digo “parecían”) seres de lo más inteligente, allí de pie, con sus copas de escocés en la mano, unos entendidos de la literatura moderna, relativizando (con cada trago más) la felicidad humana.

  -No debemos ser felices, Marcial –dijo Pepo –Los humanos son felices y cada vez son más malvados. Nuestra obligación es dejar de ser felices, solo así reconduciremos por el buen camino a esta nuestra especie. ¿No crees Marcial, hermano? –sinceramente el chico estaba como una auténtica regadera.

  -Si vos me das a elegir, yo preferiría ser siempre feliz –le di un sorbo a mi Bourbon. Sabía raro. Probablemente (aunque estoy seguro del todo) no fuera de Texas, pero no me importaba en absoluto -¿Cómo podés vos desear no ser feliz, amigo?

  -¡Tú nunca lo entenderás Marcial! –Pepó elevó el tono –Vienes de un país en el que solo los ladrones son felices. Allí ya ni se valora la cultura, a la vista está con tu lenguaje. No te molestes Marcial, hermano, pero tú no hablas bien.

  - Contame, amigo, ¿a qué te referís con eso de mi lenguaje?

  -¡Cristo! No negaré que seas buena persona, pero los de tu tierra no hablan correcto. ¿Qué demonios es eso de “podés”, “contame” o “referís”?

  -Amigo, cada término que utilicé en esta conversación es correcto, ¿o es que no leíste nunca a Cortázar?

  -Hermano, no conozco a ese tal Cortázar, pero sé mucho de Mario Vergas Llosa. ¡Será posible! Oh ¡Cristo! Cuánta huachafería jiji jiji jiji – intervino Matías por primera vez en la conversación de besugos. 

  No pude evitar la risa al escucharle pronunciar "Vergas Llosa" con tanta seguridad. Tomé un largo trago de mi Bourbon o Dios sabe qué estaba bebiendo y preferí marcharme de aquella “fiesta”. 

  -Bien señores, lamentándolo mucho creo que será mejor que marche -realmente no lo sentía para nada. 

  -Marcial, aquí tienes unos hermanos para lo que desees. Ve con Jesucristo nuestro Señor.

  Me alejé y oí que algún individuo gritaba: “¡Adiós, pelotudo!”, ni siquiera me giré. Probablemente (aunque estoy seguro del todo) no lo conociera. Volví a mi casa en la línea 34 de autobús, con Las Ramblas al oeste y Colón perdiéndose en la lejanía. 

  Recordé las palabras del pobre Matías: “Mario Vergas” dije para mí mismo, y eché a reír. Luego simplemente dejé pasar las horas intentando conciliar el sueño. A la mañana siguiente me levanté, preparé café y, como todos los días, fui en busca de trabajo. "Quizás algún tipo como Pepo o Matías tuviera uno bueno para mí. Los muy idiotas se sentirían tan importantes a costa de un pobre argentinito como yo...”, recuerdo que pensé.

sábado, 19 de mayo de 2012

Historias de diminutos y gigantes (XV)

CONOCÍ A MAR EN UN LAND ROVER (EL DÍA QUE DESCONOCÍ A TOTÓ)

Esto está presentado como obra de ficción, y no se dedica a nadie


 -Otra copa, por favor.

Me la sirvieron, me di la vuelta y allí no había nadie. Solo mariquitas y heterosexuales reprimidos. Pobres. Salí de la discoteca y recorrí con más pena que gloria las sucias calles de Valencia. Me senté en un banco frente a la Malvarrosa y encendí un cigarrillo. Aspiré. Suspiré. Miré el Land Rover que tenía enfrente a escasos metros. “Joder, si es el coche de Totó”, y me acerqué a saludarlo.

-¡Totó, fiel amigo! ¿Cómo es que me habéis dejado solo? Eh… espera, un momento. ¿Quién es esa que está sentada ahí a tu lado?

