miércoles, 30 de noviembre de 2011

Historias de diminutos y gigantes VII


El paraíso inteligente de Minerva

Yo al paraíso fui, pero nunca he ido a mí



Aquello ni era amor ni hostias. Y si hay algo que me pone muy nervioso es que me llamen “cariño” sin existir cariño alguno. El único consuelo al que me agarraba era al de su culo. Con las dos manos me agarraba, concretamente.

Éramos como la noche y el día, como el azúcar y la sal, como el pene y la vagina. Bueno no, porque no penetrábamos ni con la mirada. Y es que ella, de una belleza a la vista de todos no pasaba, y a mí nadie me toca el pelo, a menos que sea rizado.

Por lo cual decidimos comprimir todo nuestro amor en una noche desenfrenada y al día siguiente no volvernos a ver nunca más. Era la forma más romántica y eficaz que se nos ocurría de acabar con nuestro idilio amoroso.

De ella me gustaba mucho su nombre. Minerva, Diosa de la sabiduría, las artes y la artesanía. Con lo cual aquella noche me esperaba la mejor manualidad de mi vida hecha con mucho arte, para más inri. Lo que no me cuadraba mucho era eso de “Diosa de la sabiduría”, pero supuse que tanta competencia a cargo de una Diosa tenía que tener sus flecos.

 Aquella noche nunca la podré olvidar. Recuerdo a los peces nadando por el manantial, cuyo líquido fluía con pasión. Recuerdo a los peces saltando y cayendo repetidas veces dentro de aquel charco. Recuerdo las ondas que se producían en el agua y cómo el manantial se transformaba radicalmente en cascada. Se formaron olas insólitas, un maremoto de fluidos desesperados. Recuerdo que los peces sudaban en el agua gracias al calor de nuestros cuerpos. Y hubo lágrimas. Lágrimas de fogosidad y clímax que fueron expulsadas como la lluvia en aquel mismo instante en que se produjo mi culminación, y al rato la de ella.

Acabamos desayunando el uno del otro, engullendo todo lo que se nos ponía por delante. Aquello era lo más parecido al paraíso, aquello era vida infinita, aquello era el deseo. En cambio, dimos nuestro último revolcón de despedida y nunca más volví a saber de ella.

Fue una tarde cualquiera de insensata borrachera cuando comprendí que desde aquel día me había convertido en una bestia. Era consciente de que una extraña maldición se estaba apoderando de mí.
Se oye una canción y empiezo a suspirar. Minerva sí merecía su legado de Diosa de la sabiduría. Se había apoderado de mi alma y mi cordura. Es cierto, la inteligencia siempre impone su recato. 

“Debes aprender, no vale juzgar” dice esa canción. No hay mayor verdad. Perdí libertad, gigantez y curiosidad. Y la Diosa desapareció. Pero para seguir con las canciones me atribuiré, sin consentimiento alguno, otra. Y es que por mucho que haya ido al paraíso, seamos realistas, yo nunca he ido a mí.

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