domingo, 12 de octubre de 2014

CARTAS PARA PAULA: SEMANA 30


No verte se convirtió en la mejor opción. Tras la nochevieja del 2007 nuestros lazos afectivos sufrieron tal modificación que ni siquiera sabría muy bien cómo empezamos a distanciarnos. Un cúmulo de errores que resultaron ser el fruto de aquella primera discusión. Por tu mayoría de edad te regalé una cría de Yorkshire Terrier de la que te encariñaste al momento y al menos la inocente Leila fue el único rayo de sol que pudimos observar durante aquellos malditos días de principio de año.

Las navidades te habían cambiado el humor. Tus lágrimas post-coito empezaron a ser más habituales y a mí empezaron a desconcertarme cada vez más. Al inicio de nuestra relación pensaba que llorabas por la emoción, por la cantidad de sentimientos que se te revolvían al hacerlo conmigo, pero luego pensé que qué estupidez, que tu silencioso berrinche era debido a la culpa, a la conciencia que te carcomía por no sé bien qué asunto, porque esa era otra, tus asuntos empezaron a formar parte de ti y no de los dos, y tú llorabas y yo enjugaba tus lágrimas con la yema de mis dedos temiéndome que lo que realmente quisieras era estar sola.

Follar ya no lo era todo. Los cimientos de nuestra esencia se traspasaron a las tardes de merienda, los paseos por la playa, las excursiones a la montaña, los manoseos en el cine. Durante las navidades te mostraste más distante y no le di importancia porque sabía lo familiar que eras, y para colmo católica, pero bien, me conformé con nuestra media hora diaria en el portal de tu casa y pasar la noche de fin de año en la misma mesa. Luego alegaste malestares físicos, dolores de cabeza, de ovarios, visitas a la residencia de tu abuela, al piso de tu padre, al veterinario, para no quedar conmigo. Y cuando podíamos volvíamos a ser mejores amigos entre sábanas azules y al instante perfectos desconocidos. Otra vez tus lágrimas al dormir, otra vez mis lágrimas por ti.

¿Se puede saber por qué cojones no me explicas que te pasa? ¿A mí? Nada. Está bien, y si no te pasa nada, ¿por qué lloras cuando follas, Paula? Porque te prometo que llevo más de cinco meses intentando descubrirlo y me mata el no saberlo. Déjalo, Martín, no me apetece hablar de ello. Y era normal que no te apeteciera porque era sábado y estábamos bebiendo todos en un parque y aprovechando mi ebriedad me envalentoné a preguntar. Y si no volvió a salir el tema de tus sollozos era porque tenía miedo de que hablar de ello nos alejara un poco más.

De tu padre no me habías contado mucho. Lo último que se veía con una chica de veintitantos y que no te había sentado muy bien. Sobre tu ex novio me sorprendió que todavía hablases con él. Bueno Martín, ha empezado sus primeros exámenes en la universidad y solo quise saber cómo le había ido. ¿Le echas de menos, Paula? ¿A qué viene esa estúpida pregunta? No, no le echo de menos, de ser así no estaría aquí contigo. Y con esa respuesta parecía que quisieras convencerte a ti misma más que querer convencerme a mí. No me importaba, yo ni siquiera le conocía. Me jodía tu distancia, el no saber enfrentarme a tus lágrimas, el no tener valor para decirte ¿Paula estás bien, necesitas ayuda?

Por eso maldije la llegada del nuevo año, le di por culo a la navidad que nos había frenado en seco y me pregunté por qué, por qué cuando todo va bien alguien te zancadillea y por qué ese alguien era yo mismo, y, joder, por qué yo no tenía experiencia en el amor, y por qué tú solo eras la primera y yo era el siguiente en tu larga lista. La cobardía me llevó a la evasión y mientras tú gritabas socorro en silencio yo me busqué en otros y en otras manteniendo fidelidad física pero dejándome querer hasta que mi corazón decía basta. Y ahora aún te oigo llorar y yo estoy mirando al otro lado de la cama. Ahí está Leila tiene los ojos abiertos y no deja de babear. Las orejas en punta. Parece que me quiere decir algo.

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