martes, 2 de diciembre de 2014

LAS INEVITABLES CHICAS DE MARTÍN



Cuanto más entrada la noche, más entraba la bebida, y yo más entraba a las mujeres. Les entraba, sin pudores ni con el más mínimo temor a que me rechazaran. Porque lo mejor que podían hacer era eso, rechazarme. Yo vagabundeaba por entre las calles, disfrazado de don nadie, admirando la fiesta que destilaba la ciudad, y se acercaban a mí, y yo a ellas, decenas de chicas, tanto morenas como rubias, y se presentaban alegando ya conocerme. Y más entrábamos en la noche, y yo más entraba en la bebida.

_ Martín, ¿verdad? Eres ese chico que siempre escribe sobre una tal Alma, ¿a que sí?

_ Depende. ¿Tú cómo te llamas?

_ Yo soy Paula. He leído mucho sobre ti.

_ Entonces también sabrás que escribo sobre alguna que otra Paula.

_ Sí, a veces imagino que soy yo.

_ No lo eres porque no quieres.

Mi mano derecha fue directa a su culo. La acerqué a mí con delicada violencia. Empezaba a estar un poco mareado. Tenía demasiada sangre en el cerebro. El cerebro lo tenía entre las piernas.

_ Para, Martín. No me tientes, ni siquiera he bebido demasiado.

_ Dime, Paula, ¿cuántos años tienes?

_ Hago 18 en unos meses.

_ Entonces no te hace falta beber más.

_ ¡Que me dejes! Según tengo entendido haces esto con todas.

_ ¿Hacer qué? -le pregunté.

_ Susurrarles al oído, ir detrás de ellas, querer besarlas.

_ ¡Pero si has sido tú la que te has acercado a mí!

Intenté besarla de nuevo.

_ ¡Que te den, salido de mierda!

Me dio un puñetazo en el estómago y se esfumó. Es probable que hubiera perdido una lectora, pero de lo único que estoy seguro es de haber perdido el conocimiento.

Cuando desperté, Gastón estaba a mi lado tocando la guitarra.

_ ¿De dónde apareciste, amigo?

_ Te vi por ahí tirado, Martín. ¿Qué te ha pasado? No parabas de repetir que te llevara al árbol de la plaza. ¿Qué tiene de especial ese árbol?

_ Aquí besé a Alma por última vez. Hace ya seis meses. Desde entonces no había vuelto. Por cierto, creo que aún sigo algo mareado.

_ ¡Bien por ti, Martin! Este árbol te ha resucitado. Deberías escribir tu nombre y el de Alma en él. Graba en el tronco su recuerdo. Es la mejor manera de sentenciar la historia.

_ Es lo más patético que he oído nunca, Gastón. Bien, ¡lo haré!

Mi amigo sacó una navaja de su llavero y me la cedió. Me acerqué al árbol y apoyé mi tristeza sobre el tronco. Del mareo al desmayo había un paso. Me acordé de Paula, del puñetazo que me dio, de todos los puñetazos que había recibido desde mi último beso con Alma. Cerré los ojos, apreté con fuerza la navaja y vomité.

_ Vámonos de aquí, Gastón. Creo que ya está todo sentenciado.

La festividad en la ciudad continuaba en su máximo esplendor. Las chicas bebían para perder la vergüenza. Los chicos ya la habían perdido toda. Yo, en cambio, fue a Gastón al que perdí.

_ ¿Bailas con nosotras, niño perdido?

Unas chicas me cogieron de la mano y me metieron dentro de su círculo de baile. Para cualquier hombre aquello hubiera sido el paraíso. Pero algo no encajaba en la falsa simpatía de aquellas mujeres que solo buscaban en mí la humillación que tanto creían que merecía.

_ ¿Te acuerdas de nosotras, niño perdido?

Juro que era la primera vez que las veía.

_ Todas tenemos algo en común. ¿Sabes lo que es?

Creo que era la primera vez que las veía.

_ Sí, todas hemos caído en tus brazos en las fiestas de la noche. ¿Ya nos recuerdas, niño perdido?

Es posible que no fuera la primera vez que las veía.

Empezaron a empujarme y a pasear mi cuerpo de la una a la otra. Tanta brusquedad en los movimientos aceleraba el ritmo de mi estómago, que pedía a gritos la liberación de todo lo consumido.

_ ¿Y por qué diablos me estáis haciendo esto? -pregunté con poca cortesía.

_ ¡Porque eres un mentiroso! ¡Nos dijiste que nos llamarías! ¡Que te gustábamos y que querías conocernos!

