DÉJÀ VU
No siento la más mínima nostalgia, ni siquiera cuando no sé a quién llamar.
Estas circunstancias las he bautizado como las distintas etapas de mi vida que
siempre me llevan a escribir algo equivalente a una despedida. Y ahora que mis
cartas no tienen remitente soy yo el que se remite a masturbarse en un rincón.
"No digas palabrotas, cariño", me comenta mi novia aquí
presente". Si comenzamos con los tabúes en pleno coito ya no estamos
juntos.
Todo comenzó seis años atrás, cuando salimos de copas y conocimos a
una muchacha que no nos dejó indiferente. Llevaba un vestido rojo y juró que se
derretía si le mordían las orejas. ¿Cómo se llamaba? No recuerdo ni su nombre,
pero en pleno amanecer la oí gritar tan alto que el sol temió si calentar el
nuevo día. Exacto, le acababan de morder el lóbulo en plena orilla del mar.
Desde aquella noche supe que otro capítulo de mi existencia había acabado, para
empezar, después de una larga transición de setenta y dos meses, uno nuevo con
un futuro muy incierto.
No echo de menos a aquel muchacho que bebía whisky y en la madrugada odiaba
la intrascendencia. Además es inútil enviarse cartas a sí mismo, algo parecido
a retroeyacular. Siempre me ha gustado el rojo y soy capaz de masticar
cualquier raíz. El problema es que aquella vez el árbol no dio sus frutos.
Mi novia, en un afán de recuperar mi ilusión, me desviste poco a poco, como
quien teme que el placer vaya a ser doloroso, y se acerca a mi cuerpo desnudo.
Entre rápidas pulsaciones acerca sus labios a mi rostro y me muerde el cartílago
de la oreja. No sé por qué, pero acabo de tener un déjà vu.
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