martes, 28 de febrero de 2012

El Espejo Ajeno 8

Alberto Duracell 


En la guarida del comisario cierto día:

- Bien, antes que nada quisiera saber cuál es su nombre de pila.
- Alberto Duracell, señor. Para servirle.
- De acuerdo señor Duracell. Empecemos con el cuestionario. ¿Conoce usted al sujeto?
- La sujeto.
- ¿Qué quiere sujetar?
- No, quiero decir que el sujeto es la sujeto. Se trata de una mujer, señor.
- Bueno, eso es lo que quería decir, haga el favor de no hacerme perder el tiempo. Entonces, ¿cómo se declara?
- Inocente, señor. Hoy es 28 de diciembre.
- ¿Qué? Bien, es igual. Nosotros sabemos que es culpable.
- -Me gustaría, si es tan amable, saber de que se me acusa, señor...
- Señor Nicolakov Bakunin, mucho gusto.
- El gusto es mío.
- ¡No!, ese es el problema. Que usted tiene demasiado buen gusto.
- Es un placer.
- ¡Sí! Y también proporciona mucho placer.
- Es usted muy bondadoso, señor Bakunin.
- Algo le confesaré señor Duracell, de la bondad solo viven los obispos.
- Amén.
- Está bien, lo mejor será que usted pase el resto de su vida aquí encerrado. Estamos convencidos de que ha secuestrado a la sujeto.
-No la secuestré, se lo juro. Fue ella la que quedó cautivada y, que yo sepa, ¡no es un delito quererse!
- Haber pisado el freno, señor Duracell. De tanto avanzar pudo acabar estrellándose.
- Al menos quédese conmigo aquí, las noches son muy frías.
- Le haré el favor, señor Duracell, pero con la condición de ser yo quien duerma en el lado derecho de la cama.
- -Creo que este es el principio de una bonita amistad, señor Bakunin.
 Ande y dese la vuelta,  es hora de que me ponga el pijama.

sábado, 25 de febrero de 2012

Personajes referentes de la vida de un ratón (II)


La niña de la clase de primaria:  Versos a la salida del colegio


“De rostro abombado y tez suave, la niña de la clase de primaria camina lentamente mostrando al universo su sonrisa constante y unos ojos que se rasgan de forma involuntaria. Figurante de mirada alegre y nariz arreplegada viste sencilla entre andares que enamoran y  su vocecilla apacible y sosegada  tararea una vieja canción.

De carnosos labios suculentos que todavía no probé camina hacia la escuela en otra tarde calurosa donde el sol radiante ilumina cada una de las esquinas de su piel.  Le cuelga el bolso a la derecha y la melena hacia la izquierda para sentirse compensada, para repartir cada detalle que la rodea con la máxima precisión.

De latentes sentimientos reales e ideas preconcebidas se siente diferenciada del prototipo de enjuta mujer de prosa fácil y ebria filosofía. Caracterizada por los lunares diversos de su cara concluye su jornada escolar a las cuatro y media. Le escribo, mientras, estas líneas a su espera un miércoles cualquiera de un cierto mes invernal. Mi bolígrafo tiñe de color el aspecto vivaracho con el que la niña de la clase de primaria me recibe en cada cita perdida.

De respirar profundo y perseverancia delicada mantiene la compostura de quien se ve superada por la susceptibilidad que acarrea en sus entrañas. La niña de la clase de primaria ya no es tan niña y se entromete despacito en el mundo de los besos y el dolor. Se me escapa de las manos ese aspecto tan minúsculo de que ya comparte cama con, quizás, otros compañeros de recreo. Pero lejos de importarme, no le muestro interés alguno, pues no es a ellos a los que escribo versos en las tardes de colegio.

Es mi impotencia de chiquillo la que me lleva a la nostalgia más romántica posible. Mi pena  adolescente la que me convierte en cautivo de cada uno de sus movimientos. Mi vida soñadora la que me lleva a volar sobre el aliento de estos versos”

 .                    .                        .

Encontré los manuscritos desordenados del artista años después de su muerte. En ninguno de ellos figuraba el nombre de la niña protagonista, aunque dejó entrever las tres sílabas posibles escondidas entre tres palabras abismales: ternura, estabilidad y afecto.

