viernes, 26 de diciembre de 2014

LOS DE LA MUERTE ERAN TUS OJOS



Contra todo pronóstico, el camino hacia la muerte resultó ser más largo de lo esperado.

En mis últimos instantes de vida me encontraba bebiendo ron, como un secuaz capitán pirata en alta mar, con los que se hacían llamar mis amigos y solo eran cómplices porque yo no entendía de amistades; y varios litros de limonada a cuestas, todos envolviéndome en cariños y caricias odiosas que creían gratificantes y no sabían de mi odio hacia los afectos y demás cursilerías varias.

_ Martín, ya hemos bebido demasiado. Será mejor que nos deshagamos de todo el alcohol que sobra –aconsejaba alguno de mis cómplices.

_ Escucha, chumacho, nunca hay alcohol de sobra, sino cuerpos demasiado intolerantes.

_ ¡Sí, sí, bien dicho, capitán! –gritaban los demás fortaleciendo mi argumento. 

Seguíamos con las botellas a cuestas y los pies cada vez más cansados. Nos dirigíamos a ninguna parte porque nadie nos esperaba y aun así, nunca dejamos de caminar. Pero solo yo era conocedor de que quien no tiene camino, acaba eligiendo el mejor destino.

_ Veréis chumachos, hay una mujer, ¿sabéis? Bueno, ¿vosotros qué vais a saber? Pues bien, yo sí que sé, y sé que la hay. También sé que tendréis que poner todo vuestro empeño en que llegue hasta ella, ¿queda claro?

Mis cómplices brindaban por mí y venían de uno en uno y me abrazaban y me daban besos y palmadas en la espalda. Para mí todos eran iguales. Odiaba a cada uno de la misma manera que a los otros. Me pasé todo el viaje maldiciéndolos y debe de ser por eso que el trayecto se hizo corto y al rato me vi bajo el portal de una casa que más bien parecía la mansión de una familia poderosa de aristócratas o de reyes y todos, boquiabiertos, la contemplamos en silencio. Luego, imagino que el más idiota de mis secuaces, gritó emocionado:

_ ¡Es una princesa! ¡La mujer del capitán es una princesa! ¡Un hurra por ellos!

Y todos al unísono cantaron eso de hip hip hurra, hip hip hurra, y mi cabreo fue tal que cogí al idiota por el cuello y lo estampé contra la verja de la puerta con una furia que nadie en mí podía esperar y comencé a patearle el culo de tal manera que ahora al recordarlo aún puedo sentir la compasión que produce la violencia injustificada contra un cómplice cuyo único delito era la buena intención.

_ ¡Martín! Pero, ¿qué he dicho? ¿Por qué me pegas? –preguntó atónito el idiota.

No tuve respuesta para él y por contra continué atizándole en el culo. Fue en eso que la mujer que yo pensaba que tenía que ser mi mujer abrió la puerta de su mansión y al verme saltó disparada hacia el idiota y separó mis garras de su cuello.

_ ¿Pero se puede saber qué diablos haces, Martín? –la mujer, que respondía al nombre de Paula y nadie, salvo yo, lo sabía, me miró desconcertada.

Los secuaces comenzaron a cuchichear todavía atónitos por el espectáculo acontecido. “¿Así que esa es la princesa del capitán? Pues vaya con la princesa, ha puesto a Martín en su sitio.” La ira, como la inspiración, volvió a mí tan pronto como escuché esos comentarios.

_ ¡No es ninguna princesa, malditos! ¿No veis que solo es una mujer? ¡Me vais a volver loco!

Entonces levanté el brazo con afán de soltar la palma de la mano en la cara del idiota por última vez y noté que de repente Paula paraba mi ímpetu de violencia agarrándome fuerte por la espalda.

_ No lo hagas, Martín. Ya pasó todo, ¿de acuerdo? Deja tranquilo a Pedro.

El idiota se llamaba Pedro. El idiota tampoco era tan idiota. Se portó bien, dijo a los demás que hicieran el favor de dejarme solo con Paula y en menos de lo esperado se esfumaron del portal.

_ Ahora que estamos solos, Paula, –le dije cuando vi que nadie más podía escucharnos –necesito que seas tú quien me acompañe en el resto del camino.

_ Eso no puede ser, Martín. Ni siquiera sabes hacia dónde te diriges. Además, yo no entiendo de viajes y en los mares por los que surcas aviva el oleaje. Lo siento, capitán, pero ya te dije en su día que yo me había bajado de tu barco.

_ ¡No, Paula, no! Escúchame con atención. Yo nunca quise ser capitán. Yo era feliz siendo un peón anarquista que birlaba mendrugos de pan a los demás marineros y de la noche a la mañana alguien puso sobre mi cabeza este tricornio y ahora piensan todos que yo estoy al mando.  Está bien, Paula, dejémonos de barcos y surquemos los dos el Atlántico en un acogedor velero.

Pero Paula negó con la cabeza al escuchar mi petición.  En ese momento sentí que subía la marea y me ahogaba entre olas de un mar de lágrimas. Ella repetía una y otra vez:

_ Lo siento, Martín, lo siento.

