lunes, 26 de marzo de 2012

El Espejo Ajeno X

La tía Rosalía 



No tardó más de tres días la tía Rosalía en sanar su lástima de viuda y arrastrarnos por toda Barcelona en busca de una residencia que se acolchara a sus necesidades de la mejor manera posible. De aspecto menudo y encorvado, la tía Rosalía encabezaba el pequeño grupo familiar que la acompañaba. Apoyada en su bastón, caminaba con paso firme, manteniendo la compostura de quien no tiene nada que perder. 

Al llegar a la primera residencia se desprendió rápidamente del fular que ocultaba el antojo que tanto caracterizaba  el final de su rostro. A fin de cuentas, ella siempre imaginaba esa marca de nacimiento que reposaba sobre su cuello como un regalo de los dioses. Le pregunté un día, intrigado ,por el afán que tenía de mostrarlo:

- Las hay que tienen el corazón manchado, así que yo no me puedo quejar. 

La tía Rosalía conservaba la sonrisa jovial que dibujaba con regularidad años atrás, incluso bromeaba sobre su tez rugosa haciéndonos creer que eran códigos de barra tatuados en su piel. Pese a ello, era coqueta y las residencias mixtas le enloquecían. Tan solo hacía tres días que había perdido esa timidez que la convertía en una mujer introvertida  y no la lográbamos reconocer. 

Al final, tras varias horas de paseo y de indecisión, eligió la residencia del puerto, a menos de cien metros de un mar que albergaba desde hace poco las cenizas de su esposo. Se volvió a desprender del fular y arrojando el bastón sobre el sofá de recepción, afirmó con certeza:

- Aquí es donde quiero quedarme.

Sustrajo del bolso una muestra de colonia con la que perfumó su cuello y, después de guiñar el ojo a un viejecito que pasaba por nuestro lado, suspiró melancólica. Aquel día, el cielo entero se reflejaba sobre el mar.

jueves, 22 de marzo de 2012

Personajes referentes de la vida de un ratón (IV)


La amante de los últimos días de invierno


En este maldito caos solo ella parece de mentira. El único orden presente, sus labios, con su bendita manía de morder los míos. Hay un ligero momento en el que mantenemos la distancia, respiro de su aroma y la noche se vuelve fugaz,  igual que los últimos días de invierno. 

Como cualquier año transcurrido, empiezo a pensar que su magia ya no me hace efecto. Lo cierto, que nunca dejé de quererla, solo que dejé de demostrarlo. Una chica que con su sola presencia aligera la pesadumbre de vivir. Incluso, a veces, solo basta su voz, o sus besos; pura adrenalina.

Con lo duro que es perder la vida y yo, que siempre tuve vocación de gigante suicida, entablo relación con quien es alérgico al sentimiento. Aunque a pesar de la muerte, de la vida o la suerte, yo la querré hasta que la naturaleza de por terminado este frío invierno. 

Tras comenzar la primavera esperaré, tras descolgar el teléfono, su voz ansiosa de traspasar de nuevo nuestros besos. Y me encontrará temblando, preso del recuerdo de unos ojos que eran capaces de mirar por dentro. Pero la culpa es del silencio, de todo aquello que callamos y nos hace eternos. La culpa es del invierno, que congela este maravilloso silencio. 

Sin necesidad de más palabras, respondo al frío invernal con un cálido abrazo que consigue que lo impredecible se vuelva imprescindible. Ya no se acuerda del latir continuo de mi corazón, que tanto le gustaba; porque nuestras noches son embriagadas y a la mañana siguiente puro espejismo. 

