lunes, 15 de septiembre de 2014

CARTAS PARA PAULA: SEMANA 0

                                                                                                    “En todo encuentro erótico hay un    personaje                                                                                                                            invisible y siempre activo: la imaginación". 
Octavio Paz



Al principio todo era de colores. Tus ojos. Tus labios. Las gotitas de pis que siempre dejabas estampadas en tus bragas. Era la lógica irrefutable de los diecisiete, una primera oleada de sentimientos que empezaban a florecer cuando tú, tan extrovertida como a partir de entonces resultaste ser, te abalanzaste sobre mi espalda en aquella fiesta de bienvenida del inicio de curso. Te presentaste como Paula y poco más. Tú ya sabías que yo era Martín, el chico nuevo del bachillerato y me obligaste insistente a que te sacara a bailar. Y un baile, un par de cervezas y tres chupitos después ya estábamos perdiendo la ropa en los jardines traseros de aquel local de mala muerte.

Quince lunares conté antes de que mi vista alcanzara el contorno de tus pechos. Luego no dejé de fijarme en ellos en nuestros cinco años de relación: el contraste entre ellos y el resto de tu cuerpo, el mismo que volvía a perder su tonalidad en lo más íntimo de ti, lo que a su vez se convirtió a partir de entonces y noche tras noche en mi perdición. Tú lo que viste no fue más que lo esperado, la delgadez de mis minúsculos huesos y un engañoso trozo de carne sobresaliente que se venía arriba entre caricias y mordiscos.

Pero tu plan no iba más allá de lo ya hecho hasta el momento. Solo querías conocerme. Desvestir nuestros jóvenes cuerpos solo era una artimaña para hablar de mujer frágil a hombre frágil. Me dijiste que te quedaba poco para cumplir los dieciocho, que tus padres estaban separados y que acababas de salir de una relación.. Yo soy Martín, he sido increíblemente tímido hasta la fecha, me gusta escribir, suelo llevar unas gafas enormes y creo que me estoy enamorando de ti, te dije sin pensar. Te reías y reías mientras jugabas con el vello púbico de tu entrepierna. Arriba y abajo. Y otra vez. Arriba y abajo. Y te abrías como buenamente podías y te acercabas a besarme y reconocer cada parte de mi cuerpo con tu mano. Vistámonos y vamos a mi casa, sugeriste, por lo que pensé que el reconocimiento no había ido del todo mal.

Un hermano imaginé que tenías, por las fotos del comedor. Una madre que yacía dormida en la salita contigua y toda una habitación para los dos, donde nos dejamos caer sobre la cama y me imaginé arrancándote la ropa a pedazos mientras mordía tus labios antes de formar un riachuelo de saliva hasta llegar a los hermanos inferiores de estos, y apartar a cada lado la mata de pelo que los cubría y perderme finalmente en tus adentros. Luego podría haber cogido tus piernas y dejarlas descansando sobre mis hombros para acercarme con delicada violencia a ti y penetrarte a ritmos incesantes. Y una vez dentro empujar hacia arriba y hacia delante hasta conseguir que las naves de agua despegaran y formar conjuntamente otro riachuelo mientras mi saliva seguiría aún sobre tu estómago y con la mayor de las consecuencias yo descansaría mi cabeza sobre tu ombligo.

Fue tanta mi imaginación que no te escuché la primera vez y tuviste que volver a repetirlo. ¿Me has oído?, preguntaste, no me apetece follar, lo siento, me encuentro algo cansada. Y yo sin reprocharte lo más mínimo te dije que sí, que me parecía bien, y nos quitamos de nuevo la ropa como en los jardines y enganchado a tu espalda fui acariciando tu cuerpo hasta caer rendidos. Y es así como todavía cinco años después te quiero recordar. Tan humana y tan sensible como tus lágrimas de dormida me hacían suponer. Llorar en sueños a la luz de las rendijas de la persiana de tu habitación con tu delicado cuerpo a la intemperie, unas lágrimas que tardaría tiempo en adivinar de qué eran consecuencia y el porqué de solo expresarlas cuando tu mente desconectaba. Pero lo importante en aquel preciso momento era que todo en tu habitación desplegaba una armoniosa melancolía: el montón de peluches desparramado por el suelo, las almohadas de Agatha Ruiz desordenando tu escritorio, aquellas braguitas ajustadas que tiradas por encima de tu mesilla de noche me hicieron sonreír y pensar que aquello era el principio de una eternidad que perdió su condición de infinitud a los cinco años.

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