Cucurucho de vainilla
Los dos callamos y aceptábamos de antemano la
situación. Tú pensabas en ella al escribir y me ofrecías siempre un cucurucho
de vainilla para que evitara preguntar. Bebías escocés con agua y a mí me caía
el helado encima.
-¡Haz el favor de tener cuidado, Carlos! -y
no volvías a dirigirme la palabra hasta la cena.
Existía un pacto no escrito entre nosotros.
Ambos habíamos firmado un contrato inexistente de máximo respeto al más allá. Pero
para nada nos importaban los silencios. Quedábamos tú y yo, y al menos, en ese
momento, nos parecía suficiente. Nos
bastaba con mirarnos y continuar con aquella nueva rutina: tú intentabas
escribir, yo intentaba tener cuidado.
Engañaría si dijera que no lloraba por
dentro. Tú también engañarías. No oía tu pluma deslizarse sobre el lienzo. Sé
que sentías la torpeza de la muerte ajena, el miedo de la tinta azul relatando
la pesadumbre de seguir viviendo.
Me lo explicaste una tarde que, como de
costumbre, tus folios continuaban intactos:
-A veces no puedo
dormir. Así que pienso sobre cómo era. Incluso la enfermedad la mantuvo bonita,
Carlos. A tu madre nunca nadie fue capaz de borrarle la sonrisa.
Luego te abracé y el
cucurucho de vainilla se deshizo sobre la moqueta. Pero, para entonces, ese era
el menor de los problemas.