Caminé hasta la puerta del copiloto, la abrí y me senté al lado de la chica.

    -Hola, ¿cómo te llamas bonita?

       - Mar, me llamo Mar.

    -¿Qué tal Mar? Yo me llamo Rai. ¿Vienes mucho por este coche?

    -Jiji, jiji, jijiiiiiii. Esta es la primera vez.

       -Lárgate Rai, déjanos solos. –dijo Totó.

Bueno no, no dijo nada, pero me miró desafiante, echándome del coche con un solo movimiento de ojos. Le ignoré por completo.

-¿Quieres un cigarrillo nena?

     -No, Rai, amigo. No fumo.

¿Qué por qué no quise dejarles solos? Estaba borracho y solo. Además, horas antes Ana había apartado su boca de la mía antes de que pudiera llegar a besarla. “Oye Rai, ya sabes que lo nuestro ha terminado, aunque la verdad es que nunca llegamos a tener nada, encanto” fueron las palabras de Ana. Mi ex Ana.

A lo que vamos, que Totó era un idiota integral. Prefería estar con aquella mujerzuela de pacotilla llamada Mar antes que con un amigo desolado. ¡TOTÓ ME LAS PAGARÁS! Al final bajé del coche por decisión propia y me fui a la playa. El ignorante de mi ex amigo pensaba que le quería robar a la chica, seguro. Yo, que lo único que quería robarle a él eran unos minutos de su tiempo para bebernos otra copa.

En la playa encendí de nuevo un cigarrillo. Detrás de unas hamacas descubrí a Ana practicando el sexo más raro que he visto en mi vida con uno de los heterosexuales reprimidos de la discoteca. Miré al cielo y me acordé de mi hermano Joan, vencido por la leucemia. Me desvestí, doblé mi ropa con cuidado y me metí dentro del agua. Allí en las hamacas Ana continuaba envistiendo a aquel tipo con los dedos dentro de su pudoroso recto. Pensé que lo mejor sería nadar un rato. Otra vez me acordé de Joan y me sumergí por completo en el mar.

Mar, precioso nombre. Inmenso y bello el mar, mas no tan inmenso como el cielo. Y yo, tan insignificante, me sumergí de nuevo en el agua.

jueves, 3 de mayo de 2012

MUNDO RAI (II)


El chupapollas 


 -¡Abre la puerta, Rai! Soy tu hermano Fede. Haz el favor de dejarme pasar.
 -Jodido Fede, eres el cabronazo más inoportuno que conozco- le dije de camino a la entrada dispuesto a abirle.
 -¿Qué cojones te pasa Rai? ¿Es que no te alegras de ver a tu hermano pequeño?- Fede echó la vista hacia el sofá - ¿Qué mierdas haces tú aquí?

 Jota estaba tumbado fumando no sé qué mierda:

 -¿Que qué hago yo aquí? Estábamos dándole al coco, nene.
 -Sí, Fede, estábamos marcándonos unos temas. – añadí yo.
 -¡Maldito chupapollas! ¡Nos has hecho perder el hilo! – atacó Jota a mi hermano.
 -Cierra el pico. No me extrañaría que tú también perdieras aceite. Todo el día aquí, en casa de mi hermano…

 Se levantó Jota del colchón y fue directo a mi hermano con el puño de la mano preparado.

 -Estate quieto, Jota – intervine – No vuelvas a llamarle chupapollas. Fede es mi hermano de sangre, ¿te enteras?
 -¡Maldito Rai! ¿Ahora te pones de lado de Fede? Él no es de los nuestros. Le van los culos y las pollas arrugadas y peludas. Y yo también soy hermano tuyo, somos hermanos de sangre de la misma aguja. Al menos antes, cuando eras de los míos.
 -Jota, cierra el pico de una vez. Fede será un chupapollas, pero ¿quién no lo ha sido alguna vez? Yo, sin ir más lejos, lamí el culo de Lydia hasta el día de su muerte- Empecé a alzar la voz cada vez más mientras mi hermano contemplaba mi discusión con Jota sentado en la banqueta- Además, ¡qué cojones! Más vale ser un chupapollas que un pollachupada. El chupapollas es el que da los lametazos, el que controla la situación. ¡EL CHUPAPOLLAS ES DIOS! ¿TE ENTERAS? –suspiré, le di un trago largo a la cerveza y continué con mi discurso - ¡Va por ti Lydia, querida!– y estampé la botella contra la pared.

