domingo, 11 de octubre de 2015

LAS MUJERES MÁS GUAPAS DEL MUNDO


La primera vez que vi llorar a mi madre yo tenía siete años. Fue la noche después del entierro de mi abuela, cuando, una vez en casa, se sentó y observó detenidamente la urna donde se conservaban las cenizas que certificaban su orfandad. Era tal su insistencia en ese objeto tan indecoroso que ni siquiera se percató de que yo me encontraba a su lado, acariciando su mano de madre con las mías de niño e intentando hacer de mi ridícula compasión la mayor de las heroicidades. Aun así ella permanecía inmóvil, ajena a mí y a cualquiera de las circunstancias y solo supe que la locura no se había apoderado de ella cuando me di cuenta de que, incluso con aquel mar de lágrimas bañando la palidez de su aún joven piel, mi madre era sin duda la mujer más guapa del mundo.

Recordé aquella historia en una fría tarde de invierno en el momento en que Paula Vélez, que por entonces ya salía conmigo, me preguntó, refugiada en mi paraguas, cuál había sido el momento más triste de mi vida:

_ Desde bien pequeño, mi padre y yo siempre jugábamos a tenis los domingos. No había manera de ganarle. No podía entender cómo, aun siendo más joven y atlético, salía derrotado ante un hombre que tenía treinta años más que yo. Hasta que por fin, después de tanto tiempo esperando, llegó mi tan ansiada victoria y cuando pensé que no existía mayor placer que aquel, me encontré con un viejo abatido por su propio hijo, cansado y que jadeaba hasta el asma. Entonces, la que iba a ser la mayor de mis felicidades se convirtió de pronto en un calvario. Mi padre se estaba haciendo mayor y la vida, en aquel momento, me pareció un poco más cruda.

Paula se acomodaba en mi hombro y caminaba de lado haciendo valer de apoyo el paraguas que yo sostenía. Pese a sus botas ya mojadas, ella prefería pisar los charcos, gritar a los ciclistas, acercarse a los coches. Todavía nos quedaba camino y yo, lejos de entenderla, preferí sonreír y escucharla atento:

 _ Cada verano vamos quince días a Argentina a visitar a mis abuelos. Ellos ya hace años que no pueden volar y mi madre y yo siempre ahorramos para verlos. Nos cuentan historias, nos invitan a pizza y presumen de nieta en su pandilla. Son unas vacaciones perfectas. Pero después de dos semanas siempre tenemos que volver, y es ahí, justo en esa despedida, cuando todo se desmorona. Ellos lloran, nosotras lloramos y una vez de vuelta, pienso que ha podido ser la última vez que les haya visto vivos. Así que por ahora, Martín, yo vivo el momento más triste de mi vida todos los años.

Aquella noche también llovía. Mi madre se levantó y bajó las persianas con la manivela. Luego fue a la cocina, batió dos huevos, los frió y me dio la cena. Me hizo sentarme junto a ella, a escasos centímetros de los restos de mi abuela y me prometí no levantar la cabeza de mi plato. No caí en que la curiosidad es más fuerte que el temor y, al enfrentarme de pleno a aquel trasto de metal, sentí que algún ser diabólico me estrangulaba la entrada del estómago y decidí que no tenía más hambre.

_ Yo me los comeré – dijo entonces.

Y ahí estaba ella, mi madre, a la que años después haría la vida imposible, acabándose mi cena porque había descubierto que mis ojos también eran de cristal y que, quizás, no era la mejor de las situaciones dar de comer a un niño de siete años delante de aquella urna fea y gris.

_ Ya queda poco – le dije a Paula _ Solo hay que seguir recto un poco más, luego girar a la derecha y ya veremos el embarcadero.

_ Menudo día hemos elegido, Martín. Vaya suerte tenemos.