Viento de poniente para esta refrescante madrugada en un impotente afán de ordenar el caos. Todavía no ha amanecido, pero voy haciéndome a la idea.  Sé que esta es la historia de un amor en carrera desenfrenada hacia la muerte, porque el invierno, como todos los años, ha vuelto a terminar.
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martes, 20 de marzo de 2012

Historias de diminutos y gigantes (XII)


Demasiadas hamburguesas para tan pocos solomillos


Si comienzo a enumerar todas las hamburguesas con queso y cebolla que engullí una tarde de septiembre en el bar de Josete, podría pasarme horas y horas. Sentí la necesidad absurda de saciar un vacío estomacal que llevaba apoderándose de mis entrañas desde que lo dejé con Mariel. Así que aquel día decidí comer hasta que me sangraran las encías. Y lo conseguí. Pero cuando fui consciente de mi idiotez, me limpié la cara en el lavabo y busqué el supermercado más cercano para comprar un cepillo de dientes tan urgente en aquel momento, puesto que la cebolla nunca es aliento de buen gusto.

No tardé en encontrar una tienda de ultramarinos al otro lado de la calle y a escasos metros del bar. Entré rápido, corrí desesperado por cada pasillo y lo divisé. Allí estaba. Se trataba de un cepillo de dientes con cerdas especiales para la lengua y que incorporaba un sabroso (según la etiqueta) flúor en su interior. Pero tanta excitación se vino abajo de manera drástica cuando comprobé que me había gastado todo el dinero en las hamburguesas que el bueno de Josete me había preparado con tanto cariño.

No tuve más remedio que asimilar la dura decepción. Realmente no era tanta mi necesidad de lavarme la boca con cepillo y dentífrico, se trataba más bien de un símbolo de cambio. Había comprendido que ese vacío estomacal (que aún continuaba después del atracón de  hamburguesas) no era por falta de alimento, sino por ausencia de sentimiento. Entonces quise renovar. Ser otro. Venirme arriba. Se había apoderado de mí la exigencia de querer presumir de frescura, comenzando desde ese mismo instante por el aliento. 

Fue entonces cuando noté una cálida mano sobre el brazo que acariciaba mi vello con dulzura.

- No temas, yo te dejaré el dinero necesario.

Giré el cuello asombrado para comprobar de quien era esa voz. Y mi asombro no hizo más que agrandarse. ¡Qué mujer! Acababa de dejarme sin aliento. La miré a los ojos mientras  nuestros rostros dibujaban una sonrisa disimulada y se lo agradecí.

- No sabes el favor que me haces.

Comencé entonces a notar unos picores en el interior que me hicieron temblar. "¡Es una mariposa!", pensé en voz alta. De repente acercó su boca a la mía y me besó apasionadamente. Noté el amor correrse por mis piernas. Y al instante, ella desapareció.

Entonces recordé que en el bolsillo de la chaqueta siempre guardo algo de dinero. Volví al bar, y allí seguía el bueno de Josete, preparado para seguir cocinando más hamburguesas de esas que tanto me gustaban, con queso y, esta vez, con extra de cebolla. 

sábado, 17 de marzo de 2012

NO ESTÁ TODO MAL


NO ESTÁ TODO MAL



Primero vino el silencio y sospeché
que algunas puertas no se cierran sin doler.
Te oí decir que siempre fuiste triste
y que la vida te había tratado mal
yo  voy a borrar de tu memoria
esos sueños que te suelen despertar.

Hoy será el mañana que soñaste ayer,
adiós tristeza no te quiero ver.
Porque tus miedos lejos viajarán
Hoy empieza el resto de tu vida
adiós tristeza, adiós soledad.

Porque yo te quiero al revés
cuanto más se esconde más se ve
y si te sirve de algo oí decir
que este poema lo escribieron para ti

martes, 13 de marzo de 2012

El Espejo Ajeno (IX)

Biofobia




Si no recuerdo mal, sentí aquella sensación de angustia cierto sábado, días después de haber conseguido entrar en uno de los bufetes de abogados más prestigiosos de Madrid. "¿Por qué yo y no ellos?" no dejaba de preguntarme una vez supe que de los cincuenta preseleccionados para ocupar dicho puesto, me habían elegido a mí. Pero no me malinterpretéis. Estaba contento, sí, me sentía tan afortunado de poder reincorporarme a la vida laboral que pensé que no era posible, que todo era una mentira. Eso es todo, no obstante era real, solo que no estaba acostumbrado a que mis sueños se hiciesen realidad.  

