Cuanto más entrada la noche, más
entraba la bebida, y yo más entraba a las mujeres. Les entraba, sin
pudores ni con el más mínimo temor a que me rechazaran. Porque lo
mejor que podían hacer era eso, rechazarme. Yo vagabundeaba por
entre las calles, disfrazado de don nadie, admirando la fiesta que
destilaba la ciudad, y se acercaban a mí, y yo a ellas, decenas de
chicas, tanto morenas como rubias, y se presentaban alegando ya
conocerme. Y más entrábamos en la noche, y yo más entraba en la
bebida.
_ Martín, ¿verdad? Eres ese chico que
siempre escribe sobre una tal Alma, ¿a que sí?
_ Depende. ¿Tú cómo te llamas?
_ Yo soy Paula. He leído mucho sobre
ti.
_ Entonces también sabrás que escribo
sobre alguna que otra Paula.
_ Sí, a veces imagino que soy yo.
_ No lo eres porque no quieres.
Mi mano derecha fue directa a su culo.
La acerqué a mí con delicada violencia. Empezaba a estar un poco
mareado. Tenía demasiada sangre en el cerebro. El cerebro lo tenía
entre las piernas.
_ Para, Martín. No me tientes, ni
siquiera he bebido demasiado.
_ Dime, Paula, ¿cuántos años tienes?
_ Hago 18 en unos meses.
_ Entonces no te hace falta beber más.
_ ¡Que me dejes! Según tengo
entendido haces esto con todas.
_ ¿Hacer qué? -le pregunté.
_ Susurrarles al oído, ir detrás de
ellas, querer besarlas.
_ ¡Pero si has sido tú la que te has
acercado a mí!
Intenté besarla de nuevo.
_ ¡Que te den, salido de mierda!
Me dio un puñetazo en el estómago y
se esfumó. Es probable que hubiera perdido una lectora, pero de lo
único que estoy seguro es de haber perdido el conocimiento.
Cuando desperté, Gastón estaba a mi
lado tocando la guitarra.
_ ¿De dónde apareciste, amigo?
_ Te vi por ahí tirado, Martín. ¿Qué
te ha pasado? No parabas de repetir que te llevara al árbol de la
plaza. ¿Qué tiene de especial ese árbol?
_ Aquí besé a Alma por última vez.
Hace ya seis meses. Desde entonces no había vuelto. Por cierto, creo
que aún sigo algo mareado.
_ ¡Bien por ti, Martin! Este árbol te
ha resucitado. Deberías escribir tu nombre y el de Alma en él.
Graba en el tronco su recuerdo. Es la mejor manera de sentenciar la
historia.
_ Es lo más patético que he oído
nunca, Gastón. Bien, ¡lo haré!
Mi amigo sacó una navaja de su llavero
y me la cedió. Me acerqué al árbol y apoyé mi tristeza sobre el
tronco. Del mareo al desmayo había un paso. Me acordé de Paula, del
puñetazo que me dio, de todos los puñetazos que había recibido
desde mi último beso con Alma. Cerré los ojos, apreté con fuerza
la navaja y vomité.
_ Vámonos de aquí, Gastón. Creo que
ya está todo sentenciado.
La festividad en la ciudad continuaba
en su máximo esplendor. Las chicas bebían para perder la vergüenza.
Los chicos ya la habían perdido toda. Yo, en cambio, fue a Gastón
al que perdí.
_ ¿Bailas con nosotras, niño perdido?
Unas chicas me cogieron de la
mano y me metieron dentro de su círculo de baile. Para cualquier
hombre aquello hubiera sido el paraíso. Pero algo no encajaba en la
falsa simpatía de aquellas mujeres que solo buscaban en mí la
humillación que tanto creían que merecía.
_ ¿Te acuerdas de nosotras, niño
perdido?
_ Todas tenemos algo en común. ¿Sabes
lo que es?
Creo que era la primera vez que las
veía.
_ Sí, todas hemos caído en tus brazos
en las fiestas de la noche. ¿Ya nos recuerdas, niño perdido?
Es posible que no fuera la primera vez
que las veía.
Empezaron a empujarme y a pasear mi
cuerpo de la una a la otra. Tanta brusquedad en los movimientos
aceleraba el ritmo de mi estómago, que pedía a gritos la liberación
de todo lo consumido.
_ ¿Y por qué diablos me estáis
haciendo esto? -pregunté con poca cortesía.
_ ¡Porque eres un mentiroso! ¡Nos
dijiste que nos llamarías! ¡Que te gustábamos y que querías
conocernos!
