El daiquirí de madrugada
"Es más importante levantarse con alguien que acostarse"
Las madrugadas de hielo le recuerdan a aquellos amaneceres fríos que solo servían para romper algún que otro sueño erótico que estuviera teniendo. Él por las noches se aburría y tendía a divertirse solo. Al fin y al cabo es lo mismo reírse de todo que llorar por nada.
Él no nació de madrugada, pero tal vez ella sí. Ella, una chica que ambienta la noche de frescura brisada de sabor a su entrepierna. Y luego le da por escribir. Él en cambio prefiere dormir, llenar su vida sin sentido en un colchón que huele a muerte, y estremecerse sin pena ni gloria contra una almohada que compite por ser lo más duro de esa insensata oscuridad.
Madrugar nunca se le dio bien. Recurría al viejo truco de usar anti-ojeras para disimular la deslumbrada noche que había dejado atrás. Bajaba los escalones de su patio interior y buscaba fumarse un cigarrillo, y que la luna se centrara en su cara de pena, aquélla que cada sábado noche disfrutaba como un idiota de precoces sacudidas, sin tener en cuenta que ella estaría en su hogar, peinando un pelo tan brillante como las lágrimas que se resbalaban por su rostro en ese instante.
Y es que únicamente piensa en una cosa (pues como todas las personas) en algo que le quite el sueño y a la vez solo sueñe con ello. Los pensamientos son una forma de modelar una realidad virtual. Lo virtual se puede soñar. Y los sueños hacerse realidad.
Las madrugadas siempre son oscuras, pero es cuando más claro se ve todo. De madrugada ocurre lo inesperado, lo que nunca pudo ser real y al final fue. Aquello que soñó que se haría realidad. Por eso los sueños dejan de serlo de madrugada: se inventa la realidad, se inventa su propia historia. Pero al final un sueño es un sueño porque solo sirve para soñar.
Él consiguió su sueño y dejó de soñar con ello. Vuelve a estremecerse y a fumar. Vuelve a aburrirse y a buscar alivios en la oscuridad. Ella nunca pensó que soñaría con algo que antes no le quitaba el sueño. Vuelve a nacer de madrugada y a escribir. Vuelve a peinarse y a llorar.
Y de nuevo comienza el ciclo de la tristelicidad. Él se tumba bajo la penumbra de la luz de la luna y bebe un daiquirí afrutado de pensamientos interminables, que acabarán pasando sin sentido por un maremoto neuronal que no sueña con aquello que quiere por miedo a que se haga realidad.
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