 Jota seguía fumando crack, guiñó un ojo a Fede y empezó a tocarse un nuevo tema:

 -Lo he titulado “El chupapollas del hermano de mi colega”. Espero que os guste.

 Los tres empezamos a reír:

 -Algún día os presentaré a mi novio y desearéis ser yo. Os aviso de que es cubano y se llama Zwambo. Y ahora si no os importa, servidme un trago, he tenido un día horrible. 

 El mundo está lleno de maricones, drogas, perdedores y algún que otro suicida desahuciado. Sé que no te gusta, pero a mí tampoco me gustas tú. En paz, amigo.

martes, 1 de mayo de 2012

Historias de diminutos y gigantes (XIV)


DESMAYO



 
- ¡Por favor! ¡Que alguien me ayude! ¡Socorro, un médico!

Me levanté rápido de la silla dejando el “ginto” a medias y me acerqué a la mesa de donde provenían los gritos.

- ¿Roberto? ¿Qué haces tú aquí? ¿A qué vienen esos chillidos?
- Toni, ahora no es momento de preguntas. A Andrea le ha dado un patatús.
- ¿Andrea? ¿Mi Andrea? ¿Qué narices haces tú con ella? Maldito lechuzo, aparta de ahí, voy a hacerle el boca a boca a mi novia.
- Ni te acerques Toni, ella no es tu novia. ¡Y deja de llamarme lechuzo o acabo contigo!
- Bueno está bien, no es mi novia, pero existe un vínculo entre nosotros, uno de esos que tiene como ley no escrita poder hacerle el boca a boca cuando se me antoje.
- Deja de decir tonterías, Toni. Estoy preocupado. Estábamos besándonos cuando de repente, al meterle mano, se ha desmayado.
- Ya sabía yo que con esas grúas que tienes como brazos acabarías algún día haciendo daño a alguien.
- A quien voy a hacer daño es a ti como no cierres esa bocaza que tienes.
- De verdad Roberto, ¿cómo has podido? Sabes de sobra lo que siento por Andrea.
- ¿Qué mierdas vas a sentir tú? ¡Siempre estás igual!
- Era el amor de mi vida. Nunca había sentido nada igual, lechuzo.
 -Un día te mataré Toni, lo juro…
- Tssss, cierra el pico Roberto y mira eso.

A nuestra derecha continuaba desmayada Andrea y una hilera de unos veinte hombres formaban una larga cola para hacerle el boca a boca.

- Esta chica ya no sabe qué hacer para que los hombres se le echen encima. Jodido Roberto, eres un maldito lechuzo. A ti también te la ha pegado.
- Yo la quería Toni.
- Claro Roberto, todos, tarde o temprano, acabamos queriéndola. Vamos a la barra del bar, que vas a invitarme a un “ginto”.

Llamé a Marco, el camarero, pero quien apareció detrás de la barra fue su hija Laura.

- ¿Qué desean beber, caballeros?
- Cualquier cosa que contenga tu saliva, nena.

Laura echó a reír ondeando su melena de un lado a otro y enseñando sin descaro sus encantos.  ¡Qué mujer! Era sin duda el amor de mi vida, nunca había sentido nada igual.

miércoles, 18 de abril de 2012

LYDIA


Lydia


Llamaron a la puerta del despacho, piso 8 puerta 16, me subí pantalón y calzoncillo y, caminando hacia la entrada, pregunté quién era:

- Martín, soy Lydia. Haz el favor de abrirme, anda.
- ¿Lydia? No conozco a ninguna Lydia. ¡Lárgate!
- Vamos Martín, abre. No me encuentro bien.