Y era verdad que la tarde estaba siendo horrible. La lluvia caía de costado y el esfuerzo por controlar el paraguas dificultaba la atención en nuestro diálogo. Pero Paula era así, no necesitaba que el momento fuera perfecto, ella se dejaba llevar por la situación y no se preguntaba el porqué, el cómo, el con quién:

_ Luego está el momento más bonito que he vivido. Aquella tarde de hace veinte años, cuando mis padres entraron en casa de mis tíos y me enseñaron, entre sábanas y bostezos, a mi hermano recién nacido. Yo solo tenía cinco años y ni siquiera recuerdo esto que te estoy contando, pero mi madre se encarga de repetírmelo una y otra vez, si estoy triste, si me ve enfadada, y me recuerda que un día fui así de feliz y que la imagen de mi hermano y yo mirándonos por primera vez, debería curarme las penas para siempre. ¿Y tú, Martín? ¿Cuál es el momento más bonito que has vivido?

La última vez que vi llorar a mi madre yo tenía veinticuatro años. Fue una semana después del divorcio de mis padres cuando, una tarde de sábado en casa, ella se abrió una cerveza, puso la música al máximo y se sentó en una silla frente al mar. Pese a la admiración que procesaba mi madre hacia el tan relajante sonido de las olas, se percató de que yo me había acurrucado a su lado, con otra cerveza en el regazo, acariciando su mano de madre con las mías de adolescente e intentando hacer de ese ridículo acto la reconciliación con el hijo que fui algún día. Ella me miró feliz, radiante como un astro; entonces supe que no podía haber tomado mejor decisión que seguir hacia delante sin el lastre de mi padre, aquel hombre al que yo quería tanto y sin embargo mi madre tan poco, y entendí que detrás de esas lágrimas que bañaban su ya desgastada piel, se escondía el entusiasmo de una vida nueva y que no debía preocuparme en absoluto por si mi madre se había vuelto loca o no, porque aun así, la volví a encontrar la mujer más guapa del mundo.

_ Por fin, Paula. Ya hemos llegado. Esto es lo que llevaba tanto tiempo intentando enseñarte. Siento que hoy esté lloviendo, que el cielo sea tan oscuro y que nos estemos muriendo de frío. Pero te prometo que este es el lugar más bonito que existe y me moría por compartirlo contigo.

_ No te disculpes, Martín. Es un momento perfecto.

Sonaban las seis en los relojes de Valencia en aquella tarde invernal de febrero. Tal vez Paula y yo éramos las únicas personas que se atrevían a caminar entre los charcos y desafiar al viento, pero quisimos, como siempre, ganar la partida a las adversidades. Y contra todo pronóstico allí nos encontrábamos, desde el embarcadero más bonito de la ciudad, siendo testigos del mejor de los atardeceres justo un día en que el sol se encontraba oculto tras las nubes, abrazados en mitad de la nada, con un paraguas como único refugio de una tarde más que se nos escapaba, como el tiempo de las manos, y cómo no, decidí besar a Paula y olvidarme de la lluvia, dejando a un lado el atardecer tan nefasto porque nada brillaba más que sus ojos reflejados en mis gafas, y así es como nos convertimos ella y yo en la puesta de sol de aquel miércoles plagado de tristes y bonitos recuerdos, cuando aprovechamos para conocernos mejor y besarnos con más ganas, contentos y empapados, nostálgicos y felices.

Aquella noche dormí en el piso de Paula y acabé desvelado por el sonido de las gotas al caer. Me acordé, repentinamente, de mi madre y me prometí llamarla al día siguiente para ver cómo se encontraba y le diría, también, que comeríamos juntos el domingo. Pensé en el hermano de Paula y al verla dormida a mi lado imaginé que estaría soñando con volver a verle. O quizás eran sus abuelos quienes invadían sus sueños y me vi viajando junto a ella en el primer vuelo rumbo a Buenos Aires. Paula se movía hacia los lados y buscaba mis brazos en la oscuridad mientras yo le acariciaba el cuello e indagaba en mis adentros la fórmula imposible de detener el tiempo. ¿Cómo le iría a mi padre desde su divorcio? ¿Volveríamos a jugar a tenis algún día? La última vez que lo vi me preguntó si tenía novia. De volver a verle ya no sabría qué contestarle. Paula nunca hablaba de eso. Me miraba y se reía y me besaba y nunca respondía. Y ahí estaba, babeando como una niña, abrazada a mis hombros, hablando en sueños y usando como almohada un osito de peluche.


Estaba loca. Por eso supe que, sin duda, era la segunda mujer más guapa del mundo.

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