Me preguntaron los lectores si la niña de la clase de primaria llegó a leer alguna vez las líneas que les acabo de recitar. Me preguntaron por el final, si era feliz o desdichado. Pero es posible que el encanto resida en no saber nada más, en creer que el resto de la historia no fue escrita porque tanto amor no cabía en un trozo de papel.  Es sin duda esa, amigos, la magia del escritor.

jueves, 23 de febrero de 2012

Microrrelatos para Micropersonas (IX)


 El silencio


Ninguno de los dos era sincero, pero lo ocultamos y ambos aceptábamos, de antemano, la situación. Aunque la mayoría de las veces callábamos. Nos bastaba con mirarnos y querernos con misterio. Para nada nos importaban los silencios. Estábamos juntos y era suficiente. Cuando ella se fue todavía lo vi más claro: aquellos momentos sin palabras, aquellas miradas sin ideas, sin esperar grandes cosas de la vida;  las que eran sencillamente la felicidad. Yo buscaba en mi cabeza temas de conversación que pudieran interesarle, pero me sucedía lo mismo que ante un papel en blanco: no se me ocurría nada. A mayor empeño, era mayor mi ofuscación. Se lo expliqué una mañana que, como de costumbre, paseábamos cogidos de la mano. "¿Qué vamos a decirnos? Me siento feliz así", respondió ella.

viernes, 17 de febrero de 2012

Personajes referentes de la vida de un ratón (I)


Leila (La chica de los recuerdos)

"Quiero brindar por la amistad" Estopa

Nos habíamos hecho mayores, ese era el mayor problema de todos. Ya no teníamos quince años recién cumplidos y dejamos de abrazarnos mutuamente para ser nosotros mismos los que rodeáramos con los brazos nuestro propio cuerpo. Sí, es cierto, la ley de la supervivencia se había apoderado del cariño y de la amistad.

Pero, ¿qué quieres que te diga? Aquel día tenía que llegar. Ese día en el que Leila me contara sus problemas y yo no supiera ponerles solución. Ya no le preocupaban los amores de verano ni su comienzo sexual, ahora le atormentaba el aniquilamiento psicológico y el sufrimiento familiar al que era sometida.

¡Qué aberración! ¿Y dónde estaba yo cuando aquel hermano al que tanto quería Leila se marchó cruzando el charco desesperado? Perdimos aquella complementación que siempre nos había caracterizado y su mirada se convirtió entonces en un desierto que creí imposible descifrar. Recuerdo quiénes fuimos y lo que nunca jamás nos unirá de nuevo. Recuerdo sus lágrimas embriagadoras que derrochaba íntimamente y a las que siempre ponía fin con una hipócrita sonrisa.

Si te soy sincero tuvimos el final que tanto deseábamos. Quedamos en uno de los centros comerciales inmensos que hay a las afueras de la ciudad, jugamos al tenis con la ilusión óptica y hablamos de los pactos infinitos que manteníamos con los astros. Le conté sobre la chica con la que salía por aquel entonces (una revolucionaria adicta al chocolate) mientras Leila miraba atenta el escaparate de una agencia con vuelos a Argentina.

Lo demás fue intrascendente. Y está claro que volví a coincidir con ella, pero ya no se llamaba Leila. Le habían arrebatado la identidad y pasó a apodarse “La chica de los recuerdos”. Ocurrió cuando se cansó de las amenazas, de las pesadillas nocturnas y cuando ya le era imposible esconder su nostalgia de Argentina.