Le abrí la puerta sin mostrar preocupación alguna por ella. Me encontré con una Lydia escuálida de hombros caídos.

- Vamos Martín. No puedes tratarme así, después de todo lo que hemos vivido juntos.
- Cinco jodidos años. Basura y más basura. ¿Qué coño vienes buscando ahora?
- Tú ya lo sabes, nene. Ya sabes lo que necesito.
- ¿Qué ha sido del tío aquel con el que te fugaste?
- ¿Reno? Joder Martín, eso es agua pasada. El tío está sin blanca y tiene miles de asuntos pendientes con la pasma. No le necesito, pero a ti sí.
- Martín, yo te quiero.
- Vamos nene, dame eso que necesito.

El cuerpo de Lydia se apoyaba tambaleante sobre la estantería del despacho. Me acerqué al minibar y serví dos Macallan con hielo.

- Joder Martín, te has vuelto un puto sibarita. 
 - Cierra el pico, bebe un trago y métete esta mierda.

Saqué lo que ella necesitaba de la trampilla de debajo de la alfombra.
 
- ¿No me acompañas con otro chute, Martín?
- No quiero ni ver eso.

Luces de colores. Rojo, azul, amarillo. Destello. Gris, blanco, negro. Pupilas parpadean. Noche, día. Sudor frío, calor vaginal, vientos fúnebres. Destello. Gris, azul, blanco. Transparencia. 

- Gracias Martín, de verdad. No tengo dinero para darte, pero puedo hacerte tan feliz como tú me acabas de hacer a mí.

Se acercó a mis labios y los mordió. Metió su mano por debajo de mi húmedo pantalón.

- ¡Aparta tu cuerpo de yonki del mío, vieja arpía!

Caminó zigzagueando hasta el ventanal abierto. Respiró profundamente y me miró:

- No hay ni un maldito coche circulando por las calles, querido. Ven, acércate y míralo. Deben de estar todos en sus casas metiéndose tristes picos entre vena y vena. Joder Martín, eres el único que me comprende. Yo también te quiero, lo sabes. Pero ahora, cuando salte por la ventana y veas mi cuerpo desfigurado en el suelo, quiero que te sientes en el colchón y duermas tranquilo… ¡Bendita paz la que me espera!

Tras acabar de hablar, saltó al vacío. Al acercarme a la ventana contemplé, al contrario de como me había dicho ella, una calle abarrotada de coches que envestían, sin inmutarse, el cuerpo muerto de Lydia. Eran las nueve de la tarde y el mundo entero llegaba tarde a casa.

Aquella noche soñé con Reno, aquel desgraciado que deambulaba por cada esquina con su chaqueta negra y su pantalón Adidas. Al despertar, me pregunté si el cuerpo de Lydia seguiría todavía en la calle. Entonces encendí el televisor, los Celtics perdían de dos contra los Knicks.

lunes, 16 de abril de 2012

Cuentos antes de dormir (I)


EL SEMÁFORO DE YONGE STREET



Una vez salí a dar una vuelta sin rumbo fijo, desquiciado por los sentimientos que acechaban mi cabeza de bohemio idealista y atormentado por el rechazo de todo aquel que pensaba de mí que yo era simplemente uno de los rehenes del autismo. Una vez salí a dar una vuelta y aparecí ante un semáforo en pleno centro de Toronto, amontonado entre la gente que se acumulaba lo más cerca de la calzada, pero sin rebasarla. La inquietud de las personas acabó por contagiárseme, e impacientes empujábamos a los de delante, como si esa acción llevara al hombrecillo rojo del semáforo a desaparecer más deprisa.