_ Es cierto lo que os dije. Con cada
una de vosotras sentí eso. Durante una noche. ¡Durante la maldita
eternidad de las noches en que estuve con cada una!
Los empujones continuaron y volvieron a
mí los mareos del comienzo. Mi estómago me ganó la partida y
vomité encima de alguna de las chicas. Se largaron todas
despavoridas. Me alegré, había grabado en ellas mi recuerdo. De
nuevo ya estaba todo sentenciado. Y perdí el conocimiento.
Cuando desperté, Gastón estaba a mi
lado tocando la guitarra.
_ ¿De dónde apareciste, amigo?
_ Te vi por ahí tirado, Martín. ¿Qué
te ha pasado? No parabas de repetir que te llevara al banco de la
plaza. ¿Qué tiene de especial ese banco?
_ Mira, Gastón. Ahí está sentada
Alma. ¿La ves?
_ Solo veo un gorrión rojo apoyado
sobre el banco.
_ Exacto, amigo. Voy a hablar con ella.
Necesito decirle a Alma lo que siento.
Me acerqué al banco y apoyé mis
recuerdos sobre el respaldo. El gorrión rojo perdía su mirada en la
mía, ondeaba su melena al viento, retorcía su cuello sutilmente y
dejaba entrever una ligera sonrisa. A lo lejos, el sol bañaba de oro
el mar con un hermoso amanecer. Gastón se había perdido con la
oscuridad. Solo quedábamos Alma y yo. E intenté hablar con ella.
_ ¿Te acuerdas de este banco, Alma?
Nuestro primer beso, ¿eh? Y allí, en aquel árbol, el último.
Ahora estamos aquí de nuevo los dos. Volaste aquella vez y hoy
volando vuelves a mí. Todavía te recuerdo. Estás en todos los
recobecos de esta ciudad que hoy se viste de fiesta. Pero la mejor
fiesta es estar contigo. ¿Y tú? ¿Ya te olvidaste de mí?
El gorrión rojo mantuvo la compostura
de quien no tiene nada que perder y no contestó. Alma siempre hacía
eso, podía estar horas y horas mirándome sin mediar palabra. No
importó. Bebí un poco de vino y seguí mirando cómo amanecía
mientras acariciaba la larga melena del gorrión.
La noche había llegado a su fin. Las
chicas volvían a casa acompañadas de sus guardaespaldas. Los que no
tenían a quien salvaguardar, buscaban en el sol todavía la noche.
Yo me recosté en el banco y dejé que ahora fuera el gorrión el que
me acariciase. No lo hizo. Alma siempre era reacia a acariciarme. No
importó. El viento soplaba de poniente, la mañana ya dejaba ver los
primeros pájaros y me alegré. Miré a Alma, abría el pico muy
despacio.
_ Te pío mucho – me dijo.
_ Yo te pío más – le contesté
sorprendido.
Alma y yo nos fundimos en un cálido
beso y emprendió de nuevo su vuelo hacia ningún lugar. Le dije
adiós con la mano y se perdió entre la enormidad del tiempo y la
distancia. Exactamente es eso, tiempo, lo que me faltaba para llegar
a todas partes. Para poder querer y dejarme querer. Pero eran las
ocho de la mañana y no me iba a poner sentimental a esas alturas.
Por fin estaba todo sentenciado. Alma se fue y en un portal una chica
intentaba atinar con la llave para entrar. Corrí y me acerqué a
ella.
_ Espera, ya te ayudo yo – le dije.
_ Gracias, chico. Por cierto, me llamo
Sara.
_ ¿Así que Sara, eh? Pues bien, ya he
abierto el portal.
_ ¿Tú, Martín, no? Si quieres puedes
subir conmigo. Hasta que mi novio vuelva de su viaje soy una chica
soltera.
Y me dediqué a mirar al horizonte. El
vuelo de las gaviotas era cada vez más alto y los rayos de sol
iluminaban con fuerza mis húmedas pupilas. En el cielo brillaba un
gorrión rojo. A Sara le brillaba la mirada. Mi cabeza era una
tormentosa confusión. Pero entonces lo comprendí todo. Si no puedes
hacerle el amor a tu pasado, acuéstate con tu presente.
_ ¿Entonces qué, chico? ¿Subes
conmigo?
La mañana en su máximo esplendor
asaltaba el nuevo día. La gente salía a correr por las calles. En la
playa se veían los primeros bañistas de la temporada. Gastón y los suyos
tocaban la guitarra en la que fue mi plaza. Los pájaros piaban y
piaban y el mundo, de nuevo, volvía a sentenciar una de sus noches.
No hay comentarios:
Publicar un comentario