CALCUTA
Pese a ser atea, tenía nombre de
santa. Y soñaba con enseñar a los demás. Transmitía una presunta naturalidad
que rozaba la serenidad y el encanto personificado. Poseía una belleza
distinta, quizás infinita y única, tal vez sencilla y agradable.
Nunca tuve la oportunidad de
hablar largo y tendido con ella. Admiraba su facilidad para tratar cualquier
aspecto sin creer en los tabús y dejando apartados los prejuicios. Solía beber
ron de aquella copa que yo compartía con ella, escuchar aquella ridícula canción de
ese grupo mejicano y bailar en el centro de la pista mientras besaba a los
chicos en los labios.
Me permití el lujo de creer que
se parecía mucho a mí. Mostraba la sensibilidad y la lucha por la igualdad
humana de un modo aterrador. Eso me recuerda el día que la vi llorar, llovía a
mares. Y siempre que la saludaba, ella achinaba los ojos al más puro estilo
japonés y deseaba comérmela con palillos allí mismo.
Una vez me dijo que yo era un
tipo genial. Odio que la gente diga tonterías, pero a ella se lo perdono todo.
Y comencé a soñar que yo era uno de esos chicos a los que besaba, que me
gustaba la música mejicana y que compartíamos la misma habitación con el mismo
cuarto de baño donde siempre hay esa estúpida crema de manos encima del bidet.
Pero nunca le conté mi sueño, puede que ella no fuera capaz de perdonarme.
No nos conocimos lo suficiente. Y
seguramente nadie le contó que mi película favorita es La Naranja Mecánica y
que escucho a The Cure porque me apasiona la oscuridad del hombre.
Probablemente ignore que siempre he querido ser la bestia de La Bella y la
Bestia porque no conozco a monstruo más humano que el propio ser humano.
Pese a ser atea, tenía nombre de
santa. Aunque no creo que lo fuera. Formaba parte de esa minoría absoluta que
se deja llevar por la razón y los sentimientos y goza con cada uno de ellos
porque son parte de sí mismos, y ella era una amante de la libertad en toda regla.
Jamás le dije lo que sentía y en silencio contemplaba cada movimiento que
realizaba al estudiar. Desde aquel preciso momento me dediqué a escribirle esa
canción que ahora cantan los pajaricos cuando vuelve a amanecer. Eso me
recuerda el día que la vi sonreír, radiaba un sol alucinante.
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