jueves, 30 de octubre de 2014

MÁS ALLÁ DEL COÑO


Más allá del coño


No había conseguido escribir nada digno aquella noche. La madrugada caía sobre mi estudio y la soledad era acompañada por el whisky. Fue entonces cuando llamaron a la puerta. Me guardé la polla dentro del pantalón, me levanté medio borracho y abrí. Era Laura, como siempre, como todas las veces.

- Me he enterado de que lo dejaste con Paula, amor.

- Es una golfa más. Y no me llames amor, nena. No me llames nada.

- No te enfades, amor. Solo he venido a ver qué tal estás.

Me serví un whisky con soda y le ofrecí uno a Laura. Pero no quiso beber. Nunca quiere beber cuando le ofrezco whisky. Es una desagradecida. Una puta desagradecida.

- Estoy jodido, nena. No sé sobre qué escribir.

- Deja que te ayude, quizás yo pueda inspirarte.

Agarró mi mano y la colocó sobre uno de sus enormes pechos.

- ¿Así mejor, amor?

- Joder nena, cómo te quiero.

- ¿De verdad lo dices?

- Sí nena. Te quiero porque hueles a incesto y crimen. Y eso me vuelve loco.

Desnudé a Laura lentamente, pese a que opuso una ligera resistencia. La besé en la boca y le di una cachetada en el culo.

- ¿Por qué hemos estado separados tanto tiempo, amor?

- Tienes que entenderlo, nena. No puedo estar en todo. Pero no ha habido coño como el tuyo. Tan carnoso y excitante, tan húmedo y juguetón. Eres un encanto, nena. No imaginas lo que te quiero.

- Te gusta mi coño, ¿verdad, amor?

- Me gusta verlo, olerlo, comerlo. Siéntate en el sofá y abre esas piernas, nena. Voy a escribir sobre ese coño que es el fruto de mi inspiración.

Laura se sentó y abrió las piernas como le ordené. Cogí pluma y pergamino y empecé a deslizar mi trazo por el papel.

- ¿No estarás escribiendo sobre este momento, no amor? No me gustaría que esto saliera de aquí.

- Calla nena, no digas nada.

- ¿Me sigues queriendo?

- Cada minuto que pasa te quiero más.

Le volví a ofrecer escocés con agua para beber. La muy desagradecida volvió a rechazarlo. Paula nunca rechazaba un trago de alcohol. Es más, le entusiasmaba. Paula era una maldita zorra, pero le entusiasmaban los tragos de alcohol.

Laura y yo hicimos el amor durante toda la noche. A la mañana siguiente me desperté sobresaltado. Fui al baño y acabé de escribir el relato sobre Laura. Luego se me ocurrió llamar a Paula por teléfono. Lo hice, pero esa jodida golfa no contestó a mi llamada. Nunca lo hacía. Es una desagradecida. Una puta desagradecida.

El sol permanecía escondido tras los nubarrones que presagiaban otro día de lluvia intensa. Hacía mucho frío y Laura aún continuaba dormida. Encendí un Lucky Strike y suspiré. La vida en la ciudad era una auténtica mierda. 

miércoles, 15 de octubre de 2014

ALEGRÍAS DEL INCENDIO


ALEGRÍAS DEL INCENDIO

"A Saurón y los cometas estelares"


-¡Fuego, fuego! ¡Corred hijos de Dios, salvad vuestro maldito culo!

El campus deportivo consistía en una explanada de cientos de metros cuadrados. El fuego provenía de los campos de fútbol donde los primeros en caer derrotados gritaban ardiendo en llamas. Algunos como Saurón y yo corrimos en dirección al edificio de los deportes en cubierto. Cinco plantas más arriba se encontraba la inmensa terraza de vistas infinitas formando dos pistas de tenis en las que augurábamos que, llegando allí,  el fuego nunca podría alcanzarnos.

-¡Seguidme muchachos, en las pistas estaremos a salvo! El fuego nos está ganando terreno.