Aquella mañana lluviosa de sábado me encontraba todavía dormido cuando sentí una ráfaga de soplidos fríos en la nuca. Supuse que me habría dejado las ventanas abiertas toda la noche, pues desde que empecé a vivir solo era un despiste que acostumbraba a cometer repetidas veces. Mi sorpresa fue que, al incorporarme en la cama, observé que las ventanas estaban completamente cerradas. "Será cosa del aire que siempre está en movimiento", pensé a sabiendas de que dormía en una habitación de dos metros cuadrados. 

Decidí no prestarle más importancia de la que tenía y empecé el día con total naturalidad. Era mayo y, pese al calor que desprendían las paredes de mi piso, sentí unos escalofríos que abarcaban desde mi cogote hasta las rodillas. Estaba destemplado y pensé que tal vez un vaso de agua calmaría mi malestar. Al llegar a la cocina, abrí el grifo y bebí del agua marrón que fluía por él. "Es cosa de las cañerías, no es la primera vez que ocurre", me dije a mí mismo; convencido, no obstante, de que la oscuridad del líquido no era un buen presagio.

De repente, y sin saber cómo, un ruido ensordecedor invadió todo el piso. Me recordaba mucho al sonido de los cuervos enfadados, y ese sonido traspasó toda barrera y quedó incrustado en mi cabeza. Me arrodillé en el suelo gritando desconsolado y noté de nuevo esos soplidos fríos que me habían despertado. A mis 37 años había visto a mi padre morir entre tubos de hospital, me había divorciado de Sofía  y era alérgico a las relaciones humanas. 

Continuaba ese estridente sonido deshaciendo en pedazos mi sesera y esos soplidos congelando mi memoria. Sentí, sin saber de qué manera, gotas de ácido en la sangre y acabé perdiendo el conocimiento rompiendo en pedazos ese vaso de agua oscura que al ser derramada por el suelo, resultó ser tan transparente como siempre.

sábado, 10 de marzo de 2012

Historias de diminutos y gigantes (XI)


Mi aventura con las hermanas Sister




Jo, qué guapa parecía cuando nos sentábamos en su sofá. Casi tan guapa como su hermana, con la que también había compartido meses antes aquella misma postura en aquel mismo sillón. Qué maravilla esto de la naturaleza, oiga. Corría la misma sangre por sus venas y en cambio eran como la noche y el día. La rubia y la morena, la guapa y la simpática, la introvertida y la salida. Dos paraísos tan diferentes que raro era que no fueran artificiales.

Pues eso, que estábamos en su sofá absorbiendo nuestros repelentes potingues corporales cuando la confundí con un pajarico. Con uno de esos tan pequeñitos que incluso se asustan de su propio piar. Fue entonces cuando mi obsesión por las aves me llevó al punto de escuchar en mi cabeza el estridente piar de una manada de pajarracos afanados en picotear mi maldita sesera. La apodé, pues, Pajarico Somewhere  en honor a su boquita de piñón que me acompañaba mentalmente a todas partes.

Para seguir con la tradición, Pajarico Somewhere no tardó más que un par de semanas en volar del nido para siempre. Y ya no me contestaba los mensajes, ni los whatsapps, ni las señales de humo. Entonces, a un tipo muy listo se le ocurrió hacer una película de nuestro idilio amoroso. El título me venía que ni pintado: Alguien voló sobre el nido del cuco.