Volví al ron y a capitanear el barco bajo la atenta mirada de mis cómplices que ya ni siquiera se acercaban a tocarme. Un trago más,  y luego otro que iba acompañado de un tercero, y así sucesivamente hasta que el aire se encargó de abrasarme las entrañas y, de rodillas, expulsé por la boca todo tipo de sustancias. “Y luego el capitán dice que nunca hay alcohol de sobra”, cuchicheaba más de uno a mis espaldas.

Pude imaginar que lo peor de caminar hacia la muerte ya había pasado y que ahora solo hacía falta esperar. Pero no estaba del todo en lo cierto. Volví a vencer en la batalla y me repuse rápido dispuesto a contraatacar.

_ ¡Venga, chumachos, volvamos al portal, aún sigo con las garras afiladas!

Los cómplices dieron un paso atrás y entonces uno dijo:

_ Verás, Martín, esta vez irás tú solo a por esa princesa. Nosotros nos quedamos.

_ ¡Bastardos! ¡Juro por Dios que acabaré con vosotros cuando vuelva! –y me dispuse a marcharme solo, no sin antes recordarles lo siguiente -¡Y no es ninguna princesa! ¡Es solo una mujer!

Esta vez el viaje al portal fue más largo. Allí es donde me esperaba la muerte. Fui sintiéndolo a cada paso que daba. Aun así caminé sin cesar y al llegar me sentí enfermo. Paula besaba al capitán de un barco pirata.

_ ¿Se puede saber qué haces aquí? –me preguntó  después de despedir al que era mi enemigo.

Ya no me acordaba a qué había ido.

_ Vine  a despedirme, Paula. Te regalo el trozo de mundo que me queda.

_ Será lo mejor, Martín. Tu barco debe volver a zarpar.

_ Dime, mujer, ¿volveremos a vernos algún día?

_ Es probable. Cuando consigas que tu barco sea capaz de volar.

La besé en el hombro. Su piel sabía a sal. Luego volví mis pasos y a rastras acabé de vuelta con los chumachos. Me ofrecieron su ayuda, pero mi desenlace ya era inminente.

_ Pedro, amigo –dije una vez me había postrado sobre la cama –Debo pedirte perdón por el comportamiento tan agresivo que tuve contigo.

_ No te preocupes, capitán. Es mi culpa. Soy un idiota.

_ Sí, bueno, en cierto modo sí que lo eres.

Pestañeé un par de veces más y cerré los ojos para no volver a abrirlos. Antes de morir noté que primero me dormía y soñé que yo era el capitán de un barco que volaba. Y entonces,  mira, pasó lo que pasó, y al final, bueno, pensé que morirse tampoco estaba del todo mal.

lunes, 15 de diciembre de 2014

EL ÚLTIMO RUSO BLANCO


Tuvo la poca decencia de apartarme de mi grupo de amigos con los que compartía una sabrosa Guinness en el bar del bueno de Roberto y acorralarme contra la mesa de billar. Claudia estaba exhausta, tal vez excitada, quién sabe; pero doy por seguro que la cara de enfado que traía desató el apetito sexual (si es que no estaba ya lo bastante desatado) de todos los allí presentes:

_Nunca entenderé cómo chicas como yo hemos podido acabar alguna noche contigo! ¡Joder, maldito alcohol!

_Oye, tranquila, preciosa. Ven, deja que te invite a un buen ruso blanco.

_Martín, no. Yo solo quería ser tu amiga, y tú ni siquiera crees en la amistad. Soy una tonta, contigo es imposible que algo salga bien.

Claudia salió disparada hacia el baño. Lloraba. Se le habrá metido algo en el ojo, pensé. Entonces aproveché para invitar a mi amigo Agustín a una partida de billar:

_Voy a lisas-dijo Agus.

_Yo siempre a por ralladas-dije alzando la vista hacia el baño de señoras.

No tardé más de dos minutos en perder. Acabé metiendo la negra en el primer agujero que vi.

_Siempre te pasa igual –dijo Agus.

_Y que lo digas.

Salió en ese momento Claudia del servicio con el móvil entre las manos. Se acercó a la mesa de billar y se sentó sobre ella:

_El día en que controles tu vida con la cabeza y no con el pito, ganarás una partida de billar.

Se levantó y fue directa a la barra. Observé cómo Roberto le servía un ruso blanco bien cargado. Mientras, Agus apoyaba las manos en mis hombros:

_Oye, Martín, esa chica solo quería hacerte feliz.

_Yo ya soy feliz Agus, posiblemente sea la persona más feliz del mundo.

En el bar de Roberto había poca gente. Un par de parejas al fondo ambientaban un antro de mala muerte. Agus y los demás jugaban a los dardos y fumaban tabaco de liar. Yo me acerqué a la barra y me senté al lado de Claudia, que apuraba ya los últimos tragos de su vaso.

_Toma Roberto, cóbrate el ruso de ella y sírvenos dos más –dije extendiendo un billete de diez al barman.

_¿Qué quieres, Martín? –me dijo Claudia.

_Pasar un rato agradable con mi amiga, ¿qué te parece?

_Me parece que tú y yo no somos amigos.

_Vamos Claudia. Nos conocemos de hace mucho tiempo.

_Déjalo, Martín. Además, ahora vendrán a recogerme. Estoy esperando a Ramón.