Maldije la lluvia que, volviéndome pasivo, empañaba los cristales de mis pupilas y sentí un frío aterrador penetrando con violencia por mi nuca. El viento soplaba amenazante, un viento de esos que te acompaña durante el exilio emocional y te devora. Se trataba de  unos vientos procedentes del norte, uno de esos que había estado arrasando la costa pacífica de Alaska y amenazaba con plantar cara durante todo el invierno a las calles canadienses. Supongo que debido a aquellas dichosas condiciones meteorológicas, los nervios de todos aquellos que desesperábamos por la presencia del hombrecillo rojo, allí, en la calle Yonge Street, parecían cafeína diluida en estado puro.

Yo creo que, solo por hacernos enfurecer a todos, ese hombrecillo del semáforo que nos prohibía el paso estuvo más tiempo de lo normal, ganándose la fama de importante y haciendo vivir a sus siervos en la más profunda impotencia. Hasta que por fin apareció el hombrecillo verde para darnos paso de una acera a otra al menos durante quince segundos escasos. Fue entonces cuando todos, desquiciados, caminamos a contrarreloj hasta la otra acera, sin importarnos para nada el tropezarnos con los que venían de frente. Y si alguno caía, era poco probable que sobreviviera. Recuerdo que yo le planté cara a aquel semáforo de tal manera que al cruzar aún me sobraron nueve segundos.

Eché la vista atrás y comprendí que ojalá hubiera contado siempre con esos nueve segundos demás para hablar, nueve segundos más para besar a todas aquellas chicas que habían formado parte de mi alma, nueve segundos más para despedirme de Patricia aquella última noche en la clínica de Madrid. Nueve segundos más que fueran capaces de hacer reflexionar a los mismos opresores culpables de que nuestras vidas fueran tan solo cárceles con las puertas abiertas. Pero la puerta siempre había estado abierta, y desde que fuimos conscientes de la facilidad para salir por ella, no volvimos a entrar.

Cuando el hombrecillo verde volvió de nuevo a intercambiarse por el rojo, aquella calle torontoniana llamada Yonge Street y conocida por ser la calle más larga del mundo, volvió a ser sinónimo de hecatombe.  De nuevo, más gente se apresuraba por poder ser la primera en acercarse al bordillo de la calzada, mientras que los que se habían quedado entre ambas aceras  por falta de tiempo, luchaban por esquivar a los “Velociraptors” (o así llamaba yo a los coches que no entendían de frenos) los cuales evitaban la llegada a terreno franco de aquellos que solo defendían su derecho a ser libres. Pero la libertad, por aquellos tiempos, se había vuelto escasa y relativa.

Yo, ya a salvo como he comentado antes, observaba la nueva situación camino de Eglinton Park, dispuesto a echar unos tiros con el nuevo bate de Roberto. El sol comenzó a brillar tanto que iluminaba hasta las almas más oscuras. Fui consciente entonces de la suerte de haber llegado a donde estaba, de haber llegado a ver el sol. Fui consciente de la suerte que había tenido siempre, como cuando tiraba las judías a la basura y al día siguiente me daban hamburguesa. Al menos Roberto me había hecho olvidar a Patricia, pese a que llevaban siempre la misma bata blanca, aquella maldita bata blanca que siempre me atormentaba.

Quizás dejaba aquella calle pasada para siempre, Yonge Street hacia el norte desde Montgomery Avenue. Allí a lo lejos seguían estando los indefensos en medio de la calzada, y otros paralizados por el hombrecillo rojo, esclavizados en una acera que se les quedaba pequeña, dominados por la desesperación, esperando al hombrecillo verde como quien espera a la vida en cualquier clínica olvidada. Mientras, allí en Eglinton Park, Roberto bateó tan alto que la pelota se perdió entre la inmensidad del cielo, al menos,  durante nueve segundos escasos.