Me quedé asombrado por mi rapidez de haber perdido a ambas hermanas. Jo, qué barbaridad.  Oh, pobre de mí, cuán apenado me sentía yo de tales acontecimientos. Porque, si bien es cierto que no eran mayores de edad, nunca resultó ser problema alguno. Y, para más inri, la sociedad ya estaba acostumbrada a esas típicas vejaciones entre aparentes ariscas y libertinos repugnantes.

Decidí, pues, dejar de buscar el amor en aquella familia, a sabiendas de que si hubiera quedado una hermana más por descorchar, brindaríamos todos por el poder de la reproducción trilliza. En fin, que el transcurso de la vida no se detuvo y, acompañado de mis drugos, seguí vagabundeando en busca de nuevas fechorías.

Resultó entonces que, en cuanto me harté de mi nueva amistad con las enfermedades venéreas, aquel Pajarico que tan olvidado me tenía, dejó de lado rivalidades triviales con su hermana y volvió a mantener conmigo posturas extravagantes en su sofá. Qué maravilla esto de la naturaleza, oiga. Corría la misma sangre por sus venas y en cambio eran como la noche y el día. Y a mí, por aquel entonces, y sin que nadie lo supiera, me dio por vivir a veces con el sol y otras con la luna. 

martes, 6 de marzo de 2012

Personajes referentes de la vida de un ratón (III)


Cecilia Luluchol: La historia de la chica tristeliz

"Un viejo amigo siempre me decía que las cosas nunca se quedan como están".

Si hubiera tenido el valor de preguntárselo, si hubiese contado con las agallas suficientes para haber hecho frente a la situación. Pero yo no era de esos, la veía tan susceptible, alguien capaz de abarcar el mundo entero y no ser consciente de ello, que no tuve más remedio que imaginar su mundo de introversión y no formular ni la más mínima pregunta. Simplemente algo sencillo:

Yo: ¿Por qué no duermes?
Cecilia: Porque no tengo sueño.
Yo: Entonces dime algo bonito.
Cecilia: “Si algún día me llamaras y me dijeras que no vas a volver más, no tengo claro lo que haría, creo que saltaría, la ventana es un buen lugar para escapar”
Yo: Te aconsejaría que no saltaras, aunque yo no puedo aconsejarte, ya es muy duro lo que llevo.
Cecilia: Dejemos que corra el aire.
Yo: No, no, que no corra.
Cecilia: ¡Uy! Porque tú lo digas.
Yo: Sí, sí, porque creo que muero si no siento el roce de tu piel.
Cecilia: Pues cerraré fuerte los ojos hasta verte, solo tengo que esperar.
Yo: Cerrando los ojos, conociéndote, solo verás pasar caracoles diminutos.
Cecilia: “Si tú te vas, te olvidarás que un día hace tiempo ya, cuando éramos aún niños me empezaste a amar y yo te di mi vida”.

Nos fascinaba el egoísmo, esa magia negra que utilizaban los indecentes para hacer del mundo una bola grandiosa de barato egocentrismo. Qué barbaridad, aunque yo a ella ya se lo tenía dicho:

Yo: A ti que no se te ocurra ser egoísta nunca.
Cecilia: ¿Y si quiero qué?
Yo: Me fastidiaría, porque me apetece que pienses en mí. Es una manía que tengo, como la de meterme el pantalón por dentro de los calcetines al dormir.
Cecilia: ¿Y tú has pensado en mí?
Yo: No, pero tampoco pienso en respirar. Son cosas que ya están ahí, que salen solas.
Cecilia: Y yo quiero un Iphone, ¿así soy egoísta? En fin, de momento voy a intentar dormir. Tú todavía no, que te queda mucha noche por delante.
Yo: Y muchos bolígrafos por terminar. Que descanses.

Fue nuestra última conversación. No, no es cierto, pero a partir de ahí solo recuerdo discusiones. Volvimos a encontrarnos en el entierro de su madre, veinticinco años después. Me contó su hermano que la misma enfermedad estaba acabando con Cecilia, que ya no almacenaba los recuerdos de su infancia y que solo la naturaleza diría hasta cuándo seguía iluminada su sonrisa.