Respecto a mí, me casé con una agradable profesora de japonés y publiqué dos libros a la memoria de una Leila que quedó ciega de por vida por un intento fallido de suicidio. Sé que su hermano regresó  del nuevo continente y se dedicó a leerle mis libros cada noche. La chica de los recuerdos lloró con cada uno de ellos, pero ya no reprimía sus lágrimas, ahora las complementaba abiertamente con una auténtica sonrisa
.
Un 30 de septiembre recibí una llamada en la que Leila me proponía tomar café en algún centro comercial. Allí la volví a ver. Estaba pálida y delgada y era arrastrada por un perro lazarillo y ayudada por un blanco bastón. Recuerdo que se deshizo de sus gafas de sol para ser ella misma y me habló entonces de sus amores de verano. Comenzamos a reír tontamente con cada anécdota, porque era cierto que nos habíamos hecho mayores, pero quizás, en aquel preciso momento, ese era el menor de los problemas. 

domingo, 12 de febrero de 2012

Testimonios de un amor sin conclusión (VIII)


Desayuno con diamantes



Pasó las noches en las fiestas del glamour buscando sitio en lo más alto de la cima, dejando a un lado su talento y acomodando su cuerpo en las garras de adinerados caballeros. No la culparé jamás por ello, ni hablaremos del pasado que nos atormentaba en soledad. Probablemente solo nos dediquemos a dar largos paseos matutinos por la gran manzana para que nunca olvide nuestra esencia, que es la esencia del amor.

Quizás nunca fue la actriz que tanto deseó ser, una estrella que eclipsara Hollywood con su arte y su belleza. Por eso me recordaba tanto a mí, porque mis novelas publicadas acumulaban polvo en las bibliotecas y mi sueño se truncaba a pesar de tanto esfuerzo. No obstante, nos diferenciaba mi constante lucha y su fea costumbre de encontrar el encanto en la superficialidad.

Apareció pues, un nuevo sueño al que aferrarme: esas ganas locas de apartarla de todos aquellos canallas que nunca vieron la persona, sino la mujer; y conseguir que solo fuera mía para que la dependencia que surgiera entre nosotros nos independizara del resto de la gente.

No me gustaría escribir este final porque si les soy sincero espero que no lo haya. Al fin ella comprendió que los días rojos se los lleva el viento, que la riqueza no compra dignidades y que los diamantes los lleva tatuados en su cuerpo, y que por eso su piel brilla en la más profunda oscuridad.

Ahora todo tiene un nombre, hemos vuelto a la realidad más necesaria. Ahora todo tiene un nombre, salvo el gato, al que hemos pensado llamar Tiffany’s. Pero pregúntenle a ella, yo ya no recuerdo ni por qué.


jueves, 9 de febrero de 2012

Historias de diminutos y gigantes (X)


Aquella chica a la que siempre quise follarle el culo


No me quedaba dinero para más cerveza y estaba muy, muy nervioso. No paraba de dar vueltas en aquel pub de mala muerte buscando el culo del que me había enamorado. Jo, qué culo. Teníais que haber estado allí. Pero da igual, yo mismo os lo voy a relatar.

Estaba muy nervioso y necesitaba un poco de whisky con soda. Quiero decir, hubiera hecho lo que fuera por conseguir mojar mis labios en alcohol una vez más. Fui danzando de un lado a otro tropezando con todos aquellos que arrastraban sus cuerpos por ese antro. Entonces fue cuando choqué con aquel culo. Jo, en serio, ese culo era de otro mundo. Lamentablemente no eran mis manos las que lo tocaban, las que lo magreaban a sabiendas de la delicadeza de su propietaria. Eran las manos de un auténtico capullo, uno de esos que pese a que no lo conociera, sabía que su destino debía ser la muerte.

Pero el que casi pierde la vida en aquel pub fui yo. Quiero decir que pese a muchas ganas que tuviera de pisotearle la cabeza, fue ese capullo quien, después de un intento fallido por mi parte de patearle la entrepierna, dejó de tocar aquel culo y puso sus asquerosas manos en mi cara. Caí en redondo. Jo, qué golpe me dio. Era un auténtico capullo, pero tenía más fuerza que yo. Perdí de vista aquel culo y me senté frente a la barra del bar a la espera de que la camarera comprendiera mi situación.

Así fue. Aquella camarera se creyó la absurda historia de que mi padre había muerto días antes a causa de un cáncer fulminante. Por eso la muy hipócrita me invitó a un par de copas de ron venezolano, un ron Santa Teresa que guardaba en la despensa para clientes especiales. Jo, la muy estúpida se creyó mi historia. Quiero decir que si no hubiera sido por aquella falsa historia no podría haber saciado mi sed de alcohol en aquel momento.

