viernes, 8 de julio de 2011

Historias de diminutos y gigantes (IV)

 Un nuevo ombligo para un nuevo pantalón


  "El viaje más largo comienza con un solo paso"

 Como la vida misma, ya veréis. Yo nunca había tocado el cielo tan plácidamente como aquella noche. Sobre todo cuando le dio por vomitar en mis pantalones. “Qué bien”, pensé, “ya tengo excusa para poder quitármelos”. 

A ver, cómo explicarlo. Llevaba demasiado tiempo esperando aquel momento, por eso entended que me pusiera tan nervioso cuando perdí la orientación de mis dedos sobre su cuerpo y fui a parar a su ombligo, aunque no fuera la salida (o más bien la entrada) que yo más deseaba. Ahí decidí acampar, y en eso que sonríe y se me escapa un te quiero. ¡Ale, ya la hemos liado! Si es que no aprendo…

Pero es que iba guapa, ¿eh? Con los ojos corridos (por el rímel, no adelantemos acontecimientos todavía), el vestido roto y los tacones perdidos por alguna carretera. Yo que sé, llamadme gilipollas si queréis, pero esa chica tenía tanta luz que podía iluminar toda una ciudad. Y encima yo tenía la bombilla que aquello parecía un enorme fuego artificial. Para no quererla…

Acabó todo que ella volvió con su novio y yo… yo volví a mi casa. En bicicleta, eso sí. Lo extraño de todo esto es que sucedió tantas veces que me quedé sin pantalones. De ahí el cabreo de mi madre, que no entendía como su hijo podía ser tan idiota.

Menos mal que el tiempo pasó de tal manera que ahora lo que hacía con los ombligos era morderlos. Eso debe ser la madurez, pensé. Claro, entonces ya no se me escapaban “te quieros”, sino palabras de curiosos y gigantes (de papis y mamis quizás). Ni que estuviera nuevamente enamorado, fíjate tú.

Total, que fue una época de pereza inaudita. “Va campeón, que hasta el viaje más largo comienza con un solo paso”. Pero es que otra vez empezar a palpitar sin frenos… ¡corría el riesgo de estrellarme! Luego comprendí que no es lo mismo un reto que un sueño (si es que el dormir doce horas diarias no es siempre por gusto). Además, estaba más cursi que de costumbre; no es que si ella me faltara yo fuera a morirme, ¡qué coño!, si yo me tenía que morir prefería que fuera con ella. 

Ahora ya ha cambiado todo, hasta la talla de mi ropa interior. En silencio escucho un palpitar y no hay quién lo controle. Será culpa de su ombligo. “¿Me lo enseñas chica tristeliz?” Te juro que ya no soy tan idiota, que mi madre ya me ha comprado pantalones nuevos.

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