Cecilia Luluchol: La historia de la chica tristeliz
"Un viejo amigo siempre me decía que las cosas nunca se quedan como están".
Si
hubiera tenido el valor de preguntárselo, si hubiese contado con las agallas
suficientes para haber hecho frente a la situación. Pero yo no era de
esos, la veía tan susceptible, alguien capaz de abarcar el mundo entero y no
ser consciente de ello, que no tuve más remedio que imaginar su mundo de
introversión y no formular ni la más mínima pregunta. Simplemente algo
sencillo:
Yo:
¿Por qué no duermes?
Cecilia: Porque
no tengo sueño.
Yo: Entonces
dime algo bonito.
Cecilia: “Si
algún día me llamaras y me dijeras que no vas a volver más, no tengo claro lo
que haría, creo que saltaría, la ventana es un buen lugar para escapar”
Yo: Te
aconsejaría que no saltaras, aunque yo no puedo aconsejarte, ya es muy duro lo
que llevo.
Cecilia: Dejemos
que corra el aire.
Yo: No,
no, que no corra.
Cecilia: ¡Uy! Porque tú lo digas.
Yo: Sí,
sí, porque creo que muero si no siento el roce de tu piel.
Cecilia: Pues
cerraré fuerte los ojos hasta verte, solo tengo que esperar.
Yo: Cerrando
los ojos, conociéndote, solo verás pasar caracoles diminutos.
Cecilia: “Si
tú te vas, te olvidarás que un día hace tiempo ya, cuando éramos aún niños me
empezaste a amar y yo te di mi vida”.
Nos
fascinaba el egoísmo, esa magia negra que utilizaban los indecentes para hacer
del mundo una bola grandiosa de barato egocentrismo. Qué barbaridad, aunque yo a ella
ya se lo tenía dicho:
Yo: A ti que
no se te ocurra ser egoísta nunca.
Cecilia: ¿Y
si quiero qué?
Yo: Me
fastidiaría, porque me apetece que pienses en mí. Es una manía que tengo, como
la de meterme el pantalón por dentro de los calcetines al dormir.
Cecilia: ¿Y
tú has pensado en mí?
Yo: No,
pero tampoco pienso en respirar. Son cosas que ya están ahí, que salen solas.
Cecilia: Y
yo quiero un Iphone, ¿así soy egoísta? En fin, de
momento voy a intentar dormir. Tú todavía no, que te queda mucha noche por
delante.
Yo: Y
muchos bolígrafos por terminar. Que descanses.
Fue
nuestra última conversación. No, no es cierto, pero a partir de ahí solo recuerdo
discusiones. Volvimos a encontrarnos en el entierro de su madre, veinticinco años después. Me contó su hermano que la misma enfermedad estaba acabando
con Cecilia, que ya no almacenaba los recuerdos de su infancia y que solo la
naturaleza diría hasta cuándo seguía iluminada su sonrisa.
Por supuesto ella no sabía que mi libro publicado sobre “el fenómeno Tristelicidad” llevaba su nombre escrito en forma de princesa. No, ya era demasiado tarde, ya era demasiado tarde incluso para mí.
El día del entierro le recordé mi nombre, pero su memoria ya estaba consumida. Igualmente la invité a una copa en un bar cercano. Me sorprendió ver que, como hacía veinticinco años, Cecilia seguía bebiendo whisky con soda. Al fin y al cabo, era un simple detalle que demostraba que todo seguía igual, y volvió a salir el sol, para demostrarle una vez más a Cecilia Luluchol, que nunca es tarde para volver a florecer.
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