No os lo creeréis, pero fui de nuevo al encuentro de aquel culo. Jo, ese culo era lo único de verdad que había en aquel asqueroso antro repleto de idiotas.  Menudos idiotas. Qué falsos eran todos. Y qué ganas tenía de patear en la entrepierna a cada uno de ellos. Pero ya todo daba igual, lo que más ilusión me hacía de aquel culo era su cerebro y maldije que no me hiciera ni puñetero caso. ¡Qué putada!, pensé. Decidí entonces largarme a mi casa a escribirle este relato de pacotilla que para muchos hablará de culos y no habrán comprendido una maldita mierda.


De verdad os digo hermanitos que algún día nos casaremos y lo único que consiga saciar mi sed será su saliva. Mientras tanto sigo bebiéndome esta cerveza que dejó olvidada en mi casa. Brindo por ella y por su cerebro. Jo, qué cerebro.


domingo, 5 de febrero de 2012

Historias de diminutos y gigantes (IX)


CALCUTA


Pese a ser atea, tenía nombre de santa. Y soñaba con enseñar a los demás. Transmitía una presunta naturalidad que rozaba la serenidad y el encanto personificado. Poseía una belleza distinta, quizás infinita y única, tal vez sencilla y agradable.

Nunca tuve la oportunidad de hablar largo y tendido con ella. Admiraba su facilidad para tratar cualquier aspecto sin creer en los tabús y dejando apartados los prejuicios. Solía beber ron de aquella copa que yo compartía con ella, escuchar aquella ridícula canción de ese grupo mejicano y bailar en el centro de la pista mientras besaba a los chicos en los labios. 

Me permití el lujo de creer que se parecía mucho a mí. Mostraba la sensibilidad y la lucha por la igualdad humana de un modo aterrador. Eso me recuerda el día que la vi llorar, llovía a mares. Y siempre que la saludaba, ella achinaba los ojos al más puro estilo japonés y deseaba comérmela con palillos allí mismo.

Una vez me dijo que yo era un tipo genial. Odio que la gente diga tonterías, pero a ella se lo perdono todo. Y comencé a soñar que yo era uno de esos chicos a los que besaba, que me gustaba la música mejicana y que compartíamos la misma habitación con el mismo cuarto de baño donde siempre hay esa estúpida crema de manos encima del bidet. Pero nunca le conté mi sueño, puede que ella no fuera capaz de perdonarme.

No nos conocimos lo suficiente. Y seguramente nadie le contó que mi película favorita es La Naranja Mecánica y que escucho a The Cure porque me apasiona la oscuridad del hombre. Probablemente ignore que siempre he querido ser la bestia de La Bella y la Bestia porque no conozco a monstruo más humano que el propio ser humano.

Pese a ser atea, tenía nombre de santa. Aunque no creo que lo fuera. Formaba parte de esa minoría absoluta que se deja llevar por la razón y los sentimientos y goza con cada uno de ellos porque son parte de sí mismos, y ella era una amante de la libertad en toda regla.

Jamás le dije lo que sentía  y en silencio contemplaba cada movimiento que realizaba al estudiar. Desde aquel preciso momento me dediqué a escribirle esa canción que ahora cantan los pajaricos cuando vuelve a amanecer. Eso me recuerda el día que la vi sonreír, radiaba un sol alucinante.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Microrrelatos para Micropersonas (VIII)


El cigarrillo


Está llorando. No lo logro comprender. Está llorando y nadie es capaz de consolarla. Esos hombres que la rodean son puros espectadores de sus lágrimas. Y ella sigue llorando. Se miran todos desconcertados y se encogen de hombros. Está llorando y grita desesperada. Nadie se atreve a preguntarle nada. Ella llora y tirita de frío. Parece que sus berrinches van para largo.  Me ofrecen un cigarrillo, pero nadie tiene  encendedor. Alguien le pregunta a la chica si nos presta su mechero. Ella deja de llorar y contesta:

- Sí, claro. Aquí tienen. Pueden quedárselo. 

Aspiramos el humo del cigarrillo con total serenidad. Y ahí, en el suelo y arrodillada, ella ha comenzado a llorar de nuevo.