Cuando pienso en los días fríos, pienso en el
noviembre que ya ha llegado, en la nueva temporada de abrigos que los chicos ya
lucen en la facultad. Cuando les pregunto a ellos me dicen que sí, que se les
congelan las manos a primera hora de la mañana y que eso es lo que entienden por frío. Yo hago
como que la meteorología no me afecta, la manga corta es cobijo suficiente y
sigo sentándome frente al ordenador con la ventana abierta, alargando un verano
que ya no existe pero que hoy todavía recuerdo.
No es entonces de extrañar que me miren
sorprendidos los muchachos por las calles. Me señalan. Señalan mis brazos
desnudos, mi cuello descubierto, la ausencia de guantes en mis pequeñas manos.
Yo sigo mi curso como si nada, venciendo el viento polar de las montañas que me
lava la cara, que amplifica mis pulmones, que calma mi sed de venganza. Las
tardes se desploman cada vez más temprano y las noches que me aguardan son de
escritorio, ordenador y nostalgia.
Lo que entiendo yo por frío no es otra prenda
de vestir más, temblar después de la ducha, la manta hasta las orejas y doble
par de calcetín. Ni siquiera uso edredón a la hora de acostarme. Me basta con
una ligera sábana que cubra mi enjuto torso, la luz apagada, la música compuesta
por el chirriante silbido del viento.
La mujer que se acuesta a mi lado se pega
junto a mí con un ligero tembleque en las piernas que no me deja descansar. Me
abraza buscando en mi cuello el edredón que tanto echa en falta, me ahoga con
sus manos y finalmente se duerme con su cara tan próxima a la mía que en plena
madrugada ya siento su aliento matutino en mi pituitaria. Mientras, yo
contemplo la calle oscura y solitaria, señores tristes durmiendo en los
cajeros, abrigados con cartones, discutiendo en sueños la pesadilla del
malvivir diario. Pienso entonces en el frío, en el largo noviembre que dura
varios meses, con sus cortos días y sus interminables noches. Y pienso también
en la mujer que tengo enfrente, la miro, tan extremadamente delgada que me da miedo
tocarla, tan insignificante, su aliento no cesa, ahí está, durmiendo como si la
vida no fuera con ella.
La lluvia hace acto de presencia en la
mayoría de amaneceres de este largo noviembre. Los muchachos cubren sus
voluminosas cabezas con horrendos paraguas de diseño. El agua intermitente moja
mi cara, resbalan las gotas por mis ojos y salpican en el suelo con auténtica
indiferencia. Contemplo el tímido alba de estos días de invierno como una gota
de lluvia más. De los cajeros ya despertaron temprano los fantasmas que soñaron
vivir en otro mundo, que es el mundo que me juzga. La mujer que me acompaña a
la facultad los mira aterrorizada y ellos a ella con ligera sonrisa endeble que
se desvanece en la distancia. Son
entonces estos los momentos más fríos del mes, de penetrantes miradas que
desnudan las almas golpeadas por la fuerte lluvia, el frío de los nuevos días
que son una y otra vez el mismo, los sentimientos insulsos de una sociedad
muerta en la apatía.
La mujer que me abraza me pregunta lo que me
pasa. Acostumbrada ya, no recibe respuesta. Se viste en mis brazos rebosando
latente nerviosismo. Se siente observada por cientos de ojos enfermos. Lanza el
paraguas al aire y llora la tristeza de la rutina vivida. El mundo que la
aflora dice no ser ya el suyo. Pero no cambia nada, todo fluye en la mentira
constante y es en la distancia entre estos dos mundos donde se halla toda la
verdad. La mujer que me coge la mano con fuerza busca en mi cuerpo el calor del
ausente verano. Ya empieza a sentir el frío como yo lo siento, un noviembre que
engaña, un noviembre que desviste.
Y en
las calles nos sentamos desnudos a observar en silencio el ruido de los andares
de alicaídos muchachos que besan labios vendidos.
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