El payaso triste y las flores blancas
En aquella conferencia sobre la posibilidad
de la clonación humana había sentadas cuarenta y cinco personas. Entre ellas,
en la novena fila, se encontraba la protagonista de mi historia. Con aspecto
cansado y sonrisa bobalicona, la actriz principal apoyaba la cabeza sobres su
brazo derecho en un claro gesto de desesperación.
Yo, con total naturalidad y disfrazado de
payaso triste de trompeta desafinada, irrumpí en aquella conferencia
repartiendo flores blancas a todo aquel que me cruzaba. Vi a la protagonista alzar la vista y clavar sus ojos en los
míos mientras despejaba su flequillo de la frente. La vi bonita, tal vez a la
vista de cualquiera insignificante, pero era puro arte.
Le entregué la flor que más brillaba del
ramo. Blanca, como la espuma del mar de unas lejanas islas asiáticas. Se
sonrojó y cuidadosamente apretó sus labios contra mi mejilla y pasó sus brazos
por mi espalda. La hice sonreír, pero yo me puse triste, porque no de abrazos
viven los payasos.
Casualmente se acercó aquella tarde por la
Plaza del 44 donde un grupo de muchachos formaban círculo a mi alrededor
esperando recibir mis flores blancas. Al fijarme en su presencia quise
alimentarme de sus labios, pero de manera muy modesta se apartó. “Eres un
simple payaso. Quizás seas diferente, pero solo eres un payaso más”. Y el
maquillaje de mi piel se derritió ante
sus palabras. Y el rímel de mis ojos se fundió en el lagrimeo.
Pero los payasos tristes somos así, no
bajamos la guardia y mantenemos la firmeza. Quise convocar a Miliki, a Joker, a
Krusty, a Ronald McDonald. Quise
entablar conversación con todo aquel que
de la risa había intentado hacer amor. Pero quizás, a la protagonista de mi
historia le pasaba como a todo el mundo. Porque los payasos nunca causan
indiferencia, o se les quiere, o se les odia.
Me encontré abatido en aquella Plaza del 44
y, resignado, lancé mi ramo de flores infinitas contra la pared, deseando con
todas mis fuerzas que se marchitaran. Maldije la risa y el amor, los abrazos y
la simpatía, su mente y su perfume. Fue entonces cuando una de las niñas que me
observaban asombradas, me regaló una de esas flores que yo, estúpidamente, por
un momento, había odiado. “Inténtalo de nuevo Payaso Triste, intenta enhumorar a tu protagonista”
Creí entonces que si los gatos tienen siete
vidas, a mí me quedaban seis payasadas más para conseguir su humor. Porque
aunque los gatos se coman a los ratones, a vidas no les gana nadie. Comenzó, de
esa manera, la clonación humana de payasos tristes de trompeta desafinada.
A la mañana siguiente, la protagonista de mi
historia volvió a acercarse al paradero donde los niños vestían ya los trapos
de payaso triste. “¡Vamos chicos!”, les grité, y moviéndonos al son de cómicos
apenados fuimos repartiendo flores blancas a todo aquel que nos sonreía pensando:
“No eres un payaso más, eres el Payaso Triste”.
Nunca conseguí su amor, pero a pesar de mis lágrimas, quedé enhumorado de su sonrisa de por vida.
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