martes, 13 de marzo de 2012

El Espejo Ajeno (IX)

Biofobia




Si no recuerdo mal, sentí aquella sensación de angustia cierto sábado, días después de haber conseguido entrar en uno de los bufetes de abogados más prestigiosos de Madrid. "¿Por qué yo y no ellos?" no dejaba de preguntarme una vez supe que de los cincuenta preseleccionados para ocupar dicho puesto, me habían elegido a mí. Pero no me malinterpretéis. Estaba contento, sí, me sentía tan afortunado de poder reincorporarme a la vida laboral que pensé que no era posible, que todo era una mentira. Eso es todo, no obstante era real, solo que no estaba acostumbrado a que mis sueños se hiciesen realidad.  

Aquella mañana lluviosa de sábado me encontraba todavía dormido cuando sentí una ráfaga de soplidos fríos en la nuca. Supuse que me habría dejado las ventanas abiertas toda la noche, pues desde que empecé a vivir solo era un despiste que acostumbraba a cometer repetidas veces. Mi sorpresa fue que, al incorporarme en la cama, observé que las ventanas estaban completamente cerradas. "Será cosa del aire que siempre está en movimiento", pensé a sabiendas de que dormía en una habitación de dos metros cuadrados. 

Decidí no prestarle más importancia de la que tenía y empecé el día con total naturalidad. Era mayo y, pese al calor que desprendían las paredes de mi piso, sentí unos escalofríos que abarcaban desde mi cogote hasta las rodillas. Estaba destemplado y pensé que tal vez un vaso de agua calmaría mi malestar. Al llegar a la cocina, abrí el grifo y bebí del agua marrón que fluía por él. "Es cosa de las cañerías, no es la primera vez que ocurre", me dije a mí mismo; convencido, no obstante, de que la oscuridad del líquido no era un buen presagio.

De repente, y sin saber cómo, un ruido ensordecedor invadió todo el piso. Me recordaba mucho al sonido de los cuervos enfadados, y ese sonido traspasó toda barrera y quedó incrustado en mi cabeza. Me arrodillé en el suelo gritando desconsolado y noté de nuevo esos soplidos fríos que me habían despertado. A mis 37 años había visto a mi padre morir entre tubos de hospital, me había divorciado de Sofía  y era alérgico a las relaciones humanas. 

Continuaba ese estridente sonido deshaciendo en pedazos mi sesera y esos soplidos congelando mi memoria. Sentí, sin saber de qué manera, gotas de ácido en la sangre y acabé perdiendo el conocimiento rompiendo en pedazos ese vaso de agua oscura que al ser derramada por el suelo, resultó ser tan transparente como siempre.

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