_¿A Ramón? ¿Estás esperando a ese cabronazo? Joder Claudia, ¿quieres que te explique por qué a ese cabronazo le llamamos el picha corta?

_Dime, Martín, ¿por qué siempre acabas mal con todas? Quiero decir, ¿por qué quieres estar con tantas chicas que ni siquiera llegan a gustarte?

_Cada chica es una historia, Claudia, y cada historia es un relato, y cada relato que escribo me da algo más de vida.

_ Ahora entiendo porque tus relatos son una auténtica basura, Martín.

_ Ahora entiendo porque mi vida es una mierda.

Claudia dio un sorbo largo al ruso blanco y me agradeció que la hubiera invitado. Luego se levantó de la silla, me besó en los labios y se ajustó el vestido.

_ ¿Ya te vas?-le pregunté.

_ Sabes que he quedado. Tengo que irme.

Y volví a ver de nuevo sus ojos verdes llorar.

_ ¡Maldito bar! Por lo que veo ha vuelto a entrarte una mota de polvo en el ojo.

Hubo un silencio intenso.

_ Joder, encima debo de ser la primera tonta que llora por ti.

_ ¿Có…cómo? –titubeé.

_ Adiós, Martín. Cuídate mucho.

_ No te vayas, Claudia! Quédate conmigo, quédate a mi lado. –pero ella siguió alejándose.

Claudia abrió la puerta del bar y el silencio volvió a reinar en aquel antro. Instantes después un coche arrancaba y el ruido sordo del motor se desvanecía en el tiempo y la distancia. No cabía duda, se había marchado.

Miré a Roberto, que, como todos los allí presentes, había presenciado aquella bochornosa despedida.

_ En verdad no le llamamos el picha corta, el Ramón ese es un gran tipo –le dije.

_ Toma, Martín, a este invita la casa – y me sirvió otro ruso blanco.

Agus y los demás también se fueron. Me dieron un abrazo cariñoso, como si se me hubiera muerto el gato o algo así, y no tardaron en largarse del bar. Fuera, la madrugada acechaba con fugarse. Un nuevo día se colaba tímidamente por entre la rendija de la puerta del bar.

Ayudé a Roberto con el cierre del local y fuimos a sentarnos sobre la arena de aquella infinita playa mediterránea que nos rodeaba. Entre el sol y la luna, el cielo presagiaba un domingo de cometas al viento y veleros a la mar. Las aves migratorias regresaban al hogar revoloteando las alas alegremente. Miré al horizonte, el vuelo de las gaviotas más madrugadoras todavía era bajo.

_ Martín, te voy a decir una cosa –dijo posando el brazo en mis hombros.

_ Dime Roberto.

_ Creo que este es el principio de una bonita amistad.

_ ¡Anda ya! No me vengas con finales de película. Sabes de sobra que no creo en la amistad.

_Ya bueno, pero hasta esta noche tampoco creías en el amor.

El ascenso de la marea marcaba las horas de aquel nuevo amanecer. Roberto se durmió en la orilla, donde muere el oleaje. Pegué un trago más a mi último ruso blanco y dejé el vaso a un lado. Luego me recosté sobre la arena y sonreí.

_A otra cosa, mariposa.

Y me dediqué a mirar al horizonte. El vuelo de las gaviotas era cada vez más alto y los rayos de sol iluminaban con fuerza mis húmedas pupilas. Se me habrá metido algo en el ojo, recuerdo que pensé.

martes, 2 de diciembre de 2014

LAS INEVITABLES CHICAS DE MARTÍN



Cuanto más entrada la noche, más entraba la bebida, y yo más entraba a las mujeres. Les entraba, sin pudores ni con el más mínimo temor a que me rechazaran. Porque lo mejor que podían hacer era eso, rechazarme. Yo vagabundeaba por entre las calles, disfrazado de don nadie, admirando la fiesta que destilaba la ciudad, y se acercaban a mí, y yo a ellas, decenas de chicas, tanto morenas como rubias, y se presentaban alegando ya conocerme. Y más entrábamos en la noche, y yo más entraba en la bebida.

_ Martín, ¿verdad? Eres ese chico que siempre escribe sobre una tal Alma, ¿a que sí?

_ Depende. ¿Tú cómo te llamas?

_ Yo soy Paula. He leído mucho sobre ti.

_ Entonces también sabrás que escribo sobre alguna que otra Paula.

_ Sí, a veces imagino que soy yo.

_ No lo eres porque no quieres.

Mi mano derecha fue directa a su culo. La acerqué a mí con delicada violencia. Empezaba a estar un poco mareado. Tenía demasiada sangre en el cerebro. El cerebro lo tenía entre las piernas.

_ Para, Martín. No me tientes, ni siquiera he bebido demasiado.

_ Dime, Paula, ¿cuántos años tienes?

_ Hago 18 en unos meses.

_ Entonces no te hace falta beber más.

_ ¡Que me dejes! Según tengo entendido haces esto con todas.

_ ¿Hacer qué? -le pregunté.

_ Susurrarles al oído, ir detrás de ellas, querer besarlas.

_ ¡Pero si has sido tú la que te has acercado a mí!

Intenté besarla de nuevo.

_ ¡Que te den, salido de mierda!