Saurón encabezaba el grupo de supervivientes. A la entrada del edificio eché la vista atrás. Desde allí contemplé el humo sobresaliente de la pista de atletismo. Y por un momento me alegré: todos esos atletas de fascinantes marcas olímpicas siendo chamuscados.

-¡Corred ahora bastardos! ¡Intentad correr ahora con vuestras tristes piernas de ceniza!

-¡Rai, vamos! Tenemos que llegar al quinto piso para salvarnos,  y las llamas ya han conseguido achicharrar la sala de musculación- me dijo Saurón.

Y era cierto. Los nobles culturistas, con esos cuerpos perfectos y aceitosos, eran el blanco idóneo de unas llamaradas que parecían haber visto en ellos un cartel de tóxico e inflamable. Mis amigos los culturistas se calcinaban de una forma tan excitante como necesaria.

-Saurón, compadre, ¿no es cierto que el fuego a veces le alegra la vida a uno?

-Rai, por favor, las llamas han llegado ya a las escaleras del segundo.

Para entonces, subíamos ya las escaleras del tercer piso, Saurón, la artillería de supervivientes y yo. Aunque cada vez éramos menos. Los había que tropezaban y el fuego los absorbía de una manera lenta y dolorosa, y allí eran abandonados. Saurón era partidario de ayudarlos; yo, en cambio, solo pensaba en salvar mi culo.

Volví a echar la vista atrás. Podía sentir el fuego acariciar mis mejillas y cómo el humo se encrespaba por mi pelo. Me asomé al ventanal del cuarto piso. La salvación estaba ya tan cerca. Tras la ventana divisé las cientos de hectáreas ardiendo y los cientos de deportistas que, a pesar de sus aptitudes físicas, se desvanecían cubriendo, como último recurso, sus caras con las manos. Incluso los había que costaban de prender. Por mucho que el fuego abrase, hay humanos de hielo, recuerdo que pensé. Entonces oí un fuerte aullido detrás de mí:

-¡RAI, CUIDADOOOO!  

Las vigas de madera asentadas lateralmente sobre aquel cuarto piso se desprendieron cayendo contra el ventanal en el que me hallaba. Saurón se lanzó para apartarme y salí volando un par de metros. Caí al lado de una puerta de servicio. Pero Suarón no corrió la misma suerte y empezó a rodar escaleras abajo. Me acordé del señor Alfredo, el viejo proyeccionista de Cinema Paradiso que quedó ciego tras un incendio en la cabina de proyección. Me asomé a la barandilla. Yo nunca entendí de cine.

-¡Alfredoooo! digo, ¡Saurón, compadre! ¡Aguanta!

Pero ya era demasiado tarde. Primero fue la ropa, y poco a poco cada parte de su cuerpo, hasta que por último fue su pito saurónico el que ardía a fuego lento.

Conseguí llegar al quinto piso, donde las llamas ya no preocupaban. Dos mujeres me esperaban: Marina y Carla. Habíamos sido los tres únicos supervivientes. En las pistas de tenis había un par de raquetas. Intentamos jugar, pero el tenis no es tan divertido como el boxeo.

-Escuchad, chicas. ¿Por qué no cantamos una canción?

-¡SÍ, CANTEMOS!

Nos cogimos los tres de la mano y empezamos a bailar formando un coro.

-¡Parece que hay un incendio, cada vez que nos juntamos! ¡Parece que hay un incendio, cada vez que nos juntamos! ¡Parece que hay un incendio!

Estaba la mar de contento. Las chicas cantaban muy bien. En aquel momento supuse que nadie encontraría   prueba alguna que me inculpara de haber provocado aquel incendio en el campus deportivo. Y así fue.

Seguimos cantando y bailando. Las chicas cada vez cantaban mejor.

-¡Parece que estoy ardiendo cuando tú estás a mi lado! ¡Pídeme que apague el sol porque aquí hay un incendio!

