lunes, 16 de abril de 2012

Cuentos antes de dormir (I)


EL SEMÁFORO DE YONGE STREET



Una vez salí a dar una vuelta sin rumbo fijo, desquiciado por los sentimientos que acechaban mi cabeza de bohemio idealista y atormentado por el rechazo de todo aquel que pensaba de mí que yo era simplemente uno de los rehenes del autismo. Una vez salí a dar una vuelta y aparecí ante un semáforo en pleno centro de Toronto, amontonado entre la gente que se acumulaba lo más cerca de la calzada, pero sin rebasarla. La inquietud de las personas acabó por contagiárseme, e impacientes empujábamos a los de delante, como si esa acción llevara al hombrecillo rojo del semáforo a desaparecer más deprisa.

Maldije la lluvia que, volviéndome pasivo, empañaba los cristales de mis pupilas y sentí un frío aterrador penetrando con violencia por mi nuca. El viento soplaba amenazante, un viento de esos que te acompaña durante el exilio emocional y te devora. Se trataba de  unos vientos procedentes del norte, uno de esos que había estado arrasando la costa pacífica de Alaska y amenazaba con plantar cara durante todo el invierno a las calles canadienses. Supongo que debido a aquellas dichosas condiciones meteorológicas, los nervios de todos aquellos que desesperábamos por la presencia del hombrecillo rojo, allí, en la calle Yonge Street, parecían cafeína diluida en estado puro.

Yo creo que, solo por hacernos enfurecer a todos, ese hombrecillo del semáforo que nos prohibía el paso estuvo más tiempo de lo normal, ganándose la fama de importante y haciendo vivir a sus siervos en la más profunda impotencia. Hasta que por fin apareció el hombrecillo verde para darnos paso de una acera a otra al menos durante quince segundos escasos. Fue entonces cuando todos, desquiciados, caminamos a contrarreloj hasta la otra acera, sin importarnos para nada el tropezarnos con los que venían de frente. Y si alguno caía, era poco probable que sobreviviera. Recuerdo que yo le planté cara a aquel semáforo de tal manera que al cruzar aún me sobraron nueve segundos.

Eché la vista atrás y comprendí que ojalá hubiera contado siempre con esos nueve segundos demás para hablar, nueve segundos más para besar a todas aquellas chicas que habían formado parte de mi alma, nueve segundos más para despedirme de Patricia aquella última noche en la clínica de Madrid. Nueve segundos más que fueran capaces de hacer reflexionar a los mismos opresores culpables de que nuestras vidas fueran tan solo cárceles con las puertas abiertas. Pero la puerta siempre había estado abierta, y desde que fuimos conscientes de la facilidad para salir por ella, no volvimos a entrar.

Cuando el hombrecillo verde volvió de nuevo a intercambiarse por el rojo, aquella calle torontoniana llamada Yonge Street y conocida por ser la calle más larga del mundo, volvió a ser sinónimo de hecatombe.  De nuevo, más gente se apresuraba por poder ser la primera en acercarse al bordillo de la calzada, mientras que los que se habían quedado entre ambas aceras  por falta de tiempo, luchaban por esquivar a los “Velociraptors” (o así llamaba yo a los coches que no entendían de frenos) los cuales evitaban la llegada a terreno franco de aquellos que solo defendían su derecho a ser libres. Pero la libertad, por aquellos tiempos, se había vuelto escasa y relativa.

Yo, ya a salvo como he comentado antes, observaba la nueva situación camino de Eglinton Park, dispuesto a echar unos tiros con el nuevo bate de Roberto. El sol comenzó a brillar tanto que iluminaba hasta las almas más oscuras. Fui consciente entonces de la suerte de haber llegado a donde estaba, de haber llegado a ver el sol. Fui consciente de la suerte que había tenido siempre, como cuando tiraba las judías a la basura y al día siguiente me daban hamburguesa. Al menos Roberto me había hecho olvidar a Patricia, pese a que llevaban siempre la misma bata blanca, aquella maldita bata blanca que siempre me atormentaba.

Quizás dejaba aquella calle pasada para siempre, Yonge Street hacia el norte desde Montgomery Avenue. Allí a lo lejos seguían estando los indefensos en medio de la calzada, y otros paralizados por el hombrecillo rojo, esclavizados en una acera que se les quedaba pequeña, dominados por la desesperación, esperando al hombrecillo verde como quien espera a la vida en cualquier clínica olvidada. Mientras, allí en Eglinton Park, Roberto bateó tan alto que la pelota se perdió entre la inmensidad del cielo, al menos,  durante nueve segundos escasos.

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