martes, 27 de diciembre de 2011

Historias de diminutos y gigantes (VIII)


El payaso triste y las flores blancas 


En aquella conferencia sobre la posibilidad de la clonación humana había sentadas cuarenta y cinco personas. Entre ellas, en la novena fila, se encontraba la protagonista de mi historia. Con aspecto cansado y sonrisa bobalicona, la actriz principal apoyaba la cabeza sobres su brazo derecho en un claro gesto de desesperación.

Yo, con total naturalidad y disfrazado de payaso triste de trompeta desafinada, irrumpí en aquella conferencia repartiendo flores blancas a todo aquel que me cruzaba. Vi a la protagonista  alzar la vista y clavar sus ojos en los míos mientras despejaba su flequillo de la frente. La vi bonita, tal vez a la vista de cualquiera insignificante, pero era puro arte.

Le entregué la flor que más brillaba del ramo. Blanca, como la espuma del mar de unas lejanas islas asiáticas. Se sonrojó y cuidadosamente apretó sus labios contra mi mejilla y pasó sus brazos por mi espalda. La hice sonreír, pero yo me puse triste, porque no de abrazos viven los payasos.

Casualmente se acercó aquella tarde por la Plaza del 44 donde un grupo de muchachos formaban círculo a mi alrededor esperando recibir mis flores blancas. Al fijarme en su presencia quise alimentarme de sus labios, pero de manera muy modesta se apartó. “Eres un simple payaso. Quizás seas diferente, pero solo eres un payaso más”. Y el maquillaje de mi piel se derritió  ante sus palabras. Y el rímel de mis ojos se fundió en el lagrimeo. 

Pero los payasos tristes somos así, no bajamos la guardia y mantenemos la firmeza. Quise convocar a Miliki, a Joker, a Krusty, a Ronald McDonald.  Quise entablar conversación con todo aquel  que de la risa había intentado hacer amor. Pero quizás, a la protagonista de mi historia le pasaba como a todo el mundo. Porque los payasos nunca causan indiferencia, o se les quiere, o se les odia.

Me encontré abatido en aquella Plaza del 44 y, resignado, lancé mi ramo de flores infinitas contra la pared, deseando con todas mis fuerzas que se marchitaran. Maldije la risa y el amor, los abrazos y la simpatía, su mente y su perfume. Fue entonces cuando una de las niñas que me observaban asombradas, me regaló una de esas flores que yo, estúpidamente, por un momento, había odiado. “Inténtalo de nuevo Payaso Triste, intenta enhumorar a tu protagonista”

Creí entonces que si los gatos tienen siete vidas, a mí me quedaban seis payasadas más para conseguir su humor. Porque aunque los gatos se coman a los ratones, a vidas no les gana nadie. Comenzó, de esa manera, la clonación humana de payasos tristes de trompeta desafinada.

A la mañana siguiente, la protagonista de mi historia volvió a acercarse al paradero donde los niños vestían ya los trapos de payaso triste. “¡Vamos chicos!”, les grité, y moviéndonos al son de cómicos apenados fuimos repartiendo flores blancas a todo aquel que nos sonreía pensando: “No eres un payaso más, eres el Payaso Triste”.

Nunca conseguí su amor, pero a pesar de mis lágrimas, quedé enhumorado de su sonrisa de por vida.

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