Me dio un puñetazo en el estómago y se esfumó. Es probable que hubiera perdido una lectora, pero de lo único que estoy seguro es de haber perdido el conocimiento.

Cuando desperté, Gastón estaba a mi lado tocando la guitarra.

_ ¿De dónde apareciste, amigo?

_ Te vi por ahí tirado, Martín. ¿Qué te ha pasado? No parabas de repetir que te llevara al árbol de la plaza. ¿Qué tiene de especial ese árbol?

_ Aquí besé a Alma por última vez. Hace ya seis meses. Desde entonces no había vuelto. Por cierto, creo que aún sigo algo mareado.

_ ¡Bien por ti, Martin! Este árbol te ha resucitado. Deberías escribir tu nombre y el de Alma en él. Graba en el tronco su recuerdo. Es la mejor manera de sentenciar la historia.

_ Es lo más patético que he oído nunca, Gastón. Bien, ¡lo haré!

Mi amigo sacó una navaja de su llavero y me la cedió. Me acerqué al árbol y apoyé mi tristeza sobre el tronco. Del mareo al desmayo había un paso. Me acordé de Paula, del puñetazo que me dio, de todos los puñetazos que había recibido desde mi último beso con Alma. Cerré los ojos, apreté con fuerza la navaja y vomité.

_ Vámonos de aquí, Gastón. Creo que ya está todo sentenciado.

La festividad en la ciudad continuaba en su máximo esplendor. Las chicas bebían para perder la vergüenza. Los chicos ya la habían perdido toda. Yo, en cambio, fue a Gastón al que perdí.

_ ¿Bailas con nosotras, niño perdido?

Unas chicas me cogieron de la mano y me metieron dentro de su círculo de baile. Para cualquier hombre aquello hubiera sido el paraíso. Pero algo no encajaba en la falsa simpatía de aquellas mujeres que solo buscaban en mí la humillación que tanto creían que merecía.

_ ¿Te acuerdas de nosotras, niño perdido?

Juro que era la primera vez que las veía.

_ Todas tenemos algo en común. ¿Sabes lo que es?

Creo que era la primera vez que las veía.

_ Sí, todas hemos caído en tus brazos en las fiestas de la noche. ¿Ya nos recuerdas, niño perdido?

Es posible que no fuera la primera vez que las veía.

Empezaron a empujarme y a pasear mi cuerpo de la una a la otra. Tanta brusquedad en los movimientos aceleraba el ritmo de mi estómago, que pedía a gritos la liberación de todo lo consumido.

_ ¿Y por qué diablos me estáis haciendo esto? -pregunté con poca cortesía.

_ ¡Porque eres un mentiroso! ¡Nos dijiste que nos llamarías! ¡Que te gustábamos y que querías conocernos!

_ Es cierto lo que os dije. Con cada una de vosotras sentí eso. Durante una noche. ¡Durante la maldita eternidad de las noches en que estuve con cada una!

Los empujones continuaron y volvieron a mí los mareos del comienzo. Mi estómago me ganó la partida y vomité encima de alguna de las chicas. Se largaron todas despavoridas. Me alegré, había grabado en ellas mi recuerdo. De nuevo ya estaba todo sentenciado. Y perdí el conocimiento.

Cuando desperté, Gastón estaba a mi lado tocando la guitarra.

_ ¿De dónde apareciste, amigo?

_ Te vi por ahí tirado, Martín. ¿Qué te ha pasado? No parabas de repetir que te llevara al banco de la plaza. ¿Qué tiene de especial ese banco?

_ Mira, Gastón. Ahí está sentada Alma. ¿La ves?

_ Solo veo un gorrión rojo apoyado sobre el banco.

_ Exacto, amigo. Voy a hablar con ella. Necesito decirle a Alma lo que siento.

Me acerqué al banco y apoyé mis recuerdos sobre el respaldo. El gorrión rojo perdía su mirada en la mía, ondeaba su melena al viento, retorcía su cuello sutilmente y dejaba entrever una ligera sonrisa. A lo lejos, el sol bañaba de oro el mar con un hermoso amanecer. Gastón se había perdido con la oscuridad. Solo quedábamos Alma y yo. E intenté hablar con ella.

_ ¿Te acuerdas de este banco, Alma? Nuestro primer beso, ¿eh? Y allí, en aquel árbol, el último. Ahora estamos aquí de nuevo los dos. Volaste aquella vez y hoy volando vuelves a mí. Todavía te recuerdo. Estás en todos los recobecos de esta ciudad que hoy se viste de fiesta. Pero la mejor fiesta es estar contigo. ¿Y tú? ¿Ya te olvidaste de mí?

El gorrión rojo mantuvo la compostura de quien no tiene nada que perder y no contestó. Alma siempre hacía eso, podía estar horas y horas mirándome sin mediar palabra. No importó. Bebí un poco de vino y seguí mirando cómo amanecía mientras acariciaba la larga melena del gorrión.

La noche había llegado a su fin. Las chicas volvían a casa acompañadas de sus guardaespaldas. Los que no tenían a quien salvaguardar, buscaban en el sol todavía la noche. Yo me recosté en el banco y dejé que ahora fuera el gorrión el que me acariciase. No lo hizo. Alma siempre era reacia a acariciarme. No importó. El viento soplaba de poniente, la mañana ya dejaba ver los primeros pájaros y me alegré. Miré a Alma, abría el pico muy despacio.