_ Es cierto lo que os dije. Con cada una de vosotras sentí eso. Durante una noche. ¡Durante la maldita eternidad de las noches en que estuve con cada una!

Los empujones continuaron y volvieron a mí los mareos del comienzo. Mi estómago me ganó la partida y vomité encima de alguna de las chicas. Se largaron todas despavoridas. Me alegré, había grabado en ellas mi recuerdo. De nuevo ya estaba todo sentenciado. Y perdí el conocimiento.

Cuando desperté, Gastón estaba a mi lado tocando la guitarra.

_ ¿De dónde apareciste, amigo?

_ Te vi por ahí tirado, Martín. ¿Qué te ha pasado? No parabas de repetir que te llevara al banco de la plaza. ¿Qué tiene de especial ese banco?

_ Mira, Gastón. Ahí está sentada Alma. ¿La ves?

_ Solo veo un gorrión rojo apoyado sobre el banco.

_ Exacto, amigo. Voy a hablar con ella. Necesito decirle a Alma lo que siento.

Me acerqué al banco y apoyé mis recuerdos sobre el respaldo. El gorrión rojo perdía su mirada en la mía, ondeaba su melena al viento, retorcía su cuello sutilmente y dejaba entrever una ligera sonrisa. A lo lejos, el sol bañaba de oro el mar con un hermoso amanecer. Gastón se había perdido con la oscuridad. Solo quedábamos Alma y yo. E intenté hablar con ella.

_ ¿Te acuerdas de este banco, Alma? Nuestro primer beso, ¿eh? Y allí, en aquel árbol, el último. Ahora estamos aquí de nuevo los dos. Volaste aquella vez y hoy volando vuelves a mí. Todavía te recuerdo. Estás en todos los recobecos de esta ciudad que hoy se viste de fiesta. Pero la mejor fiesta es estar contigo. ¿Y tú? ¿Ya te olvidaste de mí?

El gorrión rojo mantuvo la compostura de quien no tiene nada que perder y no contestó. Alma siempre hacía eso, podía estar horas y horas mirándome sin mediar palabra. No importó. Bebí un poco de vino y seguí mirando cómo amanecía mientras acariciaba la larga melena del gorrión.

La noche había llegado a su fin. Las chicas volvían a casa acompañadas de sus guardaespaldas. Los que no tenían a quien salvaguardar, buscaban en el sol todavía la noche. Yo me recosté en el banco y dejé que ahora fuera el gorrión el que me acariciase. No lo hizo. Alma siempre era reacia a acariciarme. No importó. El viento soplaba de poniente, la mañana ya dejaba ver los primeros pájaros y me alegré. Miré a Alma, abría el pico muy despacio.

_ Te pío mucho – me dijo.

_ Yo te pío más – le contesté sorprendido.

Alma y yo nos fundimos en un cálido beso y emprendió de nuevo su vuelo hacia ningún lugar. Le dije adiós con la mano y se perdió entre la enormidad del tiempo y la distancia. Exactamente es eso, tiempo, lo que me faltaba para llegar a todas partes. Para poder querer y dejarme querer. Pero eran las ocho de la mañana y no me iba a poner sentimental a esas alturas. Por fin estaba todo sentenciado. Alma se fue y en un portal una chica intentaba atinar con la llave para entrar. Corrí y me acerqué a ella.

_ Espera, ya te ayudo yo – le dije.

_ Gracias, chico. Por cierto, me llamo Sara.

_ ¿Así que Sara, eh? Pues bien, ya he abierto el portal.

_ ¿Tú, Martín, no? Si quieres puedes subir conmigo. Hasta que mi novio vuelva de su viaje soy una chica soltera.

Y me dediqué a mirar al horizonte. El vuelo de las gaviotas era cada vez más alto y los rayos de sol iluminaban con fuerza mis húmedas pupilas. En el cielo brillaba un gorrión rojo. A Sara le brillaba la mirada. Mi cabeza era una tormentosa confusión. Pero entonces lo comprendí todo. Si no puedes hacerle el amor a tu pasado, acuéstate con tu presente.

_ ¿Entonces qué, chico? ¿Subes conmigo?

La mañana en su máximo esplendor asaltaba el nuevo día. La gente salía a correr por las calles. En la playa se veían los primeros bañistas de la temporada. Gastón y los suyos tocaban la guitarra en la que fue mi plaza. Los pájaros piaban y piaban y el mundo, de nuevo, volvía a sentenciar una de sus noches.








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