  

domingo, 12 de octubre de 2014

CARTAS PARA PAULA: SEMANA 30


No verte se convirtió en la mejor opción. Tras la nochevieja del 2007 nuestros lazos afectivos sufrieron tal modificación que ni siquiera sabría muy bien cómo empezamos a distanciarnos. Un cúmulo de errores que resultaron ser el fruto de aquella primera discusión. Por tu mayoría de edad te regalé una cría de Yorkshire Terrier de la que te encariñaste al momento y al menos la inocente Leila fue el único rayo de sol que pudimos observar durante aquellos malditos días de principio de año.

Las navidades te habían cambiado el humor. Tus lágrimas post-coito empezaron a ser más habituales y a mí empezaron a desconcertarme cada vez más. Al inicio de nuestra relación pensaba que llorabas por la emoción, por la cantidad de sentimientos que se te revolvían al hacerlo conmigo, pero luego pensé que qué estupidez, que tu silencioso berrinche era debido a la culpa, a la conciencia que te carcomía por no sé bien qué asunto, porque esa era otra, tus asuntos empezaron a formar parte de ti y no de los dos, y tú llorabas y yo enjugaba tus lágrimas con la yema de mis dedos temiéndome que lo que realmente quisieras era estar sola.

Follar ya no lo era todo. Los cimientos de nuestra esencia se traspasaron a las tardes de merienda, los paseos por la playa, las excursiones a la montaña, los manoseos en el cine. Durante las navidades te mostraste más distante y no le di importancia porque sabía lo familiar que eras, y para colmo católica, pero bien, me conformé con nuestra media hora diaria en el portal de tu casa y pasar la noche de fin de año en la misma mesa. Luego alegaste malestares físicos, dolores de cabeza, de ovarios, visitas a la residencia de tu abuela, al piso de tu padre, al veterinario, para no quedar conmigo. Y cuando podíamos volvíamos a ser mejores amigos entre sábanas azules y al instante perfectos desconocidos. Otra vez tus lágrimas al dormir, otra vez mis lágrimas por ti.

¿Se puede saber por qué cojones no me explicas que te pasa? ¿A mí? Nada. Está bien, y si no te pasa nada, ¿por qué lloras cuando follas, Paula? Porque te prometo que llevo más de cinco meses intentando descubrirlo y me mata el no saberlo. Déjalo, Martín, no me apetece hablar de ello. Y era normal que no te apeteciera porque era sábado y estábamos bebiendo todos en un parque y aprovechando mi ebriedad me envalentoné a preguntar. Y si no volvió a salir el tema de tus sollozos era porque tenía miedo de que hablar de ello nos alejara un poco más.

De tu padre no me habías contado mucho. Lo último que se veía con una chica de veintitantos y que no te había sentado muy bien. Sobre tu ex novio me sorprendió que todavía hablases con él. Bueno Martín, ha empezado sus primeros exámenes en la universidad y solo quise saber cómo le había ido. ¿Le echas de menos, Paula? ¿A qué viene esa estúpida pregunta? No, no le echo de menos, de ser así no estaría aquí contigo. Y con esa respuesta parecía que quisieras convencerte a ti misma más que querer convencerme a mí. No me importaba, yo ni siquiera le conocía. Me jodía tu distancia, el no saber enfrentarme a tus lágrimas, el no tener valor para decirte ¿Paula estás bien, necesitas ayuda?

Por eso maldije la llegada del nuevo año, le di por culo a la navidad que nos había frenado en seco y me pregunté por qué, por qué cuando todo va bien alguien te zancadillea y por qué ese alguien era yo mismo, y, joder, por qué yo no tenía experiencia en el amor, y por qué tú solo eras la primera y yo era el siguiente en tu larga lista. La cobardía me llevó a la evasión y mientras tú gritabas socorro en silencio yo me busqué en otros y en otras manteniendo fidelidad física pero dejándome querer hasta que mi corazón decía basta. Y ahora aún te oigo llorar y yo estoy mirando al otro lado de la cama. Ahí está Leila tiene los ojos abiertos y no deja de babear. Las orejas en punta. Parece que me quiere decir algo.