El semáforo de Yonge Street
"La vida es una cárcel con las puertas abiertas" Andrés Calamaro
Una vez salí a dar una vuelta y aparecí ante un semáforo en pleno centro de Toronto, amontonado entre la gente que se acumulaba lo más cerca de la calzada, pero sin rebasarla. La inquietud de las personas acabó por contagiárseme, e impacientes empujábamos a los de delante, como si esa acción llevara al hombrecillo rojo del semáforo a desaparecer más deprisa.
Yo creo que, solo por fastidiar, ese hombrecillo estuvo más tiempo de lo normal, hasta que por fin apareció el verde para darnos paso al menos durante quince segundos escasos. Fue entonces cuando todos, desquiciados, caminamos a contrarreloj hasta la otra acera, sin importarnos para nada el tropezarnos con los que venían de cara. Y si alguno caía, era poco probable que sobreviviera. Recuerdo que yo le planté cara a aquel semáforo de tal manera que al cruzar aún me sobraron nueve segundos.
Eché la vista atrás y comprendí que ojalá contáramos siempre con esos nueve segundos más para hablar, nueves segundos más para besarnos, nueve segundos más para despedirnos. Nueve segundos capaces de hacer reflexionar a los mismos opresores culpables de que nuestras vidas sean tan solo cárceles con las puertas abiertas, como diría Calamaro. Y añado yo, la puerta siempre ha estado abierta, y desde que sabemos de la facilidad para salir por ella, no creo que volvamos a entrar.
Cuando el hombrecillo verde volvió a intercambiarse por el rojo, aquella calle torontoniana llamada Yonge Street y conocida por ser la calle más larga del mundo, volvió a ser sinónimo de hecatombe. De nuevo, más gente se apresuraba por poder ser la primera en acercarse al bordillo de la calzada, mientras que los que se habían quedado entre ambas aceras luchaban por esquivar a los “Velociraptors” (o así llamaba yo a los coches que no entendían de frenos) los cuales evitaban la llegada a terreno hostil de aquellos que solo defendían su derecho a ser libres.
Yo, ya a salvo como he comentado antes, observaba la nueva situación camino de Eglinton Park, dispuesto a echar unos tiros con el nuevo bate de Roberto. El sol brillaba tanto que iluminaba hasta las almas más oscuras. Fui consciente entonces de la suerte de haber llegado a donde estaba, de haber llegado a ver el sol. Fui consciente de la suerte que había tenido siempre, como cuando tiraba las judías a la basura y al día siguiente me daban hamburguesa.
Quizás dejaba aquella calle pasada para siempre, Yonge Street hacia el norte desde Montgomery Avenue. Allí a lo lejos seguían estando los indefensos en medio de la calzada, y otros paralizados por el hombrecillo rojo, esclavizados en una acera que se les quedaba pequeña, dominados por la desesperación, esperando al hombrecillo verde como quien espera a la vida. Mientras, en Eglinton Park, Roberto bateó tan alto que la pelota se perdió entre la inmensidad del cielo, al menos, durante nueve segundos.
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