viernes, 17 de junio de 2011

Historias de diminutos y gigantes (III)

Tanto corazón para tan poca cabeza 


"En la mente se encuentra la sabia decisión"



La verdad es que a la sexta copa poco me importaba que mi amigo estuviera tan enamorado de ella. Así que la besé como si no hubiera mañana y acabé naufragando entre sus sábanas instantes después. Se trataba de una chica que gustaba a todos, excepto a un servidor. Pero la curiosidad mató al gato y aquí me veis, relatando aquella historia como si realmente me importara.

En su cama pasé buenos momentos, incluso una noche me dijo: “Por favor, no me hagas daño”. Joder, ni que fuera mi primera vez en esto de las experiencias vacías. Luego fui cayendo en la cuenta de que sus palabras iban más allá. Hablaba de corazones que sienten, de sentimientos que penetran más que el propio acto.

Quizás fue una decisión que marcó todas mis creencias. Pero en mi defensa diré que ella me había abducido de tal manera que acabé perdiendo el norte, mis principios y las ganas de separarme de ese cuerpo ajeno. Me hice  adicto a sus efluvios corporales,  y comencé a rastrear su piel  con cada yema de mi dedo, hasta perderme en su cerebro sexual que esperaba ardiente una amorosa manipulación tan arrebatadora como la violencia de un tren sin frenos en una estación. 

Eso mismo, un tren que entra en un túnel. Sale. Entra. Sale. Entra. Y ya está, lo sé, esto hay que mejorarlo. Pero éramos curiosos, libres y gigantes; jóvenes inmaduros que tienen que aprender de la pasión. Entonces al llegar a casa me puse a escribir lo que hoy muero por vivir.

No había vida últimamente. Me apetecía quedarme en calzoncillos delante del espejo hasta que las lágrimas produjeran el ácido suficiente para quebrantar mi piel. Y por fin comprendí lo que era realmente la tristelicidad: traicionar una amistad por algo tan simple como pasional. 

¿Dónde está el límite de la mediocridad? ¿Hasta dónde llegaremos si no paramos la mentira de la vida? Como cuando encontré a una princesa frente a su puerta y le dije que mi única misión era hacerla feliz. Emocionado esperaba su respuesta: “Yo ya soy feliz”, me contestó. Sonreí, porque razón no le faltaba, y encontré por fin el significado de mi existencia.

Se trataba de no hacer infeliz a nadie, luego ellos mismos ya se ocuparían de buscar la felicidad con o sin mi ayuda. Ese era mi destino y debía de cumplirlo. Pero, ¿qué había de mí? ¿Qué buscaba yo en aquella princesa? Si ni siquiera creo en las princesas. En eso consistía mi vida, en poder ser capaz de abrazarla. Era tan sencillo como eso y yo estaba perdiendo la cabeza, pero era muy cierto que  sin ella, para empezar, no había vida.

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