miércoles, 11 de abril de 2012

Efemérides efemérides

Oh amigo, oh hermano


Oh amigo. Oh hermano. Qué lindos tus ojos
y qué linda tu tristeza
Qué lindo este día que iluminas
cuando me saludas o te escabulles de la mayoría.
Qué lindos, amigo, son tus días, y mis días si son también los tuyos.
Oh hermano, qué alegría si estás vivo por las noches
y me escribes desde lejos, más allá del norte.
Qué buena, compañero, es tu casa
pues es hogar lindo como tus ojos tristes en los días vivos.
Qué alegre tu sonrisa que contamina
los recuerdos del futuro, ¡qué lindos son!
cómo alegran si es futuro fabricando enormes minorías.

Oh amigo, eres hermano que perdonas
y no debes,
pero ¡oh qué digo!
si el mundo es para ciegos y tú no ves los nubarrones.
Oh amigo, oh drugo insaciable,
que de mis labios no oirás nada
mas escribirte estos versos de madrugada
donde más vives tus noches, yo compongo
con pensamiento en ojos tristes
un lindo cancionero para tus días no tan vivos.

Qué lindo es el abril, qué alegres sus días
y si no te digo nada
en el eterno silencio sobran las palabras
donde escribo en tinta azul,
como tu sangre real, republicana a santa escala.
Y si el perdón de Dios no te es concedido,
¡oh amigo, oh hermano querido!,
yo prometo ser aquel
que te absuelva del pecado mortal
que supone ser amigo mío.

Oh hermano señor, caminante de ilusión,
oh corazón donde los haya,
amigo de las noches, ojos tristes,
qué alegría tu mirada los fines de semana.
Oh amigo, oh hermano, todo pasa y solo quedan
poemas gratuitos que cargamos en la espalda.
Oh amigo jura que si llega el día,
Dios no quiera,
se pierda  nuestra esencia,
mas sea magia y todos crean
que con la muerte,
tal vez, hayamos hecho historia.

domingo, 8 de abril de 2012

TESTIMONIOS DE UN AMOR SIN CONCLUSIÓN (V)


Sube la temperatura



Sube la temperatura. Tengo las retinas a punto del estallido final. Dicen que me río tanto que gano simpatía. Dicen tantas cosas que no saben dónde guardo el alma, y que se me desgarra por cada paso en falso que doy. 

Sube la temperatura. Tengo los labios inertes por el frío. Dicen que me alimento tan poco que pierdo presencia. Dicen tantas cosas que no saben que tengo comprimido el vientre, y que guardo una mariposa muerta dentro.

Sube la temperatura. Tengo las manos mutiladas de dolor. Dicen que vivo tan feliz que causo sonrisas envidiables. Dicen tantas cosas que no saben que tiemblo en la oscuridad, que me han cosido a  latigazos  el corazón y todavía sigue latiendo.

Sube la temperatura. Tengo los oídos sordos para todo aquél que me acribilla. Dicen que no me muerda las uñas, que no queda bien. Dicen tantas cosas que no saben que me han mutilado con palabras, han quebrantado mi tráquea y sea quien sea quien me ha volado los sesos, se ha llevado mis recuerdos.

Sube la temperatura. Dicen que soy alegre, pero no saben que los corazones tiemblan, que las palabras duelen, que los hechos matan. No saben que pierdo la inocencia cada noche, no saben que he llorado ante el espejo, no saben que estoy enamorado. No saben nada.

 No saben que te quiero, que tú no y que no me importa. No saben de nuestra historia y ahora nos la están robando. No saben que estoy enfermo, no saben que hoy es tu cumpleaños. No saben que estamos vivos. No saben que el sexo no es tabú, pero tampoco vicio. No saben que estoy colgado, que me gustan pequeñas y matonas, que pasen desapercibidas para todos y solo mis ojos las perciban. 

Nadie sabe nada, y aquí no deja de subir la temperatura. Estoy ardiendo, pero voy tirando.