martes, 20 de marzo de 2012

Historias de diminutos y gigantes (XII)


Demasiadas hamburguesas para tan pocos solomillos


Si comienzo a enumerar todas las hamburguesas con queso y cebolla que engullí una tarde de septiembre en el bar de Josete, podría pasarme horas y horas. Sentí la necesidad absurda de saciar un vacío estomacal que llevaba apoderándose de mis entrañas desde que lo dejé con Mariel. Así que aquel día decidí comer hasta que me sangraran las encías. Y lo conseguí. Pero cuando fui consciente de mi idiotez, me limpié la cara en el lavabo y busqué el supermercado más cercano para comprar un cepillo de dientes tan urgente en aquel momento, puesto que la cebolla nunca es aliento de buen gusto.

No tardé en encontrar una tienda de ultramarinos al otro lado de la calle y a escasos metros del bar. Entré rápido, corrí desesperado por cada pasillo y lo divisé. Allí estaba. Se trataba de un cepillo de dientes con cerdas especiales para la lengua y que incorporaba un sabroso (según la etiqueta) flúor en su interior. Pero tanta excitación se vino abajo de manera drástica cuando comprobé que me había gastado todo el dinero en las hamburguesas que el bueno de Josete me había preparado con tanto cariño.

No tuve más remedio que asimilar la dura decepción. Realmente no era tanta mi necesidad de lavarme la boca con cepillo y dentífrico, se trataba más bien de un símbolo de cambio. Había comprendido que ese vacío estomacal (que aún continuaba después del atracón de  hamburguesas) no era por falta de alimento, sino por ausencia de sentimiento. Entonces quise renovar. Ser otro. Venirme arriba. Se había apoderado de mí la exigencia de querer presumir de frescura, comenzando desde ese mismo instante por el aliento. 

Fue entonces cuando noté una cálida mano sobre el brazo que acariciaba mi vello con dulzura.

- No temas, yo te dejaré el dinero necesario.

Giré el cuello asombrado para comprobar de quien era esa voz. Y mi asombro no hizo más que agrandarse. ¡Qué mujer! Acababa de dejarme sin aliento. La miré a los ojos mientras  nuestros rostros dibujaban una sonrisa disimulada y se lo agradecí.

- No sabes el favor que me haces.

Comencé entonces a notar unos picores en el interior que me hicieron temblar. "¡Es una mariposa!", pensé en voz alta. De repente acercó su boca a la mía y me besó apasionadamente. Noté el amor correrse por mis piernas. Y al instante, ella desapareció.

Entonces recordé que en el bolsillo de la chaqueta siempre guardo algo de dinero. Volví al bar, y allí seguía el bueno de Josete, preparado para seguir cocinando más hamburguesas de esas que tanto me gustaban, con queso y, esta vez, con extra de cebolla. 

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