Leila (La chica de los recuerdos)
Nos habíamos hecho mayores, ese era el mayor
problema de todos. Ya no teníamos quince años recién cumplidos y dejamos de
abrazarnos mutuamente para ser nosotros mismos los que rodeáramos con los
brazos nuestro propio cuerpo. Sí, es cierto, la ley de la supervivencia se
había apoderado del cariño y de la amistad.
Pero, ¿qué quieres que te diga? Aquel día
tenía que llegar. Ese día en el que Leila me contara sus problemas y yo no
supiera ponerles solución. Ya no le preocupaban los amores de verano ni su comienzo
sexual, ahora le atormentaba el aniquilamiento psicológico y el sufrimiento
familiar al que era sometida.
¡Qué aberración! ¿Y dónde estaba yo cuando
aquel hermano al que tanto quería Leila se marchó cruzando el charco
desesperado? Perdimos aquella complementación que siempre nos había
caracterizado y su mirada se convirtió entonces en un desierto que creí
imposible descifrar. Recuerdo quiénes fuimos y lo que nunca jamás nos unirá de
nuevo. Recuerdo sus lágrimas embriagadoras que derrochaba íntimamente y a las
que siempre ponía fin con una hipócrita sonrisa.
Si te soy sincero tuvimos el final que tanto
deseábamos. Quedamos en uno de los centros comerciales inmensos que hay a las
afueras de la ciudad, jugamos al tenis con la ilusión óptica y hablamos de los
pactos infinitos que manteníamos con los astros. Le conté sobre la chica con la
que salía por aquel entonces (una revolucionaria adicta al chocolate) mientras
Leila miraba atenta el escaparate de una agencia con vuelos a Argentina.
Lo demás fue intrascendente. Y está claro que
volví a coincidir con ella, pero ya no se llamaba Leila. Le habían arrebatado
la identidad y pasó a apodarse “La chica de los recuerdos”. Ocurrió cuando se
cansó de las amenazas, de las pesadillas nocturnas y cuando ya le era imposible
esconder su nostalgia de Argentina.
Respecto a mí, me casé con una agradable
profesora de japonés y publiqué dos libros a la memoria de una Leila que quedó
ciega de por vida por un intento fallido de suicidio. Sé que su hermano regresó
del nuevo continente y se dedicó a
leerle mis libros cada noche. La chica de
los recuerdos lloró con cada uno de ellos, pero ya no reprimía sus lágrimas,
ahora las complementaba abiertamente con una auténtica sonrisa
.
Un 30 de septiembre recibí una llamada en la
que Leila me proponía tomar café en algún centro comercial. Allí la volví a
ver. Estaba pálida y delgada y era arrastrada por un perro lazarillo y ayudada
por un blanco bastón. Recuerdo que se deshizo de sus gafas de sol para ser ella
misma y me habló entonces de sus amores de verano. Comenzamos a reír
tontamente con cada anécdota, porque era cierto que nos habíamos hecho mayores, pero quizás, en aquel preciso momento, ese era el menor de los problemas.
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