Por supuesto ella no sabía que mi libro publicado sobre “el fenómeno Tristelicidad” llevaba su nombre escrito en forma de princesa. No, ya era demasiado tarde, ya era demasiado tarde incluso para mí.

El día del entierro le recordé mi nombre, pero su memoria ya estaba consumida. Igualmente la invité a una copa en un bar cercano. Me sorprendió ver que, como hacía veinticinco años, Cecilia seguía bebiendo whisky con soda. Al fin y al cabo, era un simple detalle que demostraba que todo seguía igual, y volvió a salir el sol, para demostrarle una vez más a Cecilia Luluchol, que nunca es tarde para volver a florecer.


lunes, 5 de marzo de 2012

MIcrorrelatos para Micropersonas (X)


El sofá en el que hicimos el amor dormidos




 Somos dos cuerpos reclutados cada uno en un sofá. Dos incondicionales presos del sueño que se apodera de nosotros. Dos gladiadores entrometidos con inocencia en una ventisca de sentimientos, conocedores de que este será nuestro último aliento, conocedores de una verdad que me atormenta, de una angustia que me ofusca y un misterio que me enamora. Sigo escribiendo nuestra historia pese a que otro es el que te dibuja. Aunque si te soy sincero, ahora mismo me sobran las palabras y no le hago caso a la realidad que existe más allá de este sofá. Me excita mucho este silencio, pero hoy no haremos el amor, será el amor el que nos haga a nosotros. Te estás quedando dormida y, por desgracia, mañana será otro día.

jueves, 1 de marzo de 2012

Conversaciones con un muerto viviente (III)


El pájaro asesinado que revivió mientras caía al suelo



Vivimos la juventud en la era del temperamento. Desembocamos en una pasión radical y precipitada. Pero los jóvenes no nos arrepentimos, formamos parte de ese clan que vive como piensa y no tenemos en cuenta las malditas consecuencias que acarrean nuestras acciones.

No, ese no es nuestro propósito. Pensar es de cobardes, aunque actuar es de engreídos. A hurtadillas me comentan que todo se va a pique, que esta no es la filosofía que se quiere transmitir y nos estamos perdiendo entre ímpetu y desenfreno. 

Y no me quejo, hay lo que hay, por lo que se ha luchado y se ha acabado consiguiendo. No me preocupan los fracasos, ni las palizas sentimentales, ni las lágrimas derramadas. En parte estoy nervioso por eso de la muerte, porque siempre está ahí y no deja de soplarme en la nuca.

Quizás seamos como un pájaro enjaulado, uno de esos que, pese a que la puerta de la jaula esté abierta, no se atreve a salir. Una especie de cobarde gilipollas que se cree el más gallito del gallinero.  A lo mejor forma todo parte de un juego donde el enemigo es uno mismo, donde todo aquel que lucha debe hacerlo contra su propia persona. 

Estoy empezando a fumar hierba de esa que dicen que relaja, una de esas mierdas que cualquier amigo de pacotilla te puede conseguir a precio de coste. Qué va, estoy demasiado enganchado a los sentimientos para reclutar de nuevo otros vicios. 

Tengo veinticuatro años y cuatro los llevo viviendo en garantía. No entiendo de filosofías y hace tiempo que Dios solo me parece un personaje al que daría lo que fuera por follármelo. Si te soy sincero, Celeste, no entendería la muerte si no fuera parte de un suicidio o asesinato colectivo. Pero bueno, no sabrás todo lo que valgo hasta que no sea capaz de publicar en cientos de páginas todo este sentimiento que guardo.

Celeste, te espero en  los bares. Pero no, no bebas más cerveza, que acabarás enamorándote de a quién ya le robaron el corazón. No bebas más cerveza, Celeste, que  la próxima ronda empezamos con el whisky.