Demasiadas hamburguesas para tan pocos solomillos
No tardé en encontrar una tienda de ultramarinos al otro
lado de la calle y a escasos metros del bar. Entré rápido, corrí desesperado por
cada pasillo y lo divisé. Allí estaba. Se trataba de un cepillo de dientes con
cerdas especiales para la lengua y que incorporaba
un sabroso (según la etiqueta) flúor en su interior. Pero tanta excitación
se vino abajo de manera drástica cuando comprobé que me había gastado todo el dinero
en las hamburguesas que el bueno de Josete me había preparado con tanto cariño.
No tuve más remedio que asimilar la dura decepción.
Realmente no era tanta mi necesidad de lavarme la boca con cepillo y
dentífrico, se trataba más bien de un símbolo de cambio. Había comprendido que
ese vacío estomacal (que aún continuaba después del atracón de hamburguesas) no era por falta de alimento,
sino por ausencia de sentimiento. Entonces quise renovar. Ser otro. Venirme
arriba. Se había apoderado de mí la exigencia de querer presumir de frescura,
comenzando desde ese mismo instante por el aliento.
Fue entonces cuando noté una cálida mano sobre el brazo que
acariciaba mi vello con dulzura.
- No temas, yo te dejaré el dinero necesario.
Giré el cuello asombrado para comprobar de quien era esa
voz. Y mi asombro no hizo más que agrandarse. ¡Qué mujer! Acababa de dejarme
sin aliento. La miré a los ojos mientras
nuestros rostros dibujaban una sonrisa disimulada y se lo agradecí.
- No sabes el favor que me haces.
Comencé entonces a notar unos picores en el interior que me
hicieron temblar. "¡Es una mariposa!", pensé en voz alta. De repente
acercó su boca a la mía y me besó apasionadamente. Noté el amor correrse por
mis piernas. Y al instante, ella desapareció.
Entonces recordé que en el bolsillo de la chaqueta siempre
guardo algo de dinero. Volví al bar, y allí seguía el bueno de Josete, preparado
para seguir cocinando más hamburguesas de esas que tanto me gustaban, con queso y, esta vez, con extra de
cebolla.
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