_ Te pío mucho – me dijo.

_ Yo te pío más – le contesté sorprendido.

Alma y yo nos fundimos en un cálido beso y emprendió de nuevo su vuelo hacia ningún lugar. Le dije adiós con la mano y se perdió entre la enormidad del tiempo y la distancia. Exactamente es eso, tiempo, lo que me faltaba para llegar a todas partes. Para poder querer y dejarme querer. Pero eran las ocho de la mañana y no me iba a poner sentimental a esas alturas. Por fin estaba todo sentenciado. Alma se fue y en un portal una chica intentaba atinar con la llave para entrar. Corrí y me acerqué a ella.

_ Espera, ya te ayudo yo – le dije.

_ Gracias, chico. Por cierto, me llamo Sara.

_ ¿Así que Sara, eh? Pues bien, ya he abierto el portal.

_ ¿Tú, Martín, no? Si quieres puedes subir conmigo. Hasta que mi novio vuelva de su viaje soy una chica soltera.

Y me dediqué a mirar al horizonte. El vuelo de las gaviotas era cada vez más alto y los rayos de sol iluminaban con fuerza mis húmedas pupilas. En el cielo brillaba un gorrión rojo. A Sara le brillaba la mirada. Mi cabeza era una tormentosa confusión. Pero entonces lo comprendí todo. Si no puedes hacerle el amor a tu pasado, acuéstate con tu presente.

_ ¿Entonces qué, chico? ¿Subes conmigo?

La mañana en su máximo esplendor asaltaba el nuevo día. La gente salía a correr por las calles. En la playa se veían los primeros bañistas de la temporada. Gastón y los suyos tocaban la guitarra en la que fue mi plaza. Los pájaros piaban y piaban y el mundo, de nuevo, volvía a sentenciar una de sus noches.








miércoles, 19 de noviembre de 2014

NO HABRÁ FLORES EN LA TUMBA DEL PASADO

En la ventana hay una nota:

el pájaro no vuela

tiene las alas rotas.




“La vida es una cárcel con las puertas abiertas, Verónica escribió en la pared con la tripa revuelta”, y mientras Paula versionaba a Calamaro en ese concierto que dio en un nuevo pub moderno, yo imaginaba una Paula pequeñita, muy susceptible a la maldad humana; entonces cuando dejó la guitarra a un lado, me acerqué a ella y le dije:

_ Oye Paula, has estado excepcional, ven, deja que te invite a un trago.

_ Está bien, Martín. Muchas gracias.

Y tras brindar por la música y por una trayectoria musical que acababa de comenzar, dimos un largo trago al vodka con Seven Up que agarrábamos con tanta ansia.

_ Lo haces muy bien, tienes una voz fantástica. Yo de música no sé nada, pero también pienso que la vida es una cárcel con las puertas abiertas.

Paula esbozó una ligera sonrisa y descansó sus labios de cantante en mis labios de escritor. Clavó sus uñas en mi nuca y tras levantar la cabeza con sigilo, suspiró dejando morir su aliento suave y fresco en mi nariz.

_¿Y tú por qué no vuelas? _me preguntó -¿También tienes las alas rotas?

_ ¿Por qué estás tan segura de que yo tengo alas? – dije antes de pedir dos vodkas más.

_ Porque me juego la voz a que cualquier noche escribirás sobre este momento.

Se acercó la camarera con las copas. Vestía tirantes y minifalda. Si no hubiera estado detrás de una barra jamás pensaría que era camarera.

_ Oiga, ¿y a usted qué le ha parecido el concierto? – le pregunté a la camarera mientras le entregaba un billete de diez.

_ Tiene un estilo genial, es la nueva estrella de la canción. Su música va a sonar en todas las discotecas.

_ ¡Que les jodan a las discotecas! ¡Prefiero que mi música suene en todas las almas cálidas! –exclamó Paula.

Volvimos a brindar. Esta vez por los libros y por una trayectoria literaria que jamás hice realidad.

_ Por tus canciones Paula, porque casi son tan bonitas como tus ojos.

Y volvimos a fundirnos en el arte de besar antes de abandonar el pub moderno con sus clientes gordos y borrachos. Las luces de la playa iluminaban una noche de verano aterciopelada por la sombra de dos artistas frustrados que se balanceaban de acera en acera rumbo al refugio de la soledad.

_ ¡No va a saber qué hacer cuando no sople más viento, no sabe distinguir el amor de cualquier sentimiento! –comencé a cantar.

_ Haz el favor de bajar la voz, vas a despertar a todo el vecindario.

Pero al vecindario solo le interesaban los realities, sus móviles de alta tecnología y la prensa rosa.

_ Paula, eres tan delgada, ¿cómo alguien tan pequeña como tú puede hacerme sentir tan grande?

_ El mundo es una gran contradicción, querido. Algunos se matan con las balas y otros se matan con los besos. Así que acércate a estos labios que te piden la muerte más dulce que conocen.

Y empezamos a matarnos hasta el amanecer en el desgastado colchón de un apartahotel cercano a la playa. Resucitamos en plena madrugada, cuando los jóvenes vejestorios salían de las discotecas como Platón de la caverna y se vomitaban los unos a los otros. Paula sacó la guitarra de la funda y empezó a afinarla.

