lunes, 2 de abril de 2012

El espejo ajeno (XI)


El poder de la silla de un muerto
 Tumbarse, de "tumba"


Los tres lo sabemos, pero ninguno se atreve a pronunciarlo. Y ahí estamos, sentados cada uno en su silla observando la que ha quedado vacía. “Pero, ¿qué os pasa?” me pregunto yo. “¿Por qué no tienen el valor de hablar?”

Pasan las horas, suenan las tres en el salón. Entre campanada y campanada cae el primer trueno sobre la mesa, el mar entra en rebeldía y la calefacción ha dejado de funcionar. Estoy empezando a sentir frío.

Instantes después me levanto para abrir la puerta, oí que llamaban. Son “Los diminutos”, a los que acompañamos a la habitación del fondo, donde reside el cadáver. ¿Qué está pasando aquí? Empiezan todos a llorar desconsolados, abrazándose los unos a los otros, hechos ceniza por culpa de la pena. Al momento todo se evapora, se disuelven por la humedad que producimos, se apaga la imagen pero se escuchan las desesperadas voces de los demás.

Volvemos los tres a las sillas. Seguimos contemplando la que ha quedado vacía, clavando la mirada en ella como si se tratara de un imán que nos atrapa sin dejarnos parpadear. De nuevo empieza a tronar sin parar. La puerta vuelve a sonar. Más “diminutos” entran rápido, corriendo hacia la habitación del fondo. A todos les da por temblar, sobre todo a una viejecita que sin pensarlo va directo a abrazarme. “Al menos hay alguien más arrugado que yo”, pienso para distraerme.  Pero la viejecita se derrite entre mis brazos, y cada persona que toco se deshace como rocas de arena.

El silencio vuelve a reinar en nuestras mentes. Pero la angustia que controla mis entrañas me devuelve a la habitación del fondo. Harto de tanta gente, consigo desaparecer de allí sin dar explicación, expulsando un aroma débil y decaído, pero con la mirada firme y un escudo de hierro que voy arrastrando por el suelo. ¡Puta mierda de escudo protector!

En la cocina me proponen tomar una pastilla para calmar el dolor. “Si no me la metes por el culo no me va a hacer efecto”, contesto con tono infantil. Pero la cojo rápido, no vayan a pensarse que hablaba en serio. Entonces mis ojos empiezan a parpadear intermitentemente y las imágenes de la desgracia se plasman en la pared: lugares muertos, un horno gigante de pizzas, las cenizas de un cigarro, la fría piel del cadáver, aquella viejecita apoyada frente a la pared mirando a través de un cristal, y al otro lado del cristal alguien que nunca más la mirará.

El reloj sigue volando, vuelvo en mí, y, sin saber por qué, las dos personas que me acompañan  sentadas en las sillas se levantan al unísono y, cada una por un lado, vienen a abrazarme. Yo, sin embargo, sigo observando esa silla que ha quedado vacía. “No tenían bastante con no hablar que ahora les da por abrazarme”. Pero de repente lo entiendo todo. Un último trueno acaba por demoler toda resistencia que yo oponía, llevando mi escudo protector a la máxima ruina, y transformando el recuerdo de la muerte en la inundación de todos mis pensamientos. “Deja ya de recordar aquello, ¿quieres?", me aconseja una de las personas. “No soy yo, lo juro, es esa silla, esa maldita silla”, contesto produciendo un enorme riachuelo por mi rostro.

“La fortaleza convertida en debilidad, la frialdad hecha trizas, la enfermedad de mis sentidos, la crueldad de la justicia. El final del baile. La muerte de una vida, la muerte de mi vida”. Pero solo yo escucho esas palabras, porque soy el único capaz de hablar con los muertos.

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