viernes, 26 de diciembre de 2014

LOS DE LA MUERTE ERAN TUS OJOS



Contra todo pronóstico, el camino hacia la muerte resultó ser más largo de lo esperado.

En mis últimos instantes de vida me encontraba bebiendo ron, como un secuaz capitán pirata en alta mar, con los que se hacían llamar mis amigos y solo eran cómplices porque yo no entendía de amistades; y varios litros de limonada a cuestas, todos envolviéndome en cariños y caricias odiosas que creían gratificantes y no sabían de mi odio hacia los afectos y demás cursilerías varias.

_ Martín, ya hemos bebido demasiado. Será mejor que nos deshagamos de todo el alcohol que sobra –aconsejaba alguno de mis cómplices.

_ Escucha, chumacho, nunca hay alcohol de sobra, sino cuerpos demasiado intolerantes.

_ ¡Sí, sí, bien dicho, capitán! –gritaban los demás fortaleciendo mi argumento. 

Seguíamos con las botellas a cuestas y los pies cada vez más cansados. Nos dirigíamos a ninguna parte porque nadie nos esperaba y aun así, nunca dejamos de caminar. Pero solo yo era conocedor de que quien no tiene camino, acaba eligiendo el mejor destino.

_ Veréis chumachos, hay una mujer, ¿sabéis? Bueno, ¿vosotros qué vais a saber? Pues bien, yo sí que sé, y sé que la hay. También sé que tendréis que poner todo vuestro empeño en que llegue hasta ella, ¿queda claro?

Mis cómplices brindaban por mí y venían de uno en uno y me abrazaban y me daban besos y palmadas en la espalda. Para mí todos eran iguales. Odiaba a cada uno de la misma manera que a los otros. Me pasé todo el viaje maldiciéndolos y debe de ser por eso que el trayecto se hizo corto y al rato me vi bajo el portal de una casa que más bien parecía la mansión de una familia poderosa de aristócratas o de reyes y todos, boquiabiertos, la contemplamos en silencio. Luego, imagino que el más idiota de mis secuaces, gritó emocionado:

_ ¡Es una princesa! ¡La mujer del capitán es una princesa! ¡Un hurra por ellos!

Y todos al unísono cantaron eso de hip hip hurra, hip hip hurra, y mi cabreo fue tal que cogí al idiota por el cuello y lo estampé contra la verja de la puerta con una furia que nadie en mí podía esperar y comencé a patearle el culo de tal manera que ahora al recordarlo aún puedo sentir la compasión que produce la violencia injustificada contra un cómplice cuyo único delito era la buena intención.

_ ¡Martín! Pero, ¿qué he dicho? ¿Por qué me pegas? –preguntó atónito el idiota.

No tuve respuesta para él y por contra continué atizándole en el culo. Fue en eso que la mujer que yo pensaba que tenía que ser mi mujer abrió la puerta de su mansión y al verme saltó disparada hacia el idiota y separó mis garras de su cuello.

_ ¿Pero se puede saber qué diablos haces, Martín? –la mujer, que respondía al nombre de Paula y nadie, salvo yo, lo sabía, me miró desconcertada.

Los secuaces comenzaron a cuchichear todavía atónitos por el espectáculo acontecido. “¿Así que esa es la princesa del capitán? Pues vaya con la princesa, ha puesto a Martín en su sitio.” La ira, como la inspiración, volvió a mí tan pronto como escuché esos comentarios.

_ ¡No es ninguna princesa, malditos! ¿No veis que solo es una mujer? ¡Me vais a volver loco!

Entonces levanté el brazo con afán de soltar la palma de la mano en la cara del idiota por última vez y noté que de repente Paula paraba mi ímpetu de violencia agarrándome fuerte por la espalda.

_ No lo hagas, Martín. Ya pasó todo, ¿de acuerdo? Deja tranquilo a Pedro.

El idiota se llamaba Pedro. El idiota tampoco era tan idiota. Se portó bien, dijo a los demás que hicieran el favor de dejarme solo con Paula y en menos de lo esperado se esfumaron del portal.

_ Ahora que estamos solos, Paula, –le dije cuando vi que nadie más podía escucharnos –necesito que seas tú quien me acompañe en el resto del camino.

_ Eso no puede ser, Martín. Ni siquiera sabes hacia dónde te diriges. Además, yo no entiendo de viajes y en los mares por los que surcas aviva el oleaje. Lo siento, capitán, pero ya te dije en su día que yo me había bajado de tu barco.

_ ¡No, Paula, no! Escúchame con atención. Yo nunca quise ser capitán. Yo era feliz siendo un peón anarquista que birlaba mendrugos de pan a los demás marineros y de la noche a la mañana alguien puso sobre mi cabeza este tricornio y ahora piensan todos que yo estoy al mando.  Está bien, Paula, dejémonos de barcos y surquemos los dos el Atlántico en un acogedor velero.

Pero Paula negó con la cabeza al escuchar mi petición.  En ese momento sentí que subía la marea y me ahogaba entre olas de un mar de lágrimas. Ella repetía una y otra vez:

_ Lo siento, Martín, lo siento.

Volví al ron y a capitanear el barco bajo la atenta mirada de mis cómplices que ya ni siquiera se acercaban a tocarme. Un trago más,  y luego otro que iba acompañado de un tercero, y así sucesivamente hasta que el aire se encargó de abrasarme las entrañas y, de rodillas, expulsé por la boca todo tipo de sustancias. “Y luego el capitán dice que nunca hay alcohol de sobra”, cuchicheaba más de uno a mis espaldas.

Pude imaginar que lo peor de caminar hacia la muerte ya había pasado y que ahora solo hacía falta esperar. Pero no estaba del todo en lo cierto. Volví a vencer en la batalla y me repuse rápido dispuesto a contraatacar.

_ ¡Venga, chumachos, volvamos al portal, aún sigo con las garras afiladas!

Los cómplices dieron un paso atrás y entonces uno dijo:

_ Verás, Martín, esta vez irás tú solo a por esa princesa. Nosotros nos quedamos.

_ ¡Bastardos! ¡Juro por Dios que acabaré con vosotros cuando vuelva! –y me dispuse a marcharme solo, no sin antes recordarles lo siguiente -¡Y no es ninguna princesa! ¡Es solo una mujer!

Esta vez el viaje al portal fue más largo. Allí es donde me esperaba la muerte. Fui sintiéndolo a cada paso que daba. Aun así caminé sin cesar y al llegar me sentí enfermo. Paula besaba al capitán de un barco pirata.

_ ¿Se puede saber qué haces aquí? –me preguntó  después de despedir al que era mi enemigo.

Ya no me acordaba a qué había ido.

_ Vine  a despedirme, Paula. Te regalo el trozo de mundo que me queda.

_ Será lo mejor, Martín. Tu barco debe volver a zarpar.

_ Dime, mujer, ¿volveremos a vernos algún día?

_ Es probable. Cuando consigas que tu barco sea capaz de volar.

La besé en el hombro. Su piel sabía a sal. Luego volví mis pasos y a rastras acabé de vuelta con los chumachos. Me ofrecieron su ayuda, pero mi desenlace ya era inminente.

_ Pedro, amigo –dije una vez me había postrado sobre la cama –Debo pedirte perdón por el comportamiento tan agresivo que tuve contigo.

_ No te preocupes, capitán. Es mi culpa. Soy un idiota.

_ Sí, bueno, en cierto modo sí que lo eres.

Pestañeé un par de veces más y cerré los ojos para no volver a abrirlos. Antes de morir noté que primero me dormía y soñé que yo era el capitán de un barco que volaba. Y entonces,  mira, pasó lo que pasó, y al final, bueno, pensé que morirse tampoco estaba del todo mal.

lunes, 15 de diciembre de 2014

EL ÚLTIMO RUSO BLANCO


Tuvo la poca decencia de apartarme de mi grupo de amigos con los que compartía una sabrosa Guinness en el bar del bueno de Roberto y acorralarme contra la mesa de billar. Claudia estaba exhausta, tal vez excitada, quién sabe; pero doy por seguro que la cara de enfado que traía desató el apetito sexual (si es que no estaba ya lo bastante desatado) de todos los allí presentes:

_Nunca entenderé cómo chicas como yo hemos podido acabar alguna noche contigo! ¡Joder, maldito alcohol!

_Oye, tranquila, preciosa. Ven, deja que te invite a un buen ruso blanco.

_Martín, no. Yo solo quería ser tu amiga, y tú ni siquiera crees en la amistad. Soy una tonta, contigo es imposible que algo salga bien.

Claudia salió disparada hacia el baño. Lloraba. Se le habrá metido algo en el ojo, pensé. Entonces aproveché para invitar a mi amigo Agustín a una partida de billar:

_Voy a lisas-dijo Agus.

_Yo siempre a por ralladas-dije alzando la vista hacia el baño de señoras.

No tardé más de dos minutos en perder. Acabé metiendo la negra en el primer agujero que vi.

_Siempre te pasa igual –dijo Agus.

_Y que lo digas.

Salió en ese momento Claudia del servicio con el móvil entre las manos. Se acercó a la mesa de billar y se sentó sobre ella:

_El día en que controles tu vida con la cabeza y no con el pito, ganarás una partida de billar.

Se levantó y fue directa a la barra. Observé cómo Roberto le servía un ruso blanco bien cargado. Mientras, Agus apoyaba las manos en mis hombros:

_Oye, Martín, esa chica solo quería hacerte feliz.

_Yo ya soy feliz Agus, posiblemente sea la persona más feliz del mundo.

En el bar de Roberto había poca gente. Un par de parejas al fondo ambientaban un antro de mala muerte. Agus y los demás jugaban a los dardos y fumaban tabaco de liar. Yo me acerqué a la barra y me senté al lado de Claudia, que apuraba ya los últimos tragos de su vaso.

_Toma Roberto, cóbrate el ruso de ella y sírvenos dos más –dije extendiendo un billete de diez al barman.

_¿Qué quieres, Martín? –me dijo Claudia.

_Pasar un rato agradable con mi amiga, ¿qué te parece?

_Me parece que tú y yo no somos amigos.

_Vamos Claudia. Nos conocemos de hace mucho tiempo.

_Déjalo, Martín. Además, ahora vendrán a recogerme. Estoy esperando a Ramón.

_¿A Ramón? ¿Estás esperando a ese cabronazo? Joder Claudia, ¿quieres que te explique por qué a ese cabronazo le llamamos el picha corta?

_Dime, Martín, ¿por qué siempre acabas mal con todas? Quiero decir, ¿por qué quieres estar con tantas chicas que ni siquiera llegan a gustarte?

_Cada chica es una historia, Claudia, y cada historia es un relato, y cada relato que escribo me da algo más de vida.

_ Ahora entiendo porque tus relatos son una auténtica basura, Martín.

_ Ahora entiendo porque mi vida es una mierda.

Claudia dio un sorbo largo al ruso blanco y me agradeció que la hubiera invitado. Luego se levantó de la silla, me besó en los labios y se ajustó el vestido.

_ ¿Ya te vas?-le pregunté.

_ Sabes que he quedado. Tengo que irme.

Y volví a ver de nuevo sus ojos verdes llorar.

_ ¡Maldito bar! Por lo que veo ha vuelto a entrarte una mota de polvo en el ojo.

Hubo un silencio intenso.

_ Joder, encima debo de ser la primera tonta que llora por ti.

_ ¿Có…cómo? –titubeé.

_ Adiós, Martín. Cuídate mucho.

_ No te vayas, Claudia! Quédate conmigo, quédate a mi lado. –pero ella siguió alejándose.

Claudia abrió la puerta del bar y el silencio volvió a reinar en aquel antro. Instantes después un coche arrancaba y el ruido sordo del motor se desvanecía en el tiempo y la distancia. No cabía duda, se había marchado.

Miré a Roberto, que, como todos los allí presentes, había presenciado aquella bochornosa despedida.

_ En verdad no le llamamos el picha corta, el Ramón ese es un gran tipo –le dije.

_ Toma, Martín, a este invita la casa – y me sirvió otro ruso blanco.

Agus y los demás también se fueron. Me dieron un abrazo cariñoso, como si se me hubiera muerto el gato o algo así, y no tardaron en largarse del bar. Fuera, la madrugada acechaba con fugarse. Un nuevo día se colaba tímidamente por entre la rendija de la puerta del bar.

Ayudé a Roberto con el cierre del local y fuimos a sentarnos sobre la arena de aquella infinita playa mediterránea que nos rodeaba. Entre el sol y la luna, el cielo presagiaba un domingo de cometas al viento y veleros a la mar. Las aves migratorias regresaban al hogar revoloteando las alas alegremente. Miré al horizonte, el vuelo de las gaviotas más madrugadoras todavía era bajo.

_ Martín, te voy a decir una cosa –dijo posando el brazo en mis hombros.

_ Dime Roberto.

_ Creo que este es el principio de una bonita amistad.

_ ¡Anda ya! No me vengas con finales de película. Sabes de sobra que no creo en la amistad.

_Ya bueno, pero hasta esta noche tampoco creías en el amor.

El ascenso de la marea marcaba las horas de aquel nuevo amanecer. Roberto se durmió en la orilla, donde muere el oleaje. Pegué un trago más a mi último ruso blanco y dejé el vaso a un lado. Luego me recosté sobre la arena y sonreí.

_A otra cosa, mariposa.

Y me dediqué a mirar al horizonte. El vuelo de las gaviotas era cada vez más alto y los rayos de sol iluminaban con fuerza mis húmedas pupilas. Se me habrá metido algo en el ojo, recuerdo que pensé.

martes, 2 de diciembre de 2014

LAS INEVITABLES CHICAS DE MARTÍN



Cuanto más entrada la noche, más entraba la bebida, y yo más entraba a las mujeres. Les entraba, sin pudores ni con el más mínimo temor a que me rechazaran. Porque lo mejor que podían hacer era eso, rechazarme. Yo vagabundeaba por entre las calles, disfrazado de don nadie, admirando la fiesta que destilaba la ciudad, y se acercaban a mí, y yo a ellas, decenas de chicas, tanto morenas como rubias, y se presentaban alegando ya conocerme. Y más entrábamos en la noche, y yo más entraba en la bebida.

_ Martín, ¿verdad? Eres ese chico que siempre escribe sobre una tal Alma, ¿a que sí?

_ Depende. ¿Tú cómo te llamas?

_ Yo soy Paula. He leído mucho sobre ti.

_ Entonces también sabrás que escribo sobre alguna que otra Paula.

_ Sí, a veces imagino que soy yo.

_ No lo eres porque no quieres.

Mi mano derecha fue directa a su culo. La acerqué a mí con delicada violencia. Empezaba a estar un poco mareado. Tenía demasiada sangre en el cerebro. El cerebro lo tenía entre las piernas.

_ Para, Martín. No me tientes, ni siquiera he bebido demasiado.

_ Dime, Paula, ¿cuántos años tienes?

_ Hago 18 en unos meses.

_ Entonces no te hace falta beber más.

_ ¡Que me dejes! Según tengo entendido haces esto con todas.

_ ¿Hacer qué? -le pregunté.

_ Susurrarles al oído, ir detrás de ellas, querer besarlas.

_ ¡Pero si has sido tú la que te has acercado a mí!

Intenté besarla de nuevo.

_ ¡Que te den, salido de mierda!

Me dio un puñetazo en el estómago y se esfumó. Es probable que hubiera perdido una lectora, pero de lo único que estoy seguro es de haber perdido el conocimiento.

Cuando desperté, Gastón estaba a mi lado tocando la guitarra.

_ ¿De dónde apareciste, amigo?

_ Te vi por ahí tirado, Martín. ¿Qué te ha pasado? No parabas de repetir que te llevara al árbol de la plaza. ¿Qué tiene de especial ese árbol?

_ Aquí besé a Alma por última vez. Hace ya seis meses. Desde entonces no había vuelto. Por cierto, creo que aún sigo algo mareado.

_ ¡Bien por ti, Martin! Este árbol te ha resucitado. Deberías escribir tu nombre y el de Alma en él. Graba en el tronco su recuerdo. Es la mejor manera de sentenciar la historia.

_ Es lo más patético que he oído nunca, Gastón. Bien, ¡lo haré!

Mi amigo sacó una navaja de su llavero y me la cedió. Me acerqué al árbol y apoyé mi tristeza sobre el tronco. Del mareo al desmayo había un paso. Me acordé de Paula, del puñetazo que me dio, de todos los puñetazos que había recibido desde mi último beso con Alma. Cerré los ojos, apreté con fuerza la navaja y vomité.

_ Vámonos de aquí, Gastón. Creo que ya está todo sentenciado.

La festividad en la ciudad continuaba en su máximo esplendor. Las chicas bebían para perder la vergüenza. Los chicos ya la habían perdido toda. Yo, en cambio, fue a Gastón al que perdí.

_ ¿Bailas con nosotras, niño perdido?

Unas chicas me cogieron de la mano y me metieron dentro de su círculo de baile. Para cualquier hombre aquello hubiera sido el paraíso. Pero algo no encajaba en la falsa simpatía de aquellas mujeres que solo buscaban en mí la humillación que tanto creían que merecía.

_ ¿Te acuerdas de nosotras, niño perdido?

Juro que era la primera vez que las veía.

_ Todas tenemos algo en común. ¿Sabes lo que es?

Creo que era la primera vez que las veía.

_ Sí, todas hemos caído en tus brazos en las fiestas de la noche. ¿Ya nos recuerdas, niño perdido?

Es posible que no fuera la primera vez que las veía.

Empezaron a empujarme y a pasear mi cuerpo de la una a la otra. Tanta brusquedad en los movimientos aceleraba el ritmo de mi estómago, que pedía a gritos la liberación de todo lo consumido.

_ ¿Y por qué diablos me estáis haciendo esto? -pregunté con poca cortesía.

_ ¡Porque eres un mentiroso! ¡Nos dijiste que nos llamarías! ¡Que te gustábamos y que querías conocernos!

_ Es cierto lo que os dije. Con cada una de vosotras sentí eso. Durante una noche. ¡Durante la maldita eternidad de las noches en que estuve con cada una!

Los empujones continuaron y volvieron a mí los mareos del comienzo. Mi estómago me ganó la partida y vomité encima de alguna de las chicas. Se largaron todas despavoridas. Me alegré, había grabado en ellas mi recuerdo. De nuevo ya estaba todo sentenciado. Y perdí el conocimiento.

Cuando desperté, Gastón estaba a mi lado tocando la guitarra.

_ ¿De dónde apareciste, amigo?

_ Te vi por ahí tirado, Martín. ¿Qué te ha pasado? No parabas de repetir que te llevara al banco de la plaza. ¿Qué tiene de especial ese banco?

_ Mira, Gastón. Ahí está sentada Alma. ¿La ves?

_ Solo veo un gorrión rojo apoyado sobre el banco.

_ Exacto, amigo. Voy a hablar con ella. Necesito decirle a Alma lo que siento.

Me acerqué al banco y apoyé mis recuerdos sobre el respaldo. El gorrión rojo perdía su mirada en la mía, ondeaba su melena al viento, retorcía su cuello sutilmente y dejaba entrever una ligera sonrisa. A lo lejos, el sol bañaba de oro el mar con un hermoso amanecer. Gastón se había perdido con la oscuridad. Solo quedábamos Alma y yo. E intenté hablar con ella.

_ ¿Te acuerdas de este banco, Alma? Nuestro primer beso, ¿eh? Y allí, en aquel árbol, el último. Ahora estamos aquí de nuevo los dos. Volaste aquella vez y hoy volando vuelves a mí. Todavía te recuerdo. Estás en todos los recobecos de esta ciudad que hoy se viste de fiesta. Pero la mejor fiesta es estar contigo. ¿Y tú? ¿Ya te olvidaste de mí?

El gorrión rojo mantuvo la compostura de quien no tiene nada que perder y no contestó. Alma siempre hacía eso, podía estar horas y horas mirándome sin mediar palabra. No importó. Bebí un poco de vino y seguí mirando cómo amanecía mientras acariciaba la larga melena del gorrión.

La noche había llegado a su fin. Las chicas volvían a casa acompañadas de sus guardaespaldas. Los que no tenían a quien salvaguardar, buscaban en el sol todavía la noche. Yo me recosté en el banco y dejé que ahora fuera el gorrión el que me acariciase. No lo hizo. Alma siempre era reacia a acariciarme. No importó. El viento soplaba de poniente, la mañana ya dejaba ver los primeros pájaros y me alegré. Miré a Alma, abría el pico muy despacio.

_ Te pío mucho – me dijo.

_ Yo te pío más – le contesté sorprendido.

Alma y yo nos fundimos en un cálido beso y emprendió de nuevo su vuelo hacia ningún lugar. Le dije adiós con la mano y se perdió entre la enormidad del tiempo y la distancia. Exactamente es eso, tiempo, lo que me faltaba para llegar a todas partes. Para poder querer y dejarme querer. Pero eran las ocho de la mañana y no me iba a poner sentimental a esas alturas. Por fin estaba todo sentenciado. Alma se fue y en un portal una chica intentaba atinar con la llave para entrar. Corrí y me acerqué a ella.

_ Espera, ya te ayudo yo – le dije.

_ Gracias, chico. Por cierto, me llamo Sara.

_ ¿Así que Sara, eh? Pues bien, ya he abierto el portal.

_ ¿Tú, Martín, no? Si quieres puedes subir conmigo. Hasta que mi novio vuelva de su viaje soy una chica soltera.

Y me dediqué a mirar al horizonte. El vuelo de las gaviotas era cada vez más alto y los rayos de sol iluminaban con fuerza mis húmedas pupilas. En el cielo brillaba un gorrión rojo. A Sara le brillaba la mirada. Mi cabeza era una tormentosa confusión. Pero entonces lo comprendí todo. Si no puedes hacerle el amor a tu pasado, acuéstate con tu presente.

_ ¿Entonces qué, chico? ¿Subes conmigo?

La mañana en su máximo esplendor asaltaba el nuevo día. La gente salía a correr por las calles. En la playa se veían los primeros bañistas de la temporada. Gastón y los suyos tocaban la guitarra en la que fue mi plaza. Los pájaros piaban y piaban y el mundo, de nuevo, volvía a sentenciar una de sus noches.