_ Dime Martín, dime qué quieres que te cante.

_ Media Verónica, y vuélveme a enamorar como lo hiciste anoche.

_ ¿Otra vez esa maldita canción?

_ Me recuerda tanto a ti, sin muchos años pero ya con tanto daño, con poca maldad pero cansada de esperar. Sabes Paula, ¡NO HABRÁ FLORES EN LA TUMBA DEL PASADO! Por eso quiero que la cantes, amor, para que el presente empiece a florecer.

Aquella mañana desayunamos mermelada de fresa y varias copas de vino tinto. Había sido la primera noche que pasábamos juntos y lejos quedaba ya aquella vez que la vi actuar en un viejo antro de la ciudad, con todos esos viejos chiflados desnudándola con la mirada y ella a mí desnudándome con la voz. Acariciaba su guitarra con la yema de los dedos, desgarrando cada nota con deseo y furia, con valentía y decisión, con ternura y sencillez. Entonces versionó a Calamaro con la única compañía de esas seis cuerdas. “Media verónica” era el vacío que cubría nuestras entrañas, ese péndulo entre nuestras dos mitades: una desaparecida por haber sucumbido a las garras de la muerte y otra que se tambaleaba entre latigazos y temblores. Paula y yo, en el cobijo de una caverna particular, como Platón y los jóvenes vejestorios, viviendo a medias como Verónica, con el cántaro roto en mil pedazos y la fuente seca, encerrada en esa libertad claustrofóbica que también Paula sentía al cantar. Una cárcel con las puertas abiertas, y allá afuera, donde yacía la maldita libertad, la posibilidad de ser felices en la sinrazón de un mundo condenado a la derrota.

_ ¡Mira, mira a todos esos inhumanos que, acostumbrados a tanta oscuridad, frotan fuerte sus ojos tras ver de nuevo el sol! -dijo Paula desde la terraza señalando a los jóvenes que salían a esas horas de las discotecas.

_ ¡Cristo, sí! Míralos Paula, míralos. Fíjate en cómo sus ojos arden tras salir de la caverna. ¡Pobres diablos! ¡Pobres criaturas!

Paula echó hacia atrás el pelo rizado que le cubría la cara, retomó de nuevo la guitarra y compuso una maravillosa melodía. Se fusionó entonces el sabor del vino con la elegancia de su canción. Alcé mi copa y le dije de brindar una vez más.

_ ¿Y ahora por qué quieres brindar? –me preguntó.

_ Por ti y por mí, nena. Porque antes de conocernos nos faltaba una mitad y la acabamos encontrando en la mitad del otro. Brindo por ello y por ese beso que me estoy ganando.

Y de nuevo comenzamos a matarnos. Esta vez en el sofá que, lejos de estar gastado, acabamos empapando de puntual felicidad.

La mañana continuaba allá afuera, a escasos metros de aquella pensión de mala muerte. La mañana con los amigos y familias, con los amantes y parejas, con los modernos y sus camisas a cuadros, disfrutando de un domingo tan radiante como el pelo de esa chica que tenía en ese momento entre las piernas. Tan radiante tu pelo entre mis piernas, Paula.

Tras ser vencido por el clímax, levanté la cabeza y me asomé al ventanal. Desde allí podía observar la Plaza de las Luces y a innumerables músicos que cantaban con una fuerza tan intensa que para nada importaba la indiferencia de la gente que pasaba por delante. Vi que un niño se acercaba a un guitarrista ciego que tocaba el “Stand by me” y echó tres caramelos en la funda de su guitarra. Jamás vi una limosna tan dulce.

Stand by me, nena, o lo que es lo mismo, “quédate conmigo”, es lo que pensaba mientras Paula se ajustaba bien la falda. Pero ella quiso vivir una vida diferente cada día y, por eso, cuando se fue de mi lado, comencé a sentarme cada tarde delante del pobre ciego que con tantas ansias cantaba esa canción, allí, cerca de la playa, en el Parque de las Luces, mientras desde el Paseo Marítimo se acercaban veloces los electrónicos con sus músicas pinchadas. El futuro nos ahoga, querido viejo, se empeñan todos en matarnos con sus balas. Será mejor rezar, amigo. Pero Dios simplemente se encogió de hombros. No nos importó. Abrimos una nueva garrafa de vino y le dije de brindar. Luego le enseñé esa canción de las mitades que un día me enamoró. Los electrónicos nos ganaban la batalla y las cuerdas de un viejo guitarrista no duran para siempre. Te lo dije Paula, no habrá flores en la tumba del pasado. Y volví a brindar por ella.



lunes, 17 de noviembre de 2014

EL GUARRO FRÍO DEL INVIERNO


Cuando pienso en los días fríos, pienso en el noviembre que ya ha llegado, en la nueva temporada de abrigos que los chicos ya lucen en la facultad. Cuando les pregunto a ellos me dicen que sí, que se les congelan las manos a primera hora de la mañana y que  eso es lo que entienden por frío. Yo hago como que la meteorología no me afecta, la manga corta es cobijo suficiente y sigo sentándome frente al ordenador con la ventana abierta, alargando un verano que ya no existe pero que hoy todavía recuerdo.

No es entonces de extrañar que me miren sorprendidos los muchachos por las calles. Me señalan. Señalan mis brazos desnudos, mi cuello descubierto, la ausencia de guantes en mis pequeñas manos. Yo sigo mi curso como si nada, venciendo el viento polar de las montañas que me lava la cara, que amplifica mis pulmones, que calma mi sed de venganza. Las tardes se desploman cada vez más temprano y las noches que me aguardan son de escritorio, ordenador y nostalgia.

Lo que entiendo yo por frío no es otra prenda de vestir más, temblar después de la ducha, la manta hasta las orejas y doble par de calcetín. Ni siquiera uso edredón a la hora de acostarme. Me basta con una ligera sábana que cubra mi enjuto torso, la luz apagada, la música compuesta por el chirriante silbido del viento.

La mujer que se acuesta a mi lado se pega junto a mí con un ligero tembleque en las piernas que no me deja descansar. Me abraza buscando en mi cuello el edredón que tanto echa en falta, me ahoga con sus manos y finalmente se duerme con su cara tan próxima a la mía que en plena madrugada ya siento su aliento matutino en mi pituitaria. Mientras, yo contemplo la calle oscura y solitaria, señores tristes durmiendo en los cajeros, abrigados con cartones, discutiendo en sueños la pesadilla del malvivir diario. Pienso entonces en el frío, en el largo noviembre que dura varios meses, con sus cortos días y sus interminables noches. Y pienso también en la mujer que tengo enfrente, la miro, tan extremadamente delgada que me da miedo tocarla, tan insignificante, su aliento no cesa, ahí está, durmiendo como si la vida no fuera con ella.

La lluvia hace acto de presencia en la mayoría de amaneceres de este largo noviembre. Los muchachos cubren sus voluminosas cabezas con horrendos paraguas de diseño. El agua intermitente moja mi cara, resbalan las gotas por mis ojos y salpican en el suelo con auténtica indiferencia. Contemplo el tímido alba de estos días de invierno como una gota de lluvia más. De los cajeros ya despertaron temprano los fantasmas que soñaron vivir en otro mundo, que es el mundo que me juzga. La mujer que me acompaña a la facultad los mira aterrorizada y ellos a ella con ligera sonrisa endeble que se desvanece en la distancia.  Son entonces estos los momentos más fríos del mes, de penetrantes miradas que desnudan las almas golpeadas por la fuerte lluvia, el frío de los nuevos días que son una y otra vez el mismo, los sentimientos insulsos de una sociedad muerta en la apatía.

La mujer que me abraza me pregunta lo que me pasa. Acostumbrada ya, no recibe respuesta. Se viste en mis brazos rebosando latente nerviosismo. Se siente observada por cientos de ojos enfermos. Lanza el paraguas al aire y llora la tristeza de la rutina vivida. El mundo que la aflora dice no ser ya el suyo. Pero no cambia nada, todo fluye en la mentira constante y es en la distancia entre estos dos mundos donde se halla toda la verdad. La mujer que me coge la mano con fuerza busca en mi cuerpo el calor del ausente verano. Ya empieza a sentir el frío como yo lo siento, un noviembre que engaña, un noviembre que desviste. 

Y en las calles nos sentamos desnudos a observar en silencio el ruido de los andares de alicaídos muchachos que besan labios vendidos.

sábado, 1 de noviembre de 2014

TODAS LAS CHICAS ESTÁN ENAMORADAS


Volví. Volví como vuelven los viejos rockeros a esos escenarios que tanto les echaron en falta. El mismo hedor repugnante que ya se respiraba incluso antes de abrir la puerta de tela metálica del viejo bar. La misma cerveza de importación servida por la misma camarera de siempre que  llamaba la atención de todos. Volví, volví porque es probable que nunca me hubiera ido del todo.

_ ¿Martín Herrainz? ¡Cristo, qué de tiempo sin verte! ¿Se puede saber qué te trae de nuevo por aquí?

_ Lo que a todos, Paula: la vida. En fin, ¿cómo va todo por el bar?

_Seguimos en las mismas, Martín. Ya nunca viene nadie. Por allí andan Cortés y Boby intentando colar a alguien esa porquería que escriben.

_ Lo hacen lo mejor que pueden, Paula. No seas así.

_ ¿Y tú, Martín? Veo que sigues escribiendo, ¿no? –dijo señalando la libreta que llevaba debajo del brazo.

_ Así es. Estoy trabajando en un poema sobre la chica que me gusta.

_ Joder, Martín. Al final resultará que debajo de esa coraza hay un tío sentimental.

_ Bueno, sí. Lo he titulado “A la puta que acabará conmigo”.

_ Venga, chico. No creo de veras que sea una puta.

_  Ni mucho menos que acabe conmigo. Venga, llévame una cerveza a la mesa, quiero hablar con los chumachos.

No había nadie más en aquel viejo antro salvo Cortés y Boby. Parece ser que se alegraron de verme, se levantaron y me abrazaron como si se me hubiera muerto el gato. Entonces me preguntaron por mi vida durante aquellos últimos meses.

_ Ya veis, chicos. Estuve viviendo algún tipo de aventura de la que pronto escribiré.

_ Eh, Martín, eh, tío, puedes contar con nosotros para lo que sea. Aquí siempre estaremos tus amigos.

_ No creo en la amistad, Boby. No me vengas con esas.

Boby tenía nombre de perro. Boby era un gilipollas.

Paula se acercó y me sirvió un tercio bien frío. Le pregunté sobre las chicas que antes pasaban las tardes en el bar. Le pregunté por María, Cristina y Teresa. Le pregunté por las mellizas del padre pirata. Le pregunté por las chicas de veinticuatro. También lo hice por las de dieciséis.

_ Nada, Martín. Pasan las tardes en la playa o la montaña. Llaman a sus novios y van al río a tirar piedras y comer sándwiches envasados.

_ ¿Y qué fue de Lorena, aquella gordita de gafas tan simpática que siempre estuvo colada por mí? -pregunté por curiosidad.

_ Sale con un licenciado en aeronáutica. Se ha ido a pasar el verano a París.

_ Está bien, Paula. Llévame otra cerveza a la terraza. Esta ya empieza a calentarse.

Salí fuera del bar. Desde allí contemplé toda la cordillera mediterránea. Las olas chocaban contra las rocas y el agua salpicaba a los enamorados que se besaban en el puerto. Era genial. Entonces vi que Cortés y Boby salían detrás de mí. Se sentaron a mi lado. Eran buenos chicos. Idiotas, pero buenos chicos. Sin duda, aquello era  mejor que estar en París. Lorena no tenía ni idea de hacer viajes. Lorena no sabía lo que realmente era un sitio bonito.

_ Esta noche salimos, Martín. Tenemos que celebrar que estás de vuelta –dijo Boby.

_ Parece ser un buen plan.

_ ¡Claro que lo es! Conocí a nuevas chicas, ¿sabes? Deben de estar al caer. Tienen pensado venir en un rato. Puedo presentarte  a todas las que quieras. Cortés también estaba aquel día. Puede decírtelo él. Eran de lo mejorcito ¿eh, amigo?

Pero Cortés casi nunca hablaba. Solo hacía que beber. Bebía más que nadie. Escribir también se le daba bien, solo que lo que mejor se le daba sin duda era empinar el codo. En esas, salió Paula a servirnos más cerveza.

_ ¡Eh, Paula, eh, escucha! Hoy tenemos pensado salir para celebrar que Martín vuelve a estar con nosotros. ¿Te vienes, tía? ¡Va a ser la hostia! –dijo Boby.

_ ¡Y tanto que me gustaría, chicos! Pero hoy me toca cerrar a mí y luego… bueno luego tengo planes.

_ ¿Planes? –la interrumpí exaltado. -¿Cómo qué planes? ¿Qué tipo de planes tienes tú?

_ Bueno verás, Martín. Luego he quedado con un chico. No es nada, ¿sabes? Quiero decir, solo nos estamos conociendo.

_ No, no, pero no puede ser. Tú nunca has sido de esas. A ti no te gusta conocer a la gente. Eres como yo. Siempre lo has sido. ¿Qué narices te pasa ahora?

Paula comenzó a ponerse nerviosa.

_ ¿Que qué narices me pasa a mí? No, Martín, no. Aquí al que le pasa algo es a ti. Vuelves por aquí sin dar ningún tipo de explicación y encima te mosqueas si te digo que he quedado con un chico. Déjame hacer lo que me dé la gana y no te metas donde no te llaman, anda.

Entonces dio media vuelta y entró en el bar golpeando con fuerza la puerta de tela metálica.

_ Paula tiene razón, Martín. Cuéntanos, chumacho, ¿dónde demonios te has metido durante los últimos cuatro meses? _ preguntó el idiota de Boby.

Atardecía en la ciudad bajo el prisma veraniego del mediterráneo. Di un sorbo al tercio y seguí un rato más con la mirada perdida en el horizonte. Entonces pensé. Saqué la cartera del bolsillo trasero de mi pantalón. La abrí y cogí la foto de carné de Clara. La miré como se miran las horas pasar en el reloj y la rompí por la mitad.

_ ¿Que dónde demonios me he metido, Boby? Verás… Yo también me fui a hacer turismo por París. –y dejé que el aire echara a volar los dos trozos de foto rota que se perdieron entre la enormidad de la playa.

Entonces Paula salió otra vez del bar y nos avisó de que entráramos.

_ ¡Eh, rápido, chicos, entrad! Echan el baloncesto por la tele.

Entramos inmediatamente y nos juntamos los cuatro en la misma mesa. Era el europeo. Jugaba la selección. España perdía de dos. Yo perdía la cabeza. Clara, ¿dónde diablos estás?

_Mira, Martín, por ahí entran las nuevas chicas –dijo Boby señalando la puerta.

Tres mujeres rubias de piernas largas se nos acercaban. Acerqué unas sillas a la mesa.

_ Venid, podéis sentaros a mi lado –dije.

_ ¡Qué amable, chico! Jiji, jiji.

Yo di un largo trago a mi cerveza. De nuevo sonreí. La luna, todavía prematura, esperaba expectante. Yo también esperaba. Yo era aquel tipo de meses atrás. Yo era Martín Herrainz